Mientras su esposa parloteaba, Faulkner se hundió entre las orejas del sillón. Y en cuanto Julia volvió a sentarse, se llevó las manos detrás del cuello, emitió unos cuantos monosílabos discretos, deslizó los dedos en sus oídos y aniquiló así la voz femenina. Después, miró tranquilamente hacia la silenciosa pantalla.
A las diez en punto de la mañana siguiente, volvió a situarse en la veranda, con el despertador atado a su muñeca, para disfrutar durante una hora de las formas incorpóreas suspendidas a su alrededor y liberar su mente de ansiedades. Al avisarle la alarma, a las once en punto, se sintió fresco y sosegado, capaz por unos instantes de examinar las casas cercanas con la curiosidad visual que los arquitectos habían pretendido. Gradualmente, sin embargo, todo volvió a secretar su veneno, su capa de irritantes asociaciones. Al cabo de diez minutos, consultó malhumorado su reloj de pulsera.
El coche de Louise Penzil frenó. Faulkner desconectó la alarma del despertador y se adentró en el jardín, con la cabeza baja para esconderse de las viviendas cercanas en la medida de lo posible. Apostado junto a la glorieta, fingió reparar las tablillas aflojadas por las rosas. Harvey McPherson asomó de repente la cabeza por encima de la valla.
– Harvey, ¿continúas en casa? ¿No piensas ir a la escuela?
– Bueno, sigo el curso de relajación de mamá -explicó Harvey-. Creo que el contexto competitivo del aula es…
– También yo trato de relajarme -le interrumpió Faulkner-. Dejémoslo así. ¿Por qué no te largas?
– Señor Faulkner -prosiguió Harvey, sin alterarse-, hay un problema metafísico que me preocupa. Quizás usted pueda ayudarme. Se supone que la velocidad de la luz es la única magnitud absoluta en el espacio-tiempo. Pero se acepta que toda estimación de la velocidad de la luz implica el componente tiempo, subjetivamente variable… Entonces, ¿qué nos queda?
– Mujeres -contestó Faulkner.
Miró por encima de su hombro hacia la casa de los Penzil y luego, malhumorado, volvió la espalda a Harvey. El muchacho arrugó la frente y trató de arreglarse el pelo.
– ¿Cómo ha dicho?
– Mujeres -repitió Faulkner-. Ya sabes, el sexo débil, las féminas.
– ¡Oh, no!
Harvey se alejó hacia su casa, meneando la cabeza y murmurando.
«Eso te mantendrá callado», pensó Faulkner. Escudriñó la casa de los Penzil a través de las tablillas de la glorieta, hasta que distinguió a Harry Penzil, de pie en el centro de su veranda, mirándole ceñudo.
Faulkner se volvió con rapidez, simulando arreglar un rosal. Cuando regresó a la veranda, descubrió que estaba sudando. Harry Penzil era el tipo de hombre capaz de saltar por encima de la valla y asestarle un puñetazo.
Se preparó un combinado en la cocina, lo llevó a la veranda y se sentó, esperando a que se calmara su desasosiego antes de disponer el despertador.
Se hallaba atento a cualquier sonido que llegara de la casa de los Penzil cuando oyó un familiar y tenue ruidito metálico, procedente de la vivienda de la derecha.
Faulkner se inclinó hacia delante, para examinar la pared de la veranda. Estaba formada por una gruesa lámina de vidrio muy deslustrado, absolutamente opaco, que sostenía algunas de las vigas del techo y las planchas de polietileno acanalado. Justo detrás de la veranda, ocultando las porciones más próximas de los jardines adyacentes, había una celosía de tres metros, que se extendía otros seis a lo largo de la valla del jardín y aparecía repleta de camelias japonesas.
Faulkner inspeccionó con todo cuidado la celosía. De pronto, descubrió el contorno de un objeto negro y cuadrado, montado sobre un pequeño trípode que se apoyaba detrás del primer soporte vertical, a tres metros de la abierta ventana de la veranda. El disco de un pequeño ojo de vidrio observaba imperturbable a Faulkner a través de una de las ranuras horizontales.
¡Una cámara! Faulkner saltó de su silla, mirando incrédulo el instrumento. Llevaba varios días en funcionamiento. Sólo Dios sabía cuántas escenas de su vida privada habría filmado Harvey para su propia diversión.
