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La primera vez que vi a Maro le seguían tres chiquillos. Demasiado rápido para ellos, cuando uno de sus perseguidores le acorraló, se volvió y salió disparado con la gracia de un antílope.

– ¡El loco Maro! -se mofó uno de ellos.

– ¡El loco Maro! ¡El loco Maro! -le imitaron los otros dos.

Se paró en una esquina, apenas a cincuenta metros de ellos, Con las manos en las caderas, sudando y jadeando. Les retó a que le alcanzaran, pero los otros habían renunciado ya a la caza.

Me vio observándole o, tal como me habían informado, quizá me olió, oyó o sintió, o todas las cosas a la vez. Percibió con todos sus sentidos mi presencia. Me habían dicho que podía oler los colores situados más allá del espectro visible con tanta facilidad como olfateaba los tonos del vestido veraniego rosa y azul de una chica. Podía ver el sonido de ondas radiofónicas de alta frecuencia con la misma precisión con que veía el ladrido de un perro. Podía oír el olor del carbono radiactivo con la misma claridad con que escuchaba el whisky en el aliento de un borrachín.

Aunque los archivos del Tribunal de Menores revelaban que Maro había pasado ante los jueces tres veces desde los nueve años, por pequeños hurtos y conducta violenta, en el año 2752 se le necesitaba para efectuar un trabajo que ningún ser humano nacido antes o después se hallaba en condiciones de hacer. Por eso me encargaron que fuera a buscarle. Con pocos datos para empezar mis pesquisas, anduve errando durante más de un mes por el barrio comprendido entre la avenida St Nicholas y la Octava Avenida, al que sus habitantes suelen referirse como «el foso». Ahora, me sentía ya seguro de que se trataba del chico que me habían solicitado.

Una vez libre de sus atormentadores, cruzó la calle hacia donde yo me encontraba, con las manos hundidas en los bolsillos de sus raídos pantalones. Me miró de arriba abajo y ladeó la cabeza como un pájaro o un perro que ha oído agudas vibraciones.

– ¿Tiene frío, hombre?

– No -contesté-. Estoy muy bien.

– Oiga, no me fastidie. -Hizo chasquear los dedos-. Me está mintiendo. Me ha comprendido perfectamente. Tiene frío. Está pensativo, intranquilo. Suave y polvoriento como un papel de lija gastado. -Guiñó un ojo y me miró con el otro, como si me examinara a través de la lupa de un joyero- Déme un dólar.

– ¿Por qué he de dártelo?

– Porque soy muy malo. Sólo saldrá de aquí enterito si me paga. De lo contrario…

Se encogió de hombros para indicar lo desesperado de mi caso de no entregarle el dinero.

– ¿Por qué te llaman el loco Maro?

– Porque lo soy. -Miró la acera. Sus párpados aletearon-. ¿Por qué si no? Chico, huele usted a verde y a papel…, como el dinero. Le costará dos dólares.

– ¿Por qué esperas que te dé un dinero que no has ganado?

Cuando alzó la cabeza, sólo vi el blanco de sus ojos en contraste con los oscuros párpados. Empezó a balancearse de un lado a otro, con un ritmo silencioso, chasqueando los dedos y dando palmadas, que parecía escuchar en su interior. Después, cambió de actitud, al tiempo que arrugaba la frente.

– ¿Es usted poli?

– No -contesté-. Soy abogado. -Saqué una tarjeta del bolsillo de mi chaleco y se la tendí-. Como puedes ver, me llamo Eugene…

– Sé leer -me interrumpió con brusquedad. Examinó la tarjeta y leyó con gran lentitud las palabras-. Eugene H. Denis…, abogado… -Me miró y se metió la tarjeta en el bolsillo-. ¿Así que es usted abogado? ¿Qué quiere de mí?

– Pues… Si vinieras a mi despacho, hablaríamos en privado.

– Podemos charlar aquí mismo.

– Bien, si lo prefieres… -Maro se mostraba muy susceptible y yo debía actuar con mucho tacto-. Mis clientes han oído hablar de ti. Conocen tu…, tus talentos especiales. Y me han autorizado a ponerme en contacto contigo y hacerte una interesante proposición. La única pega es que no estoy autorizado a divulgar… Bueno, no puedo explicarte los detalles a menos que aceptes. Abandonarías este barrio para siempre y…

Maro, que me observaba lleno de curiosidad, me asió de repente por el brazo, antes de que me diera cuenta de lo que ocurría. Traté de soltarme.

