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– No -se opuso Leopold. Una extraña sonrisa surcó su rostro-. Lo dejaremos aquí.

– ¿Qué?

– Sólo por el momento -añadió-. Lo conservaremos… como una especie de sorpresa para Mattern. Le informaremos el último día, permitiéndole creer mientras tanto que el planeta es inaprovechable. Que se burle de nosotros cuanto quiera… Cuando suene la hora de partir, le mostraremos nuestro botín.

– ¿Cree seguro dejarlo aquí? -preguntó Gerhardt.

– Nadie lo robará -contestó Marshall.

– Pero… ¿Y si se aleja? -objetó Gerhardt-. Puede hacerlo, ¿no?

– Claro que si -asintió Leopold-. Sin embargo, ¿por que ha de irse? Se quedará donde está, supongo. Y si se mueve, seguiremos su pista con el radar. Ahora, volvamos a la base. Se está haciendo tarde.

Nos metimos en nuestros vehículos. El robot, silencioso de nuevo, hundido en la arena hasta las rodillas y perfilado contra la creciente oscuridad del cielo, giró para encararse a nosotros y levantó un grueso brazo en una especie de saludo.

– Recuerden -nos advirtió Leopold antes de ponernos en marcha-. Ni una sola palabra de esto a Mattern.

Aquella misma noche, en la base, el coronel Mattern y sus siete ayudantes se mostraron en extremo curiosos respecto a nuestras actividades del día. Trataron de simular un sincero interés por nuestro trabajo, pero resultaba obvio que sólo pretendían incitarnos a confesar lo que ellos habían anticipado, es decir que no habíamos descubierto absolutamente nada. Ésa fue la respuesta que obtuvieron, ya que Leopold nos había prohibido mencionar a Ozymandias. Aparte del robot, en verdad no habíamos descubierto nada. Cuando los otros se enteraron, sonrieron con aire de superioridad, como diciendo: «Si nos hubierais hecho caso al principio, habríamos regresado a la Tierra siete días antes. Total, no nos hubiéramos perdido nada».

A la mañana siguiente, después del desayuno, Mattern anunció que enviaría una patrulla en busca de materiales fusionables, a menos que viésemos algún inconveniente.

– Sólo necesitaremos uno de los semitractores -aclaró-. Los otros dos quedan para ustedes. No les importa, ¿verdad?

– Trataremos de arreglárnoslas -replicó Leopold con cierta acritud-. Pero manténganse apartados de nuestro territorio.

– ¿Cuál es?

En lugar de responderle, Leopold se limitó a decir:

– Hemos examinado ya a fondo la zona situada al sudeste de aquí y no hemos encontrado nada de importancia. No nos importará que su equipo geológico eche a perder nuestro campo.

Mattern asintió, mirando con curiosidad a Leopold, como si la evidente ocultación de nuestro campo de operaciones provocara su recelo. Me pregunté hasta qué punto era correcto o no ocultar la información a Mattern. Bien, Leopold quería disfrutar de su jueguecito, y una manera de evitar que Mattern descubriera a Ozymandias consistía en no informarle del lugar en que íbamos a trabajar.

– Me parece haberle oído decir que este planeta carecía de interés para sus propósitos, coronel -señalé.

– Estoy seguro de ello. -Mattern me miró con fijeza-. Pero sería una estupidez por mi parte no echarle un vistazo, ¿me equivoco? Al fin y al cabo, nos vemos forzados a perder el tiempo aquí.

Tuve que admitir que no le faltaba razón. No obstante, insistí:

– ¿Espera encontrar algo?

– Ningún material fisionable, seguro -respondió con indiferencia-. No hay ningún riesgo en apostar que todo el material radiactivo de este planeta se desintegró hace mucho tiempo. Claro que siempre existe la posibilidad de encontrar litio, ¿comprende?

– O tritio puro -afirmó con aspereza Leopold.

Mattern se rió por toda respuesta.

Media hora más tarde, nos dirigimos hacia el oeste, de nuevo al punto donde habíamos dejado a Ozymandias. Gerhardt, Webster y yo íbamos juntos en un semitractor; Leopold y Marshall ocupaban el otro. El tercero, con dos de los hombres de Mattern y el equipo de exploración geológica, se aventuró hacia el sudeste, con destino a la zona que Marshall y Webster habían escudriñado en vano el día anterior.

