– A veces voy a una colina -dijo Sammy de repente, y le gustó que el sonido de su voz quebrara el ensueño de su acompañante-. A contemplar las estrellas.
A eso se reducía todo. Algo estúpido y fútil en apariencia, ver las estrellas significaba mucho para él. Al menos, se trataba de algo que el hombre no había corrompido aún.
– Comprendo -asintió Miriam, sabiendo a qué se refería.
– Todo esto habrá desaparecido cuando mis hijos dejen de ser niños.
Todos los años, el Remiendo cedía involuntariamente terreno ante las incansables máquinas del hombre, que arrancaban los árboles, poniendo al descubierto los estratos de historia acumulados; monstruos que de un solo mordisco despejaban una zona del tamaño de un bloque de edificios. Los terrenos de cultivo avanzaban, y la ciudad se hinchaba, convirtiendo otros campos en hileras de hogares de plástico o imponentes rascacielos, con calles meticulosamente planeadas que, desde las nuevas construcciones, convergían con las de otros edificios, siguiendo el plan maestro que sólo respetaba la ciudad.
– Sí, todo habrá desaparecido -replicó Miriam, apenas sin entonación. Y un poco más animada, añadió-: Pero hay otros Remiendos, al oeste, mucho más grandes que éste. Y no desaparecerán.
– Te equivocas, todo es cuestión de tiempo. ¿Y cómo evitarlo?
Con brusquedad, abrió la portezuela y salió al exterior. No ayudó a Miriam a apearse, ni tampoco se volvió para comprobar si le seguía.
– Tengo cuatro abuelos y dos bisabuelos -prosiguió-, tres hijos, dos padres, tres hermanas y un hermano. Todos ellos tienes hijos, tres, cuatro o cinco, no sé cuántos. ¿Y qué otra cosa podemos hacer sino extendernos y ocupar la tierra para vivir?
Miriam se había reunido con él y permaneció a su espalda, a poca distancia, entre las sombras de los pinos enanos que crecían en el pedregoso terreno de la cima de la colina.
– Deberían haber comenzado a controlar la natalidad doscientos años atrás -opinó la muchacha.
– Es cierto, pero no lo hicieron. -Se volvió un poco para ver la cara de Miriam. Iba a decírselo. Esta mujer lo sabría-. Y a nadie en el mundo le importa si uno de nosotros vive o muere.
Miriam le miró, esperando pasivamente a que concluyera.
– No apreté un solo botón la semana pasada, y los bloques de los frenos siguieron ensamblándose como si nada. -Su voz reflejaba la urgencia de que alguien le comprendiera y se preocupara igual que él-. ¿Has visto alguna vez la cadena de montaje?
Miriam trató de contestar, pero Sammy, ansioso por ser escuchado, se lo impidió.
– Ya sabes que los montadores se sientan de espaldas a la cadena y frente a los cuadros de mandos. Debemos apretar los botoncitos, obedeciendo a las señales de la pantalla que hay encima del tablero. Durante toda la última semana, tres días enteros, me limité a contemplar las señales, sin tocar un solo botón. Miré una y otra vez la cadena de montaje, y los componentes seguían moviéndose a lo largo de ella. Aunque me hubiese levantado, no habría pasado absolutamente nada. Toda la cadena es automática. El gobierno nos garantiza veinticinco años de trabajo y una pensión vitalicia después, y cumple ambas promesas. Sólo que lo mismo daría que nos quedásemos en casa. De nada nos vale ir al trabajo. -Soltó una grosera risotada y apuntó al cielo estrellado, siempre invisible desde la ciudad-. ¿Has oído hablar alguna vez del viejo sueño de los hombres, el viaje a las estrellas? La humanidad debía consagrarse al principio de que las estrellas le pertenecían. Pero alcanzar Marte y Venus costó mucho tiempo, demasiado. El hombre no se acostumbró a los planetas y, antes de que aprendiéramos a llegar a las estrellas, el índice de natalidad nos abrumó. Ahora todos estamos consagrados al principio de meter suficiente comida en nuestras barrigas para engendrar hijos y contemplar botones.