– ¿Qué haces? ¿Qué te sucede?

– Me teme más que a la muerte. -Se echó a reír, dándose una palmada en el muslo con su enorme mano-. Tiene miedo de que le haga daño. -De repente, sus ojos brillaron de malignidad-. Bueno, pues pienso hacérselo. Le daré tal puñetazo que se tragará los dientes.

– ¿Por qué? -pregunté, pugnando todavía por liberarme de él. Sabía que en efecto iba a pegarme-. No pretendo engañarte. Se trata de una gran oportunidad. Confía en mi…

Su vigorosa mano izquierda salió despedida antes de que me diera tiempo a eludirla y me alcanzó en plena boca. A continuación, levantó una rodilla y me golpeó en la ingle. Me doblé y caí sobre la acera.

– ¿Qué…, qué te pasa? -logré decir, mientras me esforzaba recobrar el aliento-. ¿Estás loco? He venido para ayudarte. Se quedó de pie, contemplándome. Adoptó una expresión de asco, un gesto de irritación, como si saboreara y sintiera la sangre que se escurría por la comisura de mis labios.

– ¡Qué sabor tan salado! -farfulló-. Deje de hacerme rechinar los dientes.

– No me pegues -supliqué-. Soy tu amigo.

Me aterraba la furia que asomaba a sus inquietos ojos y, pese a ello, temía perderle.

– ¿Amigo? ¡Narices! -Me dio una patada en el costado-. Tiene miedo de mí, lo huelo. No confía en mí, no le caigo simpático. Olfateo todo eso como si una lima me rozase los dientes.

– No te tengo miedo, Maro. -Me esforcé por controlar mi agonía-. Me agradas. Vine aquí para buscarte. Te necesitan y tú les necesitas.

Otra patada.

– No mienta. Sí que me tiene miedo. Se merece otro…

Por el rabillo del ojo, debió vislumbrar el uniforme azul, o tal vez lo olió, o lo oyó, o lo sintió en las puntas de sus largos dedos.

– ¡Mierda! -murmuró-. Otra vez la poli.

Se quedó paralizado, tenso como un ciervo sorprendido por el brillante resplandor de los faros de un automóvil.

– ¡Espera, Maro! -le grité-. No te vayas. No voy a denunciarte.

Salió corriendo.

– ¡La dirección de la tarjeta! -chillé a sus espaldas-. ¡Ven a verme! ¡Es muy importante para ti!

Volvió la cabeza un instante, mientras corría por la calle a toda velocidad. Vi la amplia sonrisa de burla que trazaban sus blancos dientes, destacando sobre la piel negra. Mi único miedo en aquel momento se centraba en que no viniera a verme. Tal vez pensase que le había tendido una trampa. Casi había necesitado dos meses para localizarle y, en menos de media hora, le había perdido lastimosamente. Había cometido el error de temerle.

Pasé los tres días siguientes sin moverme de mi piso, en Park Avenue. No alcanzaba a pensar en otra cosa que no fuera aquel rostro negro y reluciente y la blancura de su burlona sonrisa. ¿Vendría al fin? Y si lo hacía, ¿se mostraría de acuerdo en ser transportado al futuro?

Los demás individuos a los que había enviado previamente me resultaron fáciles de tratar. No formularon preguntas embarazosas y no me fue preciso explicarles por qué no podía darles detalle alguno acerca de la época, el lugar o el trabajo que les correspondería. Pero Maro, pese a su carácter indómito, era un adolescente dotado de gran inteligencia. ¿Aceptaría el hecho de que vivía en una era y una sociedad en las que él constituía un error? ¿Y que su personalidad estaba en cambio acorde con otro modelo distinto, que le necesitaba de manera desesperada? ¿Cómo demonios iba a lograr que pusiera su vida en mis manos?

La tercera noche, me despertó un golpe en la ventana. El radio-reloj marcaba las 3.45. Me dispuse a buscar mi pistola automática calibre treinta y dos en el cajón de la mesita de noche, pero rechacé la idea. Maro olfatearía el peligro, del mismo modo que había olido el miedo. Eso le violentaría. No cabían fingimientos. Debía demostrarle que confiaba en él o, de lo contrario, el muchacho se ofendería. Salté de la cama y abrí la ventana antes de encender la luz.