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– Y siempre -prosiguió ella- chocamos con las personas que aseguran haber demostrado tajantemente que es imposible idear un sistema de propulsión capaz de aproximarse a la velocidad de la luz y, mucho menos todavía, superarla… Pero ahora se está abriendo un claro. ¿Qué crees que sucedería si los hombres lo supieran?

– Queremos el amor y las estrellas… ¡Hoy! No en un mañana impreciso -saltó Sammy.

– Sin embargo, si los hombres se enteraran de que sus hijos podrán algún día emigrar a las estrellas, jamás votarían ni pondrían en práctica una ley para controlar la población, y todos moriríamos antes de que se construyera el primer cohete estelar…

– De todos modos, no lo harán. La gente jamás votará a favor del control demográfico, no en número suficiente para que se apruebe la ley. -Sammy volvió a mirar a las estrellas y preguntó-: ¿Trabajas para ellos?

– Sí. La mayor parte del trabajo lo ejecutan las máquinas, como en tu caso, pero yo transcribo los hallazgos y, más importante aún, frecuento y trato de captar a los tipos como tú. Somos muchos y ofrecemos a la gente una razón para seguir viviendo. Cuando encontramos una persona preparada para saber la verdad, se la decimos. Tu amigo Freddy lo sabe.

¡Freddy! Pero si no se diferenciaba en nada de los demás… A no ser porque no se emborrachaba.

– ¿Por qué Freddy? -inquirió.

– Llegó a esta misma etapa. -Miriam señaló con la mano el abismo rocoso-. Fue hace varios años. Lo evitamos. A veces lo hacemos, otras no.

Miriam le asió de la mano y ambos iniciaron cuidadosamente el descenso.

Quizá no sucediera durante su vida, quizá sucediera al año siguiente. Sammy sabía que probablemente él no abandonaría nunca la Tierra. No cabía duda de que le resultaría mucho más duro vivir sabiendo la verdad y teniendo que ocultarla que cuando la ignoraba. ¿Quién más la sabría entre sus conocidos, aparte de Freddy?, se preguntó.

Los tranquilos, los pacíficos. Las personas capaces de observar un tablero de botones parpadeantes y no preocuparse por apretarlos, porque tal cosa sólo servía para mantener a los hombres bajo la ilusión de que constituían una parte indispensable de la sociedad, hasta que llegara el día en que lo fuesen de veras.

Sammy sonrió ya calmado y dedicó una última mirada a las estrellas, antes de volver a montar en su triciclo.

El loco Maro

Daniel Keyes

de The Magazine of Fantasy and Science Fiction, abril de 1960

Creo que jamás ensalzaré lo suficiente Flowers for Algernon (Flores para Algernon). Esta narración, casi perfecta, le valió merecidamente a su autor, Daniel Keyes, el Premio Hugo de 1960. Y pese a ello, los aficionados a quienes se pidió que citaran otra obra del mismo escritor arrugaron la frente, miraron al techo con los ojos en blanco o se limitaron a decir: «Ah, pero ¿es que ha escrito algo más?» Pues si, Keyes había escrito otros relatos. No muchos. En realidad, sólo hay un total de ocho contabilizados en los anales de las revistas de ciencia ficción, pero han sido injustamente olvidados.

Daniel Keyes nació en Brooklyn, el martes 9 de agosto de 1927. En primer lugar, trabajó como sobrecargo en los buques cisterna del servicio marítimo de Estados Unidos. Luego, tras reanudar sus estudios, en el verano de 1950 se aseguró un puesto de director literario adjunto en Stadium Publications. Stadium acababa de planear en aquel momento la reedición de Marvel Science Stories, bajo la guía de Robert O. Erisman, pero el peso de las obligaciones editoriales recayó sobre los hombros de Keyes. La resurrección de Marvel fue muy breve, ya que tuvo que enfrentarse al infortunio general que se abatió sobre las revistas baratas en aquella época.

