Gerhardt alzó la cabeza desde la excavación.
– ¿Qué? ¿Qué dices? -preguntó.
– Estoy citando a Shelley.
– ¡Ah, ése!
Continuó cavando.
Aquella misma tarde, decidimos abandonar nuestro esfuerzo y volver a la base. Habíamos pasado en el desierto siete horas y no llevábamos nada que justificara nuestra ausencia, a no ser algunos metros de película tridimensional en la que se veían los cimientos de los edificios.
El sol empezaba a ponerse. El cuarto planeta tenía un día de treinta y cinco horas, que se aproximaba a su fin. El cielo, siempre sombrío, se oscurecía poco a poco. No había ninguna luna silenciosa y brillante. El cuarto planeta no tenía satélites. El hecho parecía un poco injusto. Los planetas tres y cinco del sistema poseían cuatro lunas cada uno, y en torno al gigantesco mundo gaseoso que era el número ocho, bullía un racimo de trece satélites.
Dimos media vuelta y regresamos, tomando otra ruta que se extendía cinco kilómetros al este de la que seguimos a la ida. Por si localizábamos algo. Una esperanza más bien desesperanzada, a decir verdad.
Habíamos recorrido diez kilómetros, cuando la radio del vehículo se puso en marcha.
– Llamando a los vehículos dos y tres -se oyó la voz seca y quisquillosa del doctor Leopold-. Dos y tres, ¿me oyen? Adelante, dos y tres.
Gerhardt iba al volante. Pasé la mano sobre sus rodillas para conectar el canal de respuesta y dije:
– Anderson y Gerhardt en el número tres, señor. Le recibimos bien.
Un momento después, aunque más débil, llegó la señal del vehículo número tres a través del canal triple.
– Marshall y Webster en el dos, doctor Leopold -oí a Marshall-. ¿Algo va mal?
– He hecho un hallazgo -contestó Leopold.
– ¿Lo dice en serio?
El tono de la última pregunta de Marshall me indicó que el semitractor número tres no había disfrutado de mejor fortuna que el nuestro.
– Entonces es usted el único -anuncié.
– ¿No han tenido suerte, Anderson?
– Ni pizca. Ni un miserable resto de cerámica.
– ¿Y ustedes, Marshall?
– Igual. Restos dispersos de una ciudad, pero nada de valor arqueológico, señor.
Oí reír disimuladamente a Leopold.
– Bien, pues yo he encontrado algo. Es un poco pesado, no puedo manejarlo solo. Quiero que los dos equipos vengan aquí para echarle un vistazo.
– ¿De qué se trata, señor? -preguntamos Marshall y yo al mismo tiempo, casi con las mismas palabras.
Pero a Leopold le gustaba representar el papel de hombre misterioso.
– Ya lo verán cuando llegue. Anoten mis coordenadas y no pierdan tiempo. Estaré de vuelta en la base antes de la noche.
Nos encogimos de hombros y cambiamos de ruta para dirigirnos hacia donde nos aguardaba Leopold. El doctor se hallaba al parecer a unos veintisiete kilómetros de nosotros, hacia el sudoeste. Marshall y Webster debían recorrer un trayecto poco más o menos de la misma longitud. Se encontraban exactamente al sudeste de la posición de Leopold.
Al llegar a las coordenadas calculadas por el doctor, el cielo estaba ya bastante oscuro. Los faros delanteros del semitractor iluminaban el desierto en un trecho de kilómetro y medio, y al principio no hubo señal alguna de que allí hubiera alguien o algo. Luego, divisé el vehículo de Leopold estacionado hacia el éste, y Gerhardt me señaló las luces del tercer semitractor, que avanzaba hacia nosotros procedente del sur.
Llegamos hasta Leopold casi al mismo tiempo. No estaba solo. Le acompañaba un… objeto.
– Bienvenidos, caballeros -nos saludó. En su hirsuto rostro había una sonrisa de satisfacción-. Parece que he hecho un descubrimiento.
Se echó hacia atrás y, como si corriera una cortina imaginaria, nos permitió atisbar su hallazgo. Arrugué la frente en un gesto de sorpresa y extrañeza. De pie en la arena, detrás del vehículo de Leopold, había algo que se asemejaba mucho a un robot.
