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– Vuelve a casa, Sally. Yo me voy. Ya nos veremos luego -dijo débilmente.

– Sammy, en nombre del cielo, ¿qué te sucede? Durante los últimos seis meses, te has mostrado más gruñón que un oso viejo. Y en esta última semana, francamente insoportable.

– He estado pensando. Eso es todo, sólo pensando. Algo que tú nunca haces, estoy seguro.

La aversión que le había inspirado antes el exhibicionismo de Miriam se extendió hasta abarcar a su mujer. Las náuseas rebulleron en su interior. Abandonó a toda prisa el dormitorio.

Freddy le sonrió con amabilidad.

– ¿Otra vez lo mismo, amigo mío? -Soltó una risita al ver el semblante de Sammy-. Das la impresión de que alguien acaba de birlarte tus caramelos.

Hizo ademán de marcharse, pero se detuvo sorprendido ante la intensidad de la voz de Sammy.

– No sólo mis caramelos. ¡Todo!

– Oye, estás muy serio para una fiesta. ¿Qué te pasa?

– Freddy, ¿alguna vez has dejado de apretar tus botones?

El rostro de Freddy perdió su sonrisa habitual.

– ¿Cómo? -se extrañó-. Repite eso. Creo que no te he comprendido bien. ¿A qué botones te refieres?

– Escucha, Freddy, hablo en serio. Esta semana, en el trabajo, no apreté un solo botón. Ni uno. Y los frenos siguieron llegando y fueron ensamblados como siempre. ¿Quién lo hizo, si no fui yo?

Fredy recobró su cordialidad y dijo:

– Muy bien. ¿Quién fue?

– No, Freddy, no bromeo. ¿Dejaste de hacerlo alguna vez? ¿Qué sucedió?

– Sí, he cometido errores. A todo el mundo le pasa de vez en cuando. Ya sabes que el jefe permanece siempre allí, vigilando. ¿No te ha pescado nunca?

– Claro que sí. Pero en esas ocasiones yo habría jurado muy gustoso que había cumplido mi trabajo. Toda esta semana, en cambio, no hice nada. Mantuve las manos sobre el tablero, pero no apreté los botones. ¿No comprendes? No holgazaneaba, así que nadie dijo o notó nada. ¿A quién se le ocurriría que alguien no iba a apretar los botones?

Pero Freddy se alejaba ya de él con una sonrisa de condescendencia, que venía a significar algo así como «Has bebido demasiado, pero eso no excusa un mal chiste». Sammy había oído tantas veces esas mismas palabras de labios de Freddy… Nunca se las había dirigido a él. Tampoco en esta ocasión. Sin embargo, resonaban en su mente.

Irritado, arrastró los pies hacia la puerta. Muy bien, ya se lo había confesado a alguien. ¿Y ahora, qué? Nada. ¿Y si se lo dijera al mundo entero? Nada, igualmente. Se encontró caminando por la calle antes de advertir que otra persona le seguía a pocos pasos de distancia. Se volvió ceñudo, esperando ver a un pensativo Freddy a punto de pedirle más explicaciones. Era Miriam.

– ¿Puedo ir yo también? -preguntó la mujer en tono melancólico.

La capa y la capucha le daban un aspecto muy joven y su sonrisa demostraba que no se sentía segura de ser bien acogida.

– Voy al Remiendo -anunció Sammy.

– Lo sé. Te oí decírselo a Sally. Me encanta ir a ese sitio. Voy todas las semanas.

– Si quieres…

No volvió a mirarla mientras se encaminaban hacia la línea de circunvalación, es decir las arterias y venas de la ciudad, que la servían y dominaban su ritmo. Sin el cinturón, la ciudad acabaría en ruinas, al no poder sus trabajadores trasladarse de un extremo a otro, llegar a las tiendas, hospitales y fábricas. ¿Cuántos millones de personas?, se preguntó. ¿Treinta, cuarenta? Habían dejado de publicar los datos. Quizá fueran cincuenta, incluso setenta millones. Nadie lo sabía ni se preocupaba por saberlo.

