Después de casi un año estándar en el Mundo de Wesker, tendría que haber superado la añoranza de compañía humana de cualquier tipo. En tanto que esa partícula enterrada de espíritu asociativo clamaba por el resto de la tribu de monos, la mente de traficante de Gath trazaba una línea bajo una columna de números y sumaba el total. La nave podía pertenecer muy bien a uno de sus colegas. En ese caso, su monopolio sobre el comercio weskeriano habría concluido. Pero quizá no se tratara de otro comerciante, pensamiento que le llevó a permanecer al abrigo del helecho gigante y mantener a punto el arma en su pistolera.
La nave secó y coció cien metros cuadrados de barro. Por fin, la rugiente llamarada cesó y los soportes de aterrizaje se hundieron en la crujiente corteza. El metal chirrió hasta estabilizar su posición, mientras la nube de humo y vapor descendía cada vez más en la húmeda atmósfera.
– ¡Gath! -bramó el altavoz de la nave-. ¡Opresor y embaucador de nativos! ¿Dónde estás?
Las líneas del vehículo espacial le habían parecido vagamente conocidas, pero no había error posible en cuanto al áspero tono de aquella voz familiar. Gath exhibió una forzada sonrisa y salió de su escondrijo. Silbó agudamente entre dos dedos. Un micrófono direccional abandonó su emplazamiento en una aleta de la nave y giró hasta enfocarle.
– ¿Qué haces aquí, Singh? -gritó hacia el micrófono-. ¿Has envejecido tanto que ya no sabes encontrar un planeta y has de venir aquí a robar los beneficios de un honrado comerciante?
– ¿Honrado? -rugió la voz amplificada-. ¿Honrado un hombre que conoce más cárceles que burdeles…? Y eso que ha visitado infinidad de burdeles, lo juro. Lo siento, amigo de mi juventud. No voy a unirme a ti en la explotación de este foco de epidemia aborigen. Naturalmente, tengo a mi disposición un planeta con una atmósfera mucho mejor y una fortuna aguardando a que la recojan. Sólo me detuve aquí porque se presentó la oportunidad de obtener una ganancia honrada a cambio de un servicio de taxi. Te traigo amistad, la compañía perfecta, un hombre de ocupaciones diferentes que tal vez te ayude en las tuyas. Saldría y te saludaría, si no fuera porque luego me vería forzado a someterme a la descontaminación biológica. Voy a sacar al pasajero por la compuerta. Espero que no te importe ayudarle a trasladar su equipaje.
Al menos no iba a presentarse otro comerciante en el planeta. Esa preocupación había desaparecido. Pero Gath se preguntó a qué tipo de pasajero se le ocurriría hacer un viaje sólo de ida a un mundo deshabitado. ¿Y qué se ocultaba detrás de aquel disimulado tono de guasa en la voz de Singh? Dio la vuelta a la nave hasta llegar al otro lado, donde había descendido la rampa, y miró al hombre que apareció en la compuerta de carga. El individuo forcejeaba inútilmente con una gran caja hecha de tablas. El recién llegado se volvió hacia Gath y éste divisó el clerical alzacuello. Al instante, comprendió el motivo de la diversión de Singh.
– ¿Qué hace usted aquí? -preguntó.
Su voz sonó brusca, a pesar de su esfuerzo por controlarse. El otro hombre no advirtió, o no quiso advertir, el detalle, puesto que siguió sonriendo y le ofreció la mano al descender por la rampa.
– Padre Mark -se presentó-, de la Asociación de Hermanos Misioneros. Encantado de saludarle…
– Le he preguntado qué hace usted aquí.
La voz de Gath estaba ya bajo control, tranquila y fría. Sabía lo que tenía que hacer. Y debía hacerlo rápidamente o sería demasiado tarde.
– La respuesta me parece obvia -respondió el padre Mark, conservando su buen talante-. Por primera vez en la historia, nuestra asociación ha recogido fondos para enviar misioneros a mundos extraños. Fui lo bastante afortunado para…
– Recoja su equipaje y regrese a la nave. Aquí no le necesitamos, y carece de permiso para aterrizar. Constituirá una fuente de problemas, y en Wesker no hay nadie para ocuparse de usted. Regrese a la nave.
– No sé quién es usted, señor, ni por qué me miente. -El sacerdote seguía tranquilo, aunque su sonrisa se había esfumado-. He estudiado muy bien las leyes galácticas y la historia de este planeta. Aquí no existen enfermedades ni bestias de las que preocuparse en particular. Además, es un planeta abierto, y hasta que la Inspección Espacial varíe dicha calificación, tengo tanto derecho como usted a quedarme aquí.