Ozymandias continuaba en el mismo lugar, con el sol alzándose a su espalda y arrancando fulgores de sus costados. Me pregunté cuántos amaneceres habría presenciado. Miles de millones, tal vez.

Estacionamos nuestros vehículos no muy lejos del robot y nos acercamos a él. Webster lo filmó a la brillante luz matutina. Soplaba viento del norte, que levantaba remolinos en la arena.

– Ozymandias haber quedado aquí -dijo de pronto el robot mientras nos aproximábamos.

¡En nuestra propia lengua!

Por un momento, nos quedamos estupefactos. Lo que siguió se debió a una reacción natural y simultánea. Los cinco rompimos a hablar a la vez, hasta que el robot nos interrumpió.

Ozymandias descifrar lenguaje algún medio -dijo-. Parece una especie guía.

– ¡Vaya! -exclamó Marshall-. Está repitiendo como un loro fragmentos de nuestra conversación de ayer.

– No creo que repita -objeté-. Las palabras forman conceptos coherentes. ¡Nos está hablando!

– Construido por los antiguos para facilitar información a los transeúntes -prosiguió Ozymandias.

– ¡Ozymandias! -exclamó Leopold-. ¿Hablas nuestra lengua?

La respuesta fue un chasquido. Y a continuación:

– Ozymandias comprende. No tiene suficientes palabras. Hablen más.

Los cinco nos estremecimos, llenos de excitación. Estaba claro lo sucedido, y no resultaba ni mucho menos increíble. Ozymandias había escuchado pacientemente todo lo que dijéramos la noche anterior. Luego, después de irnos, el robot había aplicado su cerebro de un millón de años al problema de organizar nuestros sonidos de forma que cobraran sentido. Y en cierto modo, lo había logrado. A partir de entonces, todo se reducía a facilitar vocabulario a la criatura y dejarle que asimilara los nuevos vocablos. ¡Disponíamos de una piedra de Rosetta capaz de hablar y de andar!

Transcurrieron dos horas, con tanta rapidez que apenas lo advertimos. Lanzábamos palabras a Ozymandias con la máxima velocidad posible, definiéndolas de manera que le ayudase a relacionarlas con las ya grabadas en su cerebro.

Al finalizar ese lapso de tiempo, el robot se hallaba en condiciones de mantener con nosotros una conversación aceptable. Extrajo sus piernas de la arena que las había envuelto durante siglos y, cumpliendo la función para la que había sido construido miles de años atrás, nos acompañó a visitar la civilización ya desaparecida que lo había fabricado.

Ozymandias constituía un fabuloso archivo de datos arqueológicos. Podría facilitarnos información durante años enteros.

Sus amos, nos explicó, habían sido los taiquenos (o así nos sonó a nosotros), que vivieron y prosperaron durante trescientos mil años. En los días decadentes de su historia, le habían creado como un guía indestructible para sus igualmente indestructibles ciudades. Pero éstas se habían desmoronado y sólo permaneció Ozymandias…, conservando en él los recuerdos del pasado.

– Esta fue la ciudad de Durab -dijo-. En tiempos, albergó ocho millones de individuos. Donde estoy ahora se erigía el templo de Decamón, con una altura equivalente a quinientos de vuestros metros. Su fachada daba a la calle de los Vientos… La decimoprimera dinastía se inició con el acceso al gobierno de Chonnigar IV, en el año dieciocho mil de la ciudad. Durante el reinado de esta dinastía, se llegó por primera vez a los planetas vecinos… La biblioteca de Durab se encontraba en este lugar. Contenía catorce millones de volúmenes. No existe ninguno en la actualidad. Mucho después de la desaparición de los constructores, pasé cierto tiempo leyendo los libros de la biblioteca y los tengo memorizados en mi interior… La Plaga acabó con la vida de nueve mil individuos diarios durante más de un año. En aquella época…

Y siguió hablando sin descanso. Un noticiario ciclópeo, que cada vez nos facilitaba más detalles conforme Ozymandias absorbía nuestros comentarios y añadía nuevas palabras a su vocabulario. Seguimos al robot mientras rodaba por el desierto, con nuestros magnetófono registrando punto por punto su discurso y nuestras mentes aturdidas y paralizadas por la magnitud del hallazgo. En este simple robot se encerraba, en espera de ser escuchada, toda la historia de una cultura que había durado trescientos mil años. Aunque extrajéramos conocimientos de Ozymandias durante el resto de nuestras vidas, no agotaríamos el cúmulo de datos implantados en su exhaustivo cerebro.