Siempre había una mayoría trabajando, o durmiendo, de manera que las personas computadas en un momento dado representaban en todos los casos una minoría de la población. Trabajaban en jornada continua para elaborar los productos consumidos a diario. Resultaba indispensable; o trabajaban todos, o miles de personas morirían de hambre. Al menos, así lo había pensado siempre, como le habían enseñado desde la infancia. Todos debían prestar sus servicios con diligencia para vivir. Había creído en eso con toda su alma. Y ahora había descubierto la verdad. Todos debían creer que trabajaban, todos debían mantenerse ocupados o borrachos, de modo que unos cuantos viviesen realmente. Por lo que a él y a su clase concernía, bebían licor de contrabando y miraban con fijeza absurdos botones que daba lo mismo apretar o no.

Sammy y Miriam abordaron el cinturón, todavía en silencio, y lo abandonaron en la estación exterior para tomar el proyectil. El vehículo, propulsado por cohetes y en forma de lágrima, les llevó a una segunda estación, en la que Sammy aparcaba su triciclo. Sólo al ponerse ante los mandos habló a la muchacha sentada a su lado.

– ¿Por qué has querido venir?

Su voz sonó tan áspera como lo habría sido dirigiéndose a Sally. Y Sammy advirtió el detalle.

– No lo sé. Me gustas, por alguna razón desconocida para mí. Quizá por estar tan absorto en tus pensamientos, no hayas tenido ocasión de advertir cuán a menudo me he entregado a ti. -Miriam habló con suma sencillez, con tanta naturalidad que Sammy se quedó mirándola-. Es cierto, te estoy diciendo la verdad.

– ¿Por qué te gusto? Voy haciéndome viejo. No tengo nada que ofrecer a una chica como tú.

– ¿Hablas de dinero? Nadie tiene dinero, ya lo sabes. Antes de casarse, ningún hombre consigue ahorrar. Y después, necesita todo cuanto gana para mantener a su familia y a la familia de su familia. Lo sé muy bien… Tú eres distinto. Te gusta el Remiendo por lo que sea, igual que a mí.

Miriam bajó la cabeza y Sammy dejó de ver la cara de la muchacha, oculta por la capucha de su capa.

El número de viviendas terminó por menguar y aparecieron los extensos campos de cultivo. Todo calculado a conciencia, pensó Sammy. La ciudad, atestada al máximo, con sus casas y bloques de edificios; el terreno escrupulosamente asignado a las zonas recreativas, sin desperdiciar un solo centímetro cuadrado; y los campos, donde pastaba el ganado y crecía el trigo, el maíz y las hortalizas. De nuevo, ni un solo centímetro cuadrado desaprovechado. Y por último, el Remiendo. Más allá del Remiendo, la misma disposición, pero en orden inverso, empezando con los campos de cultivo y terminando con la siguiente ciudad. sólo el Remiendo permanecía invariable. Sammy había oído decir que en algunos lugares abarcaba ochenta kilómetros, tal vez más, aunque el de su ciudad no llegaba a los diez. Desconocía sus dimensiones exactas, puesto que cada Remiendo estaba conectado con otros, formando el trasfondo general de las ciudades. El conjunto había sido comparado con una colcha o manta de patchwork, formada por múltiples retales. De ahí había surgido la denominación «remiendo» para cada una de sus partes.

Primitivo, tosco y peligroso. La guarida de las pandillas de adolescentes que despreciaban las diversiones planeadas por el gobierno. El campo de prueba para las bandas, que se formaban y dispersaban, conforme sus miembros iban madurando, empezaban a trabajar y creaban una familia. El rincón de los enamorados, el punto de cita de los contrabandistas, el callejón de los asesinatos. Todo eso era el Remiendo…

La naturaleza lo dominaba. Enredaderas y arbustos se disputaban la posesión del terreno, y los árboles batallaban en silencio por el sol y el aire. Aquí y allá, corrientes contaminadas se deslizaban lentas o atronadoras en su desesperada carrera hacia el mar, tan exentas de vida como el resto. De vez en cuando, Sammy cerraba los ojos y trataba de imaginar cómo sería un Remiendo con animales salvajes rugiendo y peces dando vida a los arroyos, pero siempre fracasaba en su intento de evocar tal imagen. En su imaginación, se pintaban sólo las calvas cabezas de los miembros de las bandas, ocultos entre los árboles, calculando sus méritos con vistas a un atraco. Hasta la fecha, no le habían molestado.

Condujo con seguridad, confiado, a lo largo de aquella carretera oscura, descuidada y sembrada de baches que serpeaba entre la jungla de verdor. Miriam siguió sentada en silencio a su lado, inmóvil y aguardando.