Maro se echó hacia atrás, perdiéndose en las sombras por un instante. Oí cómo husmeaba.
– Entra, Maro. No hay nadie más aquí. Te esperaba.
Se acercó a la ventana, alerta a todo cuanto sucediera detrás de mi, en la habitación. Me aparté. El muchacho saltó el alféizar y cayó en el suelo, sin producir sonido alguno.
Por primera vez, le veía de cerca y sin prisas. Era alto y vigoroso, con el pelo cortado casi al rape. Llevaba las uñas mordidas, casi en carne viva, y sus brazos mostraban una serie de cicatrices alargadas y lustrosas. Se estremeció en un gesto de expectación, aguardando mis palabras. Inicié mi trabajo.
– Ahora te comprendo, Maro. Al menos, te conozco algo y te acepto como eres. Hay muchas personas que no aprecian tus dones especiales. Les aterras. La gente odia todo lo que no comprende. Por eso debes ocultarte y…
Se echó a reír, dejándose caer en la poltrona.
– ¿Estoy en un error? -pregunté.
– Tan equivocado que apesta. Claro que usted se ocultaría, si estuviera en mi lugar. Lo huelo en usted. Tiene miedo hasta de su maldita sombra. Ahora mismo, busca las palabras adecuadas como un hombre que intenta salir de un foso resbaladizo. Escuche, hombre, ¿no se ha enterado todavía de que yo puedo sentirlo? Usted me mira, señor Denis, pero no me ve. Está en plena representación. Y si hay algo que me ponga lo bastante enfermo y loco como para matar, es que la gente no confíe en mi.
Su voz, profunda y colérica, me había absorbido tanto que, cuando calló para lanzarme una mirada furiosa, me sorprendí al advertir que su voz y sus modales habían cambiado por completo. No había vestigio alguno de aquel modo de hablar arrastrando las palabras, de aquel acento vulgar que utilizó cuando nos conocimos. Sus ojos volvieron a girar de un lado a otro y vi que apretaba los puños. Me acordé de la pistola del cajón. Maro se estremeció e inclinó el cuerpo hacia delante, tenso ante el peligro. En aquel instante, comprendí que estaba conduciendo la entrevista de un modo totalmente erróneo. Me decidí por el último recurso: contarle la verdad.
– ¡Espera! -me apresuré a decir-. De acuerdo, tienes razón. Me inspiras miedo, y tú lo sabes. Es absurdo que trate de engañarte. Tengo una pistola en ese cajón y, por un momento, pensé que la necesitaría para protegerme.
En cuanto dije esto, Maro se tranquilizó. Apoyó la cabeza en el respaldo del sillón y la movió para relajar los músculos de su cuello.
– Gracias -murmuró-. No sabía de qué se trataba, pero estaba seguro de que pasaba algo. Cuando alguien me miente o finge delante de mi, siento que mis entrañas estallan de dolor. Esa es una de las cosas que el doctor Landmeer cree que puede curarme. Dice que debo aceptar a la gente que miente por costumbre. Cuando aprenda a convivir con ella, me volveré normal.
Los archivos del Tribunal mencionaban que Maro iba a ser sometido a examen psiquiátrico, pero yo desconocía que estuviera ya bajo tratamiento.
– Ese doctor Landmeer… ¿Llevas mucho tiempo visitándole?
– Ocho meses. El juez me mandó a la clínica psiquiátrica y, de allí, me enviaron al doctor Landmeer. Un fraude, como todos ellos. Sé que cree estar ayudándome, pero hay veces en que me entran ganas de echarle las manos al cuello y obligarle a que se calle. Miente y simula que confía en mí, pensando que no veo bien claro a través de él. Me cuesta medio dólar la visita. ¿Qué le parece? ¿Sabe que algunos tipos le pagan quince y hasta veinte dólares la hora?
– Algunos médicos cobran más -musité-. Cincuenta o sesenta dólares.
Maro me miró de soslayo.
– ¿Se ha sometido alguna vez a un psicoanálisis?
– No. De niño, mi padre me llevó a cinco psicoanalistas diferentes. Al final, desistió.
Soltó una carcajada y me dio un manotazo en la espalda, como si disfrutara con sólo pensarlo.
