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– Iré, desde luego -contestó Gath, esforzándose por ocultar su repentina sensación de júbilo.

No había hecho nada por lograrlo, pero los weskerianos acudían en su busca de todos modos. Todavía quedaba una esperanza de salvaguardar su libertad.

Hacía calor dentro de la iglesia, y Gath se sorprendió ante la cantidad de weskerianos presentes, más de los que había visto reunidos hasta aquel momento. Había muchas bocas abiertas. El padre Mark estaba sentado frente a una mesa llena de libros. El misionero pareció molesto al verle entrar, pero no pronunció una sola palabra. El comerciante fue el primero en hablar.

– Espero que comprenda que la idea fue de ellos. Que vinieron a buscarme por su propia voluntad y me pidieron que me presentara en la iglesia.

– Lo sé -contestó el sacerdote con aire de resignación-. A veces se muestran muy difíciles. Pero están aprendiendo y desean creer. Sólo eso me importa.

– Padre Mark, comerciante Gath, necesitamos vuestra ayuda -empezó Itin-. Los dos sabéis muchas cosas que nosotros desconocemos. Debéis ayudarnos a llegar a la religión, cosa no fácil de lograr.

Gath hizo ademán de tomar la palabra, pero cambió de idea. Itin prosiguió:

– Hemos leído las Biblias y todos los libros que el padre Mark nos dio. Una cosa está clara. La hemos discutido y todos nos manifestamos de acuerdo. Esos libros son muy distintos a los que nos dio el comerciante Gath. En]os libros del comerciante Gath, existe el universo, que no hemos visto y que no tiene Dios, ya que no se le cita en parte alguna, a pesar de que hemos examinado los textos con mucho cuidado. En los libros del padre Mark, Él está en todas partes y nada ocurre sin Él. Así que unos libros deben de estar equivocados y los otros no.

Desconocemos cómo puede ser eso, pero en cuanto averigüemos la verdad, tal vez lo sepamos. Si Dios no existe…

– Claro que existe, hijos míos -intervino el padre Mark, con un tono de profunda convicción-. Él es vuestro Padre Celestial, nuestro Creador…

– ¿Y quién creó a Dios? -inquirió Itin.

El murmullo cesó, y todos los weskerianos sin excepción clavaron sus ojos en el padre Mark. El sacerdote retrocedió un poco bajo el impacto de aquellas miradas. Después, sonrió.

– Nadie creó a Dios, puesto que Él es el único Creador -explicó-. Él ha existido siempre…

– Si Él ha existido siempre, ¿por qué no ha de haber existido siempre el universo, sin necesidad de un creador?

Las palabras de Itin brotaron con la fuerza de un torrente. La importancia de la pregunta era obvia.

– Tened fe, con eso basta -respondió muy despacio, con infinita paciencia, el sacerdote-. Creed simplemente.

– ¿Cómo podemos creer sin pruebas?

– Para creer no se necesitan pruebas… ¡Si se tiene fe!

La iglesia se llenó de susurros. Se abrieron aún más bocas, mientras los weskerianos pugnaban por aclarar sus pensamientos entre la maraña de palabras y encontrar el camino de la verdad.

– ¿Qué nos puedes decir tú, Gath? -preguntó Itin, y el sonido de su voz acalló los murmullos.

– Os hablaré del método científico, capaz de estudiar todas las cosas, incluso a sí mismo, y dar respuestas que demuestren la verdad o falsedad de cualquier proposición.

– Sí, así procederemos -afirmó Itin-. Hemos llegado a la misma conclusión. -Mostró un libro voluminoso, y una oleada de. asentimiento se extendió entre los asistentes-. Estudiamos la Biblia, tal como nos dijo el padre Mark, y encontramos la respuesta. Dios hará un milagro para nosotros, demostrando así que nos contempla. Y a través de esa señal, le conoceremos e iremos a Él.

– Eso es un pecado de falso orgullo -replicó el padