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– En la medida en que me esté permitido.

– Déjeles solos. O si debe hacerlo, enséñeles historia y ciencia, filosofía, leyes, todo lo que les ayude a enfrentarse a las realidades del universo superior, cuya existencia ni siquiera conocían antes de ahora. Pero no les confunda con sus odios y dolores, culpabilidad, pecado y castigo… Quién sabe el daño que…

– ¡Me está usted insultando, señor!

El sacerdote se puso en pie de un salto. La parte superior de su canosa cabeza apenas llegaba a la enorme mandíbula del comerciante, pero eso no le impedía defender lo que consideraba correcto. Gath, de pie también, había dejado de ser el penitente. Los dos hombres se miraron furiosos, como siempre han hecho los hombres, inflexibles en la defensa de sus respectivas verdades.

– ¡Es usted quien me insulta a mí! -gritó Gath-. Me insulta con su increíble egocentrismo al creer que su derivada e insignificante mitología, que difiere muy poco de los miles de otras que todavía agobian a los hombres, pueda hacer otra cosa que no sea confundir sus mentes aún puras… ¿No se da cuenta de que creen en la verdad? ¿Que nunca han oído hablar de algo como la mentira? Todavía no han sido instruidos para comprender que otros tipos de mentes son capaces de pensar de un modo distinto al suyo. ¿No querrá ahorrarles esa…?

– Cumpliré con mi deber, que me ha sido impuesto por voluntad divina, señor Gath. ¡Traerles la palabra de Dios a fin de que se salven!

Cuando el misionero abrió la puerta, el viento se apoderó de ella y la batió con violencia. El padre Mark desapareció en la oscuridad y la furia de la tormenta. La puerta osciló de un lado a otro, y una rociada de gotas de lluvia irrumpió en la vivienda. Las botas de Gath dejaron huellas fangosas cuando el comerciante cerró la puerta, eliminando la visión de un Itin sentado impasible bajo la tormenta. El weskeriano se limitaba a esperar que Gath dispusiera de un momento y le confiara parte del abundante conocimiento que poseía.

Un acuerdo tácito les llevó a no mencionar nunca más aquella noche. Al cabo de unos cuantos días de soledad, empeorados por la conciencia que cada uno tenía de la proximidad del otro, se encontraron hablando sobre temas voluntariamente neutros. Gath empaquetó y almacenó sus existencias con toda lentitud, sin admitir jamás que su trabajo había finalizado y podía marcharse en cualquier momento. Disponía de una buena cantidad de interesantes drogas y plantas que se venderían a buen precio. Y no cabía duda de que los artefactos weskerianos causarían sensación en el sofisticado mercado galáctico. Antes de la llegada de Gath, los trabajos manuales de los nativos, muy limitados, consistían en tallas penosamente esculpidas en la dura madera mediante fragmentos de roca. Gath les había proporcionado herramientas y un surtido de materias primas tomadas de sus propias existencias. Nada más.

En pocos meses, los weskerianos no sólo aprendieron a trabajar los nuevos materiales, sino que transformaron sus diseños y formas propias en los más extraños y a la vez más bellos artefactos que el comerciante había visto en toda su vida. Le bastaría presentarlos en el mercado para suscitar una primera demanda. Ya volvería después a buscar una nueva remesa. La única compensación que deseaban los weskerianos eran libros, herramientas y conocimiento. Y Gath sabía que los nativos, gracias a sus esfuerzos, lograrían entrar en la unión galáctica.

Por lo menos, había confiado en eso. Ahora, el viento del cambio soplaba en la aldea que había crecido en torno a su nave. Gath dejó de ser el centro de atención y el punto focal de la vida comunitaria. Al comerciante no le quedaba otro remedio que sonreír al pensar en su pérdida de poder, pese a que hubiera muy poco humor en su sonrisa. Serios y atentos, los weskerianos seguían haciendo turnos obligatorios como «colectores de conocimiento», pero su antigua asimilación de hechos generales contrastaba en grado sumo con el huracán intelectual desencadenado en torno al sacerdote. Gath les había hecho trabajar antes de entregarles un simple libro o herramienta, mientras que el cura no pedía nada a cambio. Gath había intentado mostrarse progresista al ofrecer sus conocimientos, tratando a los weskerianos como a niños brillantes, pero iletrados. Quería que anduvieran antes de correr, que dominaran un tema antes de pasar al siguiente.