Colérico, avanzó hacia la celosía, arrancó una de las partes metálicas del soporte y agarró la cámara. Al tirar del aparato a través del hueco, cayó el trípode con gran estrépito. Faulkner oyó que alguien, en la veranda de los McPherson, saltaba con precipitación de su silla.
Forcejeó hasta arrancar el cable del control remoto unido a la palanca del obturador. Abrió la cámara, extrajo la película, la tiró al suelo y la aplastó con el tacón de su zapato. Luego recogió los fragmentos, dio unos pasos y arrojó lo que quedaba de ella por encima de la valla, al extremo opuesto del jardín de los McPherson.
El teléfono sonaba en el vestíbulo cuando volvió a la casa para acabar su bebida.
– ¿Sí, qué hay? -gritó en el receptor.
– ¿Harry? Soy Julia.
– ¿Quién? -contestó Faulkner, sin pensar-. ¡Ah, sí! Bueno, ¿cómo va todo?
– No muy bien, al parecer. -La voz de Julia se había endurecido-. Acabo de sostener una larga conversación con el profesor Harman. Me ha dicho que renunciaste a tu trabajo en la escuela hace dos meses. Harry, ¿a qué estás jugando? Apenas me atrevo a creerlo.
– Apenas me atrevo a creerlo yo mismo -replicó Faulkner, burlón-. Es la mejor noticia que me han dado desde hace varios años. Gracias por confirmármela.
– ¡Harry! -vociferó su esposa-. ¡Contrólate! Si piensas que voy a soportarte, estás muy equivocado. El profesor Harman me dijo que…
– Ese idiota de Harman… -la interrumpió Faulkner-. ¿No te das cuenta de que pretendía volverme loco?
La voz de Julia ascendió hasta un chillido de histeria. Faulkner se apartó del receptor y lo colgó en silencio. Después de unos momentos, volvió a levantarlo y lo dejó sobre el listín.
La mañana primaveral se cernía sobre Menninger Village como un telón de silencio. Aquí y allá, un árbol se agitaba en el cálido ambiente, o se abría una ventana, reflejando los rayos del sol. Por lo demás, el silencio y la tranquilidad eran totales. Faulkner, sentado en la veranda, tiró el despertador bajo la silla y se sumergió más y más en su sueño privado, en el demolido mundo de forma y color que, inmóvil, permanecía suspendido a su alrededor. Las casas de enfrente se habían esfumado, sustituidas por grandes bandas rectangulares de color blanco. El jardín se reducía a una rampa verde, en cuyo extremo se mantenía en equilibrio la elipse plateada del estanque. La galería era un cubo transparente. Y en su centro, se hallaba Faulkner, flotando como una imagen en un océano fantástico. No sólo había suprimido el mundo que le circundaba, sino también su propio cuerpo. Sus extremidades y su tronco le parecían una extensión de su mente, formas incorpóreas impresas en su cerebro, como una conciencia onírica de su propia identidad.
Varias horas más tarde, mientras gozaba plácidamente de su fantasía, advirtió una repentina intrusión en su campo visual. Forzó la vista y vio con sorpresa frente a él la figura vestida de negro de su mujer, gritando furiosa y gesticulando con su bolso.
Faulkner examinó durante varios minutos la discreta y familiar entidad de Julia, las proporciones de sus piernas y brazos, los planos de su cara… Después, sin moverse, empezó a desmantelarla en su cabeza, a borrarla literalmente miembro a miembro. Primero, olvidó aquellas manos que no cesaban de agitarse y retorcerse como pájaros locos; a continuación, los brazos y los hombros, suprimiendo todos los recuerdos de su energía y movimientos. Por fin, olvidó la cara, mientras ésta se aproximaba a él, mostrándole la frenética actividad de los labios. Hasta que el rostro sólo le ofreció una difusa masa pastosa, grisácea y rosada, deformada por diversos salientes y surcos, dividida por orificios que se abrían y se cerraban como extraños fuelles.
Regresó al silencioso panorama de su sueño, consciente de los insistentes empujones de la mujer que le acompañaba. Aquella presencia le pareció horrenda, deforme, una confusión de molestos ángulos.