Miriam quiso hablar, pero las manos de Sammy se aferraron de pronto a su cuello. ¿Por qué? Sammy no lo sabía. En cierta forma, ella era responsable de todo aquello. Ella y su raza, y la raza de Sammy, estúpidos ciegos que perdían el tiempo emborrachándose para no pensar en la futilidad de sus vidas. Miriam dejó de gritar, y las manos masculinas cayeron fláccidamente, ya liberado su furor. Se sintió tan vacío como si hubiera participado en una lucha por la supervivencia y sólo hubiera logrado emerger del agua.
Contempló el contraído cuerpo de la muchacha, que yacía inmóvil a sus pies, y se preguntó por qué estaba allí Miriam. La mujer no se movió, y Sammy, casi arrastrando los pies, se dirigió hacia el borde de la colina, donde se alzaba el peñasco.
– ¡Ojalá hubiera sido Sally! -murmuró, mientras se aferraba a la gran roca.
En cuanto hubo trepado a la parte superior de la enorme masa pétrea, alzó los ojos hacia las estrellas. Era lo último que deseaba ver antes de arrojarse por la desnuda y erosionada pared de la colina, antes de lanzarse a la hondonada. En el último instante, intuyó, más que oyó, que la muchacha se movía y gemía.
– ¡Sammy! -musitó Miriam-. ¡Espera! -Sólo era una voz. Una voz distante, ronca, que surgía de la negrura de la tierra-. Aún hay esperanzas puestas en las estrellas.
Las palabras femeninas quedaron apagadas por el sonido de unos píes arrastrándose. Sammy comprendió que Miriam trepaba también a la roca. Aguardó, perfilado contra el tenuemente iluminado cielo, hasta que la muchacha llegó jadeante a su lado.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó con voz áspera.
– Escúchame, Sammy. Los dirigentes y los científicos no han desistido. Sólo lo ha hecho el pueblo. Ellos siguen intentando encontrar la propulsión adecuada. Cada año que pasa, nos hallamos un poco más cerca de ver solucionados todos los problemas. El hermano de Carol lo sabe. Yo también. Somos muchos, aunque ellos, los de la ciudad, no se preocupan.
– ¿Por qué no se lo dicen? -Deseaba creer en lo que oía, pero el recuerdo de la fiesta estaba demasiado reciente-. Vivimos en una sucia miseria, apelotonados, llenos de odio, consumiéndonos. ¿Por qué?
– Sammy, piénsalo. ¿Cuándo empezaste a quejarte de tu vida? ¿Este año? -Miriam colmó el silencio con un torrente de palabras-. Seguridad. Eso es todo lo que cualquier persona desea. Jubilación, hospitales, empleo, casa… ¿Votaste acaso en favor de la ley de control de la población, hace siete años?
Meneó la cabeza, recordando en silencio. Aquello había ocurrido antes de que naciera su hijo. Un hombre quiere tener un hijo por algún motivo vago, para que siga sus pasos cuando él haya muerto.
– Cada diez años -prosiguió la muchacha con amargura-, desde hace más de un siglo, el mundo se ha enfrentado al problema demográfico. Y siempre vota en contra de la ley. Las naciones occidentales temen que las orientales no las sigan. Y de ese modo, la población mundial se eleva al cubo cada cien años. Sólo ahora, en estos últimos veinte años, más o menos, ha surgido el miedo al hambre. ¿Y la ciencia? Nunca hay suficiente dinero para investigar. Los científicos se ven forzados a jugar a estúpidos juegos de guerra, a enfrentarse con la insuficiencia de alimentos y tratar de encontrar medios para conseguirlos… Medios para que cincuenta millones de personas se amontonen en un espacio adecuado para cinco millones, medios que permitan crear climas soportables en planetas imposibles de habitar. Y siempre obligados a enfrentarse a quienes afirman que el hombre fue puesto en este planeta, la Tierra, y que en la Tierra debe quedarse. Quizá la gente esté en lo cierto, Sammy. Quizá los que se oponen al control demográfico en nombre de Dios tengan razón. Pero si la tienen, entonces Dios se propuso, sin duda, que nos extendiéramos fuera de este planeta.
– Él dijo: creced y multiplicaos… -murmuró Sammy.
¿Cuántos años habían transcurrido desde que escuchara por primera vez esas palabras?