Era alto, dos metros diez o incluso más, y vagamente humanoide. Es decir, poseía unos brazos que le salían de los hombros, una cabeza sobre éstos y piernas. La cabeza se hallaba provista de placas receptoras en los lugares que en un hombre ocuparían los ojos, las orejas y los labios. No presentaba otras aberturas. El cuerpo del robot era enorme y más o menos cuadrado, con hombros oblicuos. Su oscura cubierta metálica mostraba las picaduras y la corrosión producto de la acción de los elementos a lo largo de incontables siglos.
Estaba enterrado en la arena hasta las rodillas. Leopold, todavía sonriendo con presunción e increíblemente orgulloso de su descubrimiento, ordenó:
– Dinos algo, robot.
De los receptores bucales brotó un sonido metálico, un rechinamiento de… ¿De qué? ¿Engranajes? Y luego se escuchó una voz, audible pese a ser extraordinariamente aguda, pronunciando palabras extrañas, con un tipo de inflexión monótono y fluido. Sentí que un escalofrío me recorría la espalda. La era de la explosión espacial se había iniciado hacía trescientos años. Y por primera vez, oídos humanos percibían los sonidos de una lengua no nacida en la Tierra.
– ¿Entiende lo que se le dice? -preguntó Gerhardt.
– No lo creo -repuso Leopold-. No por ahora, al menos. Pero cuando me dirijo a él, empieza a farfullar. Pienso que es un tipo de… Bueno, un guía de las ruinas, digamos. Construido por los antiguos para facilitar información a los transeúntes. Sólo que parece haber sobrevivido a los antiguos y sus monumentos.
Estudié el robot. Su aspecto era increíblemente viejo… y robusto. Tan sólido que bien podía haber durado más que cualquier otro vestigio de civilización de este planeta. Había dejado de hablar y se limitaba a mirar hacia delante. De repente, giró pesadamente sobre su base, extendió un brazo para abarcar el panorama cercano y comenzó a hablar de nuevo.
Casi me atrevería a poner las palabras en su boca:… y aquí tenemos las ruinas del Partenón, principal templo de Atenea en la Acrópolis. Terminado en el año 438 a. de C., fue destruido en parte por una explosión en 1687, cuando los turcos lo utilizaban como polvorín…
– Sí, parece una especie de guía -asintió Webster-. Tengo la sensación concreta de que nos está ofreciendo una narración histórica, todos los detalles relativos a los maravillosos monumentos que en tiempos debieron erigirse en este lugar.
– Si pudiéramos entender lo que está diciendo… -exclamó Marshall.
– Supongo que habrá algún medio de descifrar el lenguaje -opinó Leopold-. En cualquier caso, me parece un hallazgo magnífico, ¿a ustedes no? Y…
Me eché a reír. Leopold, ofendido, me lanzó una furiosa mirada.
– ¿Se puede saber qué le divierte tanto, doctor Anderson? -me preguntó.
– ¡Ozymandias! -dije en cuanto logré calmarme un poco-. Lo más lógico… Ozymandias.
– Temo que no…
– Préstele atención -expliqué-. Da la impresión de haber sido construido y puesto aquí para los que viniesen después, para cantarnos las glorias de la raza que edificó las ciudades. Pero las ciudades han desaparecido y el robot no. ¿Acaso no da la impresión de estar diciendo: Contempla mis obras, oh, Poderoso, y abandona toda esperanza?
– Ninguna otra cosa resta -terminó la cita Webster-. Lo encuentro muy adecuado. Los constructores y las ciudades han desaparecido, pero el pobre robot no lo sabe y continúa ofreciendo su charla. Sí, deberíamos llamarle Ozymandias.
– ¿Qué haremos con él? -inquirió Gerhardt.
– ¿De verdad que no logró moverlo? -preguntó Webster a Leopold.
– Pesa doscientos o trescientos kilos. Se mueve por su propia voluntad, pero yo no lo conseguiría nunca.
– Quizás entre los cinco -sugirió Webster.