El mismo Keyes explica así lo sucedido:

«El año y medio que trabajé en la revista supuso un verdadero gozo para mí. Me contrató Robert O. Erisman, un hombre al que recuerdo con gran afecto por su amabilidad e ingenio y por ser una persona con la que resultaba maravilloso trabajar. Allí aprendí el arte de escribir. Después, dejé la edición para dedicarme a la fotografía de modas, y más tarde abandoné ésta para trabajar en la enseñanza, completando el círculo al dar clases en la escuela superior en la que me había graduado diez años antes».

Keyes había vendido tres relatos a otras tantas revistas en 1951, el mejor de los cuales, Robot Unwanted (Robot indeseable) (Other Worlds, junio de 1952), presentaba las reacciones humanas ante un robot libre, exento de servilismo. Nada volvió a saberse del autor hasta 1958. En 1959, explotó su «bomba», Flowers for Algernon.

Aunque posteriormente reelaboró dicho relato para convertirlo en novela -y pese a que en 1968 se realizó una versión cinematográfica de ésta con el título de Charly-, Keyes jamás obtuvo de nuevo el éxito alcanzado con dicha narración. Después de A Jury of Its Peers (Juzgado por sus pares) (Worlds of Tomorrow, agosto de 1963), desapareció del mundo de la revista. En 1968, se publicó una nueva novela suya, The Touch (El contacto), y a continuación, nada. Pero sería equivocado creer que Keyes había desertado del campo. Su silencio se debía a su total entrega a la enseñanza. Keyes prosigue:

«En la actualidad, soy profesor de inglés y director de la sección de literatura creativa en la Universidad de Ohio. Mi tiempo se divide entre la enseñanza y la escritura. Aunque vendí un cuento a Harlan Ellison para The Last Dangerous Visions (el único que he escrito en muchos años), me considero más bien novelista. Mis ideas parecen desarrollarse mejor en un libro…, al menos por el momento».

Keyes termina en la actualidad su tercera novela. Entretanto, les brindo la oportunidad de saborear una muestra de su obra. En Crazy Maro, el relato que debía seguir a Flowers for Algernon, el autor se enfrentaba a la tremenda tarea de mantenerse en su nivel anterior. En mi opinión, el cuento triunfó porque eligió un tema muy original, el de la percepción multisensorial. Pero dejemos a Keyes decir la última palabra:

«El relato nació del recuerdo de un personaje, un joven negro que vivía cerca de Brooklyn y que se parecía mucho al Maro de mi obra. La impresión de la paliza que recibe Denis procede de una época muy anterior, del recuerdo de haber sido golpeado por una banda juvenil. El resto es invención».

Del mismo modo que ciertas personas van a la caza de antigüedades o viejos libros, rebuscando en tiendas de ocasión, establecimientos de artículos donados con fines caritativos o húmedas salas de subasta los productos invalorables que gente desconocida ha desechado, así sigo yo la pista de los niños fuera de lo corriente. Siendo abogado, tengo acceso a buenos cotos de caza: el Asilo infantil, Warwick, la Escuela Paige para adolescentes con trastornos emocionales y, por descontado, el Tribunal de Menores.

He logrado ciertos descubrimientos, recibiendo una excelente retribución por algunos casos raros. Por ejemplo, cincuenta mil dólares por una rubia delincuente de trece años que había pasado seis meses en un reformatorio de Georgia. Y pude duplicar mis honorarios de haber querido regatear con mis clientes. Aquella chica era la primera telépata auténtica que habían encontrado.

Hubo también el caso del mongólico de cuatro meses, con la nariz y la mandíbula aplastadas. Localicé a la madre soltera a tiempo de evitar que lo asfixiara. Los reconocimientos efectuados por mis clientes demostraron sin lugar a duda que la criatura era realmente un paragenio por el que se sentían muy interesados. Me quedaron veinte mil dólares después de pagar a la madre cinco mil por firmar los documentos de adopción.

Pero el individuo más extraño que descubrí, un muchacho negro de dieciocho años, alto y con una mirada salvaje en sus inquietos ojos, cambió mi vida. Le llamaban el loco Maro, y me habían ofrecido medio millón neto si lograba que firmara la renuncia y se mostrara de acuerdo en ser transportado al futuro.