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El sol, como ya he dicho, era un F5 IV y bastante cálido, pero el planeta cuarto se hallaba a trescientos millones de kilómetros de él en el perihelio y bastantes más cuando llegaba al otro extremo de su órbita, más bien excéntrica. La excelente y antiquísima elipse de Kepler resultaba bastante maltratada en este sistema. El planeta cuarto me recordó en muchos aspectos a Marte, con la excepción lógica de que éste jamás había albergado vida inteligente de tipo alguno (al menos, no se preocupó de dejar ningún vestigio de su existencia), en tanto que el planeta en cuestión había poseído una civilización floreciente en la época en que los pitecántropos eran los seres más adelantados de la Tierra.

En cualquier caso, en cuanto aclaramos el asunto de si íbamos a quedarnos o despegar y encaminarnos hacia el siguiente planeta de nuestro programa, los cinco nos pusimos a trabajar. Sabíamos que sólo disponíamos de una semana. Mattern no nos concedería la menor prórroga, a menos que nos presentáramos con algo lo bastante bueno para forzarle a cambiar de opinión, cosa muy improbable. Deseábamos adelantar todo lo posible en dicha semana. Con tantos planetas como hay en el universo, tal vez éste no recibiera nunca más la visita de los científicos del nuestro.

Mattern y sus hombres nos comunicaron al momento su decisión de colaborar, aunque de mala gana y lo menos posible. Preparamos los tres pequeños semitractores anejos a la nave y los dejamos listos para funcionar. Los cargamos con nuestro equipo (cámaras, picos y palas, cepillos de pelo de camello) y nos pusimos las máscaras de oxígeno. Los hombres de Mattern nos ayudaron a sacar los semitractores y nos indicaron la dirección correcta.

Luego, retrocedieron y aguardaron a que nos fuéramos.

– ¿Ninguno de ustedes piensa acompañarnos? -preguntó Leopold.

Los semitractores podían transportar hasta cuatro hombres.

– No -contestó Mattern-. Vayan ustedes solos hoy y hágannos saber lo que descubren. Aprovecharemos mejor el tiempo arreglando el archivo y poniendo al día el diario de navegación.

Noté que Leopold empezaba a enfadarse. Mattern le demostraba abiertamente su desprecio. Sus hombres podrían al menos efectuar una búsqueda formal de materiales fisionables o fusionables. Pero Leopold se tragó el enfado.

– Muy bien -dijo-. Hagan lo que quieran. Si nos topamos con alguna veta de plutonio, avisaré por radio.

– ¡Claro! Gracias por el favor. Hágame saber si también encuentran una mina de cobre. -Soltó una carcajada. ¡Plutonio en bruto! Y a lo mejor, hasta habla en serio…

Habíamos elaborado un croquis aproximado de la zona y nos separamos en tres grupos. Leopold, solo, puso rumbo al oeste, hacia el seco lecho de un río que habíamos atisbado desde el aire. Supongo que se proponía examinar los depósitos de aluviones.

Marshall y Webster, compartiendo el segundo semitractor, partieron en dirección a la parte montañosa, situada al sudeste de nuestro punto de aterrizaje. En aquel lugar, parecía haber enterrada en la arena una ciudad bastante grande. Gerhardt y yo, en el otro vehículo, nos dirigimos hacia el norte, donde esperábamos encontrar restos de otra ciudad. El día era frío y ventoso. La omnipresente arena que cubría el planeta formaba pequeñas dunas delante de nosotros, y el viento la lanzaba en grandes cantidades contra el techo de plástico que cubría nuestro transporte. Bajo las orugas del vehículo, el metal hacía crujir una arena que no había sido hollada durante milenios.

Ninguno de los dos habló al principio.

– Espero que la nave siga en su sitio cuando volvamos a la base -fue lo primero que dijo Gerhardt.

Fruncí el ceño y me volví a mirarle sin abandonar el volante. Gerhardt siempre habla sido un enigma para mí, un hombrecillo de cabello castaño desordenado que le caía sobre los ojos, demasiado juntos. Poseía un título de la Universidad de Kansas y había formado parte durante cierto tiempo del claustro de este centro, ocupación en la que se había distinguido, o así decían sus antecedentes.