El cura tenía razón, claro está, pero Gath no podía reconocerlo ante él. Había fingido, confiando en que el sacerdote desconociera sus derechos. Craso error. Sólo le quedaba una desagradable alternativa. Más valía recurrir a ella antes de que la cosa no tuviera remedio.
– ¡Vuelva a esa nave! -estalló, sin preocuparse de ocultar su irritación.
Con un rápido movimiento, sacó la pistola de la funda y colocó el negro orificio del arma a sólo unos centímetros del estómago del cura. El padre Mark palideció. Sin embargo, no retrocedió.
– ¿Qué diablos estás haciendo, Gath? -sonó la chirriante y asombrada voz de Singh-. El tipo pagó su pasaje y no tienes ningún derecho a echarle del planeta.
– Tengo ese derecho -replicó Gath, alzando su arma y apuntándola hacia el espacio situado entre los ojos del sacerdote-. Le doy treinta segundos para volver a bordo. De lo contrario, apretaré el gatillo.
– Bueno, creo que estás chiflado o que intentas gastarnos una broma -le llegó la exasperada voz de Singh-. Pero si se trata de una broma, te diré que lo encuentro de muy mal gusto. De todas maneras, no te saldrá bien. A este jueguecito pueden jugar dos. Sólo que yo soy mejor jugador.
Se produjo un retumbar de pesados soportes. La torreta de la nave, gobernada por control remoto, giró y apuntó a Gath con sus cuatro bocas de fuego.
– Y ahora -ordenó el altavoz, con una voz que había recuperado parte de su humor-, tira la pistola y échale una mano al padre Mark con el equipaje. Me gustaría ayudar, viejo amigo, pero no puedo. Creo que ya va siendo hora de que sostengas una charla con el padre. Yo me he dedicado a hablar con él desde que salimos de la Tierra.
Gath volvió a meter la pistola en la funda con una aguda sensación de derrota. El padre Mark dio unos pasos hacia delante, exhibiendo en su rostro una sonrisa de triunfo. De un bolsillo de su indumentaria sacó una Biblia, que alzó en su mano.
– Hijo mío… -empezó.
– No soy hijo suyo -fue todo lo que alcanzó a contestar Gath, mientras la amargura y la derrota se apoderaban de él.
Echó el puño hacia atrás conforme crecía su ira. Sin embargo, consiguió abrirlo a tiempo, de tal modo que sólo pegó con la palma de la mano. Con todo, el golpe hizo caer al sacerdote.
Las blancas páginas del libro se agitaron en el aire, antes de mancharse con el espeso barro.
Itin y los demás weskerianos contemplaban la escena con un interés en apariencia desprovisto de emoción. Gath no se preocupó por responder a sus mudas preguntas. Inició la marcha hacia su casa, pero retrocedió al ver que los anfibios seguían inmóviles.
– Ha llegado otro hombre -les dijo-. Necesitará ayuda con las cosas que ha traído. Si no encuentra algún lugar donde ponerlas, las metéis en el gran almacén, hasta que disponga de un sitio adecuado.
Se quedó mirando cómo anadeaban por el claro en dirección a la nave y luego entró en la casa. Sintió cierto alivio al cerrar la puerta con un portazo tal que se rompió uno de los cristales. Una dosis similar de penoso placer se la proporcionó el abrir una de las escasas botellas de whisky irlandés que le quedaban y que conservaba para una ocasión especial. Bien, ésta era lo bastante especial, aunque no la que había tenido en mente, desde luego. El whisky no tenía nada de bueno, pero quemó en parte el mal gusto de su boca. Si su táctica hubiera dado resultado, el éxito justificaría cualquier cosa. Pero había fracasado y, además del dolor del fracaso, le invadía la intensa sensación de haber hecho el ridículo. Singh despegó sin despedirse. Ignoraba cómo se juzgaría todo el asunto, aunque seguramente contaría extrañas historias cuando regresara al cubil de los comerciantes. Bien, ya se preocuparía de eso cuando volviera a presentarse allí. De momento, debía dejar las cosas bien claras con el misionero. Esforzando la vista a través de la lluvia, vio al individuo pugnando por levantar una tienda de campaña plegable. La totalidad de la población de la aldea permanecía ordenadamente agrupada, mirándole. Como es lógico, ni uno solo ofreció su ayuda.