El padre Mark, en cambio, se limitaba a ofrecerles los beneficios del cristianismo. El único trabajo físico que les exigió fue la construcción de una iglesia, un lugar de culto y aprendizaje. De los interminables pantanos del planeta habían surgido más weskerianos, y en cuestión de días posaron el techo sobre una estructura de postes. La congregación dedicaba un pequeño periodo de tiempo todas las mañanas a levantar los muros. Luego, se precipitaban al interior para aprender las prometedoras, exhaustivas e importantísimas verdades del universo.

Gath jamás manifestó ante los weskerianos lo que opinaba acerca de su nuevo interés, sobre todo porque ellos nunca se lo preguntaron. Su sentido del honor o su orgullo le impedían aprovecharse de un oyente ansioso para exponerle sus aflicciones. Tal vez fuera distinto de tocarle el turno a Itin como «colector de conocimiento» -era el nativo más brillante del grupo-, pero su período había terminado un día después de la llegada del misionero, y Gath no volvió a hablar con él desde entonces.

Por lo tanto, se sorprendió mucho cuando, al cabo de diecisiete de los tres veces más largos días weskerianos, encontró una delegación a la puerta de su vivienda cuando salía de ella después del desayuno. Itin actuaba como portavoz. Llevaba la boca ligeramente abierta, lo mismo que otros muchos de los weskerianos. Uno de ellos incluso parecía bostezar, revelando con claridad la doble hilera de agudos dientes y la garganta de un color negro purpúreo. Aquellas bocas impresionaron a Gath como un síntoma de la gravedad de la reunión. Era la única expresión weskeriana que había aprendido a reconocer. Una boca abierta indicaba una emoción fuerte. Felicidad, tristeza, irritación… Jamás se podía estar seguro del significado. Los weskerianos se mostraban apacibles por lo general, y Gath nunca había visto suficientes bocas abiertas como para deducir la causa. En aquel momento, sin embargo, estaba rodeado de ellas.

– ¿Querrás ayudarnos, Gath? -dijo Itin-. Tenemos un problema.

– Responderé a cualquier pregunta que me hagáis -repuso Gath, bastante receloso-. ¿De qué se trata?

– ¿Hay un Dios?

– ¿Qué entiendes tú por «Dios»? -preguntó a su vez Gath.

¿Qué les diría? ¿Qué había sucedido en sus mentes para que le formularan esa pregunta?

– Dios es nuestro Padre Celestial, nuestro Creador y Protector. A Él suplicamos ayuda, y si nos salvamos, encontraremos un lugar…

– ¡Ya basta! No existe ningún Dios.

Se quedaron todos con la boca abierta, incluido Itin, mientras miraban a Gath y meditaban sobre la respuesta que les había dado. Las hileras de sonrosados dientes habrían atemorizado a cualquiera que no conociese tan a fondo como Gath a aquellas criaturas. Por un instante, se preguntó si ya habrían sido adoctrinados y le consideraban un hereje, pero desechó la idea.

– Gracias -dijo Itin.

Los weskerianos se marcharon. Aunque la mañana todavía era fría, Gath notó que estaba sudando, sin saber por qué.

La reacción no tardó en producirse. Itin volvió aquella misma tarde.

– ¿Querrás venir a la iglesia? -preguntó-. Estudiamos muchas cosas difíciles de aprender, pero ninguna tan difícil como ésta. Necesitamos tu ayuda. Tenemos que oíros hablar al padre Mark y a ti. Él dice que una cosa es verdad, y tú dices que otra es verdad. Y ambas no pueden ser verdad al mismo tiempo. Debemos averiguar cuál de ellas es verdad.