El amor y las estrellas… ¡hoy!
Kate Wilhelm
de Future SF, junio de 1959
La década de 1950 fue testigo de una creciente infiltración de las mujeres en el campo de la ciencia ficción. Coincidió con un período en que las posturas sociológicas empezaban a reemplazar a la ciencia dentro del género y cuando la caracterización y sensibilidad se volvieron tan importantes como los detalles tecnológicos. Entre la nueva brigada, sobresalía Kate Wilhelm. Aún hoy conserva su puesto en la jerarquía.
Katherine Meredith, su nombre de soltera, nació en Toledo, Ohio, el viernes 8 de junio de 1928. En mayo de 1947, contrajo matrimonio con Joseph Wilhelm, y en consecuencia se presentó con el nombre Kate Wilhelm al empezar a vender sus obras en 1956. Y siguió usando dicho nombre después de divorciarse y convertirse en la esposa de Damon Knight, en febrero de 1963.
Su primer relato importante, The Mile-Long Spaceship (La gran astronave), en torno a un hombre que establece contacto telepático con una nave invasora extraterrestre, fue publicado, cosa no tan sorprendente como parece a primera vista, por Astounding. Esta narración sirvió posteriormente de base a la primera colección de Wilhelm, del mismo título (1963), que incluyó el nuevo relato Andover and the Android (Andover y la androide), una ingeniosa historia sobre un hombre que decide casarse con una androide por razones comerciales y, en contra de sus propósitos, se enamora de ella.
Aunque sigue escribiendo relatos breves con regularidad -The Planners (Los proyectistas), publicado en Orbit 3 en 1968, recibió el premio Nebula-, concentra ahora más bien sus esfuerzos en diversas novelas, por ejemplo The Killer Thing (La cosa asesina) (1965), The Nevermore Alfair (El caso del nunca jamás) (1967) y Margaret and I (Margaret y yo) (1971). Su interés por los seres humanos o casi humanos se reveló en su anterior colaboración con Theodore L. Thomas, The Clone (El clon) (1965) y en su reciente novela Where Late the Sweet Birds Sang (Donde cantaron los dulces pájaros) (1976).
Era una fiesta completamente estúpida. Sammy nunca pudo recordar después por qué se celebraba. Quizás alguien había logrado un aumento de sueldo, o se había prometido, o había cumplido años… O había muerto. No lo sabía.
Se burló de la pareja con la que tropezó en el oscuro pasillo camino del cuarto de baño, donde pasó un mal momento. Después volvió a la sala y recuperó su vaso de manos de Miriam, que le obsequió con una tonta risita.
– ¿Qué te ocurre, Sammy? ¿Ya no aguantas la bebida? Es el mejor whisky del mercado, ¿no lo sabías?
Miriam se arrimó a él, musitando palabras absurdas. Se la quitó de encima y buscó a su esposa. -Sally no se hallaba en la sala. Encogiéndose de hombros, volvió a la mesa alargada donde las botellas de whisky se alineaban junto a los medio derretidos cubitos de hielo y las pringosas pastas, que provocaban repugnancia con sólo ver su masa verdosa y rosada. Se apresuró a apartarse de la confusión y se encontró mirando un vaso acabado de llenar que alguien movía de un lado a otro ante sus ojos. Lo aceptó y se tragó el transparente fuego líquido.
– Habrá que irse -decía alguien monótonamente, una y otra vez-. Tengo que trabajar mañana, ¿sabes?
– Yo he terminado por esta semana -respondió otra voz pastosa, que podría pertenecer a la misma persona, a juzgar por lo que se parecía a la anterior.
«Yo también -pensó Sammy-. Para siempre.» Esta noche se lo diría a los demás. Más tarde, cuando se sintiera mejor. Había esperado tres días, pero ahora lo confesaría.
Divisó en un rincón a Melvin y Freddy, sobrios en apariencia, y se abrió paso hacia ellos. El bueno de Freddy… Confiaba en que continuara sobrio cuando se acabara la bebida. Mejor dicho, se lo temía. Se lo diría primero a Freddy. Luego, buscaría a Sally y se irían un rato al Remiendo.
– Toma un trago, Fred, amigo.
Extendió su vaso y sólo entonces advirtió que estaba vacío otra vez.