– A mi viejo le pasa todo lo contrario -dijo-. Es pastor y sólo le interesa salvar mi alma. Bueno, si quiere que le diga la verdad, ya no aguanto más. Ese sofá de Landmeer apesta de tanta gente que se echa en él para hablar. Hay una sensación verde que no desaparece nunca, así que apenas consigo oírme mientras pienso. El no oye nada, en absoluto, y si no oye, ¿cómo va a conseguir volverme normal? ¿Piensa que estoy loco, señor Denis?
– No, no lo creo.
– Sí que lo cree. -Se rió entre dientes-. Me está tomando el pelo.
– Escucha -repliqué, sin hacer ningún esfuerzo para ocultar mi fastidio-. Te necesitan en el futuro, tal como eres. Si ese doctor te cambia, ya no les servirás.
Sus ojos se abrieron al máximo.
– ¿El futuro?
– De eso se trata. No hay mucho que pueda explicarte, excepto que existe una entidad que opera en el futuro y selecciona chicos fuera de lo corriente y que hayan nacido en una época en que sus talentos no sean comprendidos. Los muchachos como tú viven aislados en su tiempo. O se burlan de ellos. Incluso a veces los destruyen. En cambio, esto les permite llevar vidas útiles y felices en una época que les necesita.
Profirió un largo silbido y se recostó en la poltrona.
– ¡Vaya! -exclamó-. El doctor Landmeer quiere volverme normal. Mi viejo desea salvar mi alma. Delia pretende que me convierta en un hombre hecho y derecho. Y ahora se presenta usted y me dice que soy perfecto tal como soy, sólo que vivo en la época inadecuada.
– Exacto.
Maro se levantó y anduvo lentamente de un lado a otro, husmeando el ambiente y frotándolo entre sus dedos.
– ¿Y respecto a usted? -preguntó-. No imagino su interés.
Vacilé por un momento y luego decidí seguir diciendo la verdad.
– Si logro que accedas a irte y firmes una renuncia a tu derecho a volver, conseguiré medio millón de dólares.
Olfateó una vez más y meneó la cabeza.
– No, busca usted algo más. No sólo el dinero. Quiere sacar algo más de esto, aparte del dinero.
– No hay nada más -insistí. Las aletas de su nariz temblaron de cólera y todo su cuerpo se puso en tensión-. Nada más que yo sepa, Maro. Te lo juro. Si hay algo más, lo ignoro.
Volvió a tranquilizarse, sonrió y me estudió, parpadeando.
– ¿Cómo se metió en esto, señor Denis? Creía que era abogado.
Forzado por la necesidad de que se tranquilizara y confiara en mí, hablé sin traba alguna respecto a cómo decidí ser abogado criminalista al salir de la Facultad de Derecho de Harvard, en lugar de unirme a mi padre y a mi hermano mayor en la firma Denis y Denis, abogados en ejercicio. Expliqué que esto, a los ojos de la capa superior de la abogacía, me convirtió en un paria e hizo que mi padre me desheredara, pero que así, por primera vez en mi vida, me había sentido libre, no teniendo que depender de él para nada.
– Cuando actúas en los tribunales de lo criminal, conoces a todo tipo de gente -le dije-. Tal vez seas muy joven para recordar un caso que apareció en primera página hace seis años… Un tipo que iba en una silla de ruedas, paralítico del cuello para abajo. Le acusaron de una docena de robos en diversas joyerías.
– ¿Cómo? -Maro se inclinó hacia delante-. ¡Qué locura!
– Bien, nunca descubrieron su método. Sin embargo, el individuo había estado presente en todos los robos, y la policía encontró en su habitación los artículos robados. Me encargué del caso y logré su absolución. En aquel tiempo, no sabia que era realmente culpable.
– Pero ¿cómo…?
– Nadie llegó siquiera a imaginarlo. La cuestión es que el caso se mantuvo en la primera página de los periódicos durante toda una semana. Pocos meses después, se pusieron en contacto conmigo desde el futuro. Creían saber cómo lo había hecho y estaban ansiosos por disponer del fulano. Cuando hablé con el paralítico, éste lo admitió todo. Había nacido paralizado del cuello para abajo, cierto; y sus músculos estaban inutilizados. Pero gozaba de una compensación. Era telequinésico. Resultaba sorprendente ver a aquel individuo mover y manipular objetos a su alrededor, recurriendo tan sólo a su mente.