– ¿A qué demonios te refieres? -pregunté.

– No confío en Mattern. Nos odia.

– ¿Por qué ha de odiarnos? Mattern no es ningún canalla. Sólo un tipo que quiere terminar su trabajo y volver a casa. Pero ¿qué has querido decir con eso de que la nave no estará en su sitio?

– Despegará sin nosotros. Ya has visto cómo nos ha enviado al desierto y se ha quedado allí con sus hombres. ¡Puedes creerme, nos abandonará aquí!

– No seas paranoico -dije con un resoplido-. Mattern no hará nada semejante.

– Nos considera un peso muerto en la expedición. ¿Y cuál es la mejor manera de librarse de nosotros?

El semitractor trepó penosamente un montecillo del desierto. Deseé oír al menos un buitre graznando en alguna parte, pero ni siquiera eso ocurrió. La vida había desaparecido del planeta miles de años atrás.

– A Mattern no le resultamos de gran utilidad -dije-. ¿Por qué negarlo? Pero ¿se atrevería a despegar, abandonando tres semitractores en perfecto estado? ¿Le crees capaz de eso?

Fue una buena objeción. Al cabo de unos momentos, Gerhardt dejó escapar un gruñido de asentimiento. Mattern jamás abandonaría una parte del equipo, por mucho que dejara de albergar los mismos escrúpulos con respecto a cinco inútiles arqueólogos.

Avanzamos en silencio durante más tiempo que la vez anterior. Ya habíamos cubierto treinta y dos kilómetros de un terreno yermo. A juzgar por lo que se veía, más nos hubiera valido permanecer junto a la nave. Por lo menos, allí había una capa superficial de cimientos de edificios.

Otros quince kilómetros, y llegamos a nuestra ciudad. Presentaba un diseño lineal, con no más de ochocientos metros de anchura y extendiéndose hasta el límite de nuestra visión, mil o mil cien kilómetros. Si nos daba tiempo, comprobaríamos sus dimensiones desde el aire.

Como es lógico, poco quedaba de la ciudad. La arena había cubierto todo a la perfección, pero alcanzamos a ver cimientos sobresaliendo aquí y allá, restos de hormigón estructural y metal reforzado, desgastados por los años. Salimos del vehículo y preparamos la pala mecánica.

Una hora más tarde, sintiendo cl pegajoso sudor bajo nuestros livianos trajes espaciales, habíamos logrado apartar algunos miles de metros cúbicos de tierra a una zona situada a diez metros de distancia. Habíamos excavado un impresionante agujero en el suelo.

Para nada…

Para nada. Ni un artefacto, ni un solo cráneo, ni siquiera un diente amarillento. Ni cucharas, ni cuchillos, ni sonajeros…

Nada. No encontramos nada de nada.

Los cimientos de algunos de los edificios, si bien reducidos a fragmentos, habían soportado un millón de años de arena, viento y lluvia. Pero nada más había sobrevivido de aquella civilización. Mattern había acertado al burlarse, admití con pesar. El planeta era tan inútil para nosotros como para ellos. Unos cimientos erosionados por la intemperie de poco nos servirían, a no ser para informarnos de que en otros tiempos existió allí una civilización. Un paleontólogo con imaginación reconstruye un dinosaurio a partir de un fragmento de fémur, bosqueja un saurio presentable con sólo un isquion fosilizado como guía. ¿Podíamos nosotros extrapolar una cultura, un código de leyes, una tecnología, una filosofía, a partir de unos simples cimientos desgastados por el tiempo?

No, casi seguro que no.

Abandonamos aquel sitio y excavamos a medio kilómetro de distancia, esperando desenterrar un resto tangible de la desaparecida civilización. Pero el tiempo había ejecutado bien su obra. Era una suerte haber encontrado los basamentos. Todo lo demás había desaparecido.

– Infinitas y desnudas, las solitarias y uniformes arenas se extendían a lo lejos -murmuré.