– Será mejor que lo dejes, Sammy. Según parece, ya has bebido bastante.
Fred era su amigo. Tenían el mismo turno, de diez a cuatro, los miércoles, jueves y viernes. Y se divertían y bebían juntos el resto de la semana, en los mismos lugares. El bueno de Freddy… Sólo que él no se emborrachaba nunca.
Melvin declaraba con una voz demasiado aguda y hablando con excesiva rapidez:
– Sigo diciendo que prefiero trabajar cuatro días y ver lo que estoy haciendo que pasarme tres días enteros sentado y apretando botones, sin enterarme nunca del resultado.
– Bueno, en ese caso, dime algún trabajo que te permita seguirlo desde el principio hasta el fin.
– Exacto. A ver, ¿dónde está ese trabajo? -convino juiciosamente Sammy.
– El de los trabajadores de la construcción, por ejemplo. Al menos, ven terminadas las casas que construyen.
Melvin se negaba siempre a ceder en cuanto adoptaba una determinada postura. En la próxima fiesta, tal vez argumentase en contra con la misma facilidad.
– ¡Bah! ¡Carpinteros! Tienes la anticuada idea de que saben lo que hacen. Pues te diré una cosa. Un tío de mi mujer es carpintero y ni una sola vez en su vida ha sabido en qué trabajaba hasta que estaba terminado, lo entregaba y lo veía un día por casualidad. Rumores, nada más que rumores. El jefe lo sabe, pero ¿crees que se va a pasar la vida explicándoselo a los trabajadores? Estaría bueno… Todo lo que hace el tío de Ellen es ajustar el tablero posterior izquierdo al tablero lateral izquierdo. Su siguiente operación consiste en ajustar otro tablero posterior izquierdo a otro tablero lateral izquierdo. Y así sucesivamente. Y en eso trabaja cuatro días a la semana, mientras que yo me siento ante mi cuadro de mandos y manipulo los botones que montan los frenos de un triciclo. Y te pregunto, ¿acaso no sé que estoy haciendo?
– Exacto. -Sammy tomó el partido de Freddy en contra de Melvin-. Fabricamos triciclos. Todos los días vemos triciclos. Tu tienes uno, yo tengo uno, Freddy tiene uno… Todo el mundo tiene un triciclo. Fabricamos triciclos tres días a la semana, y ahora todo el mundo tiene el suyo.
Miró su vaso una vez más con severidad y, sin añadir nada, dejó a los otros dos discutiendo la verdad de si todo el mundo poseía o no un triciclo. Por el momento, había olvidado qué deseaba contarle a Freddy.
Necesitaba otro trago. Licor legal o ilegal… ¿Qué más daba? También todo el mundo tenía whisky ilegal. Miró vagamente a su alrededor en busca de Sally. Al no verla, se dirigió a la cocina. Creyó que no conseguiría acercarse a la mesa, debido a aquel tufo a queso y a sardinas.
El volumen de la música era excesivo, y por un instante se preguntó por qué nadie lo bajaba. En realidad, carecía de importancia. Con toda seguridad, nadie se acordaba de dónde estaban los mandos. Hayward dormía la mona desde hacía varias horas, y el piso le pertenecía. «La familia se ha ido de viaje -les dijo-, venid a mi casa.» Quizá por eso daba la fiesta. Sin familia durante el largo fin de semana. «Mi padre, mi madre, Carol y los niños se han ido… Venid a mi casa.» Eso les dijo. Una razón bastante buena para celebrar una fiesta, pensó Sammy, y se rió al tratar de explicárselo a quienes se prestaron a escucharle.
Tres parejas se besuqueaban en el sofá. Fijó su atención en las mujeres, pero Sally no se encontraba entre ellas. Dos de las parejas le echaron de allí. La tercera ni siquiera advirtió la inexpresiva curiosidad de sus ojos.
– ¡Dios mío, cómo me gustaría que mi familia se marchara fuera unos días! -comentó Jackson con cierta amargura-. ¡Y encima van a venir tres de mis tías! Mi madre dijo que vivirán con nosotros…, que no cuentan con otro sitio adonde ir.
– Para suerte, la de Hayward. Su mujer tiene cuatro hermanos que visitar. Todos ejecutivos, según creo. ¿Cómo se liaría esa mujer con Hayward, un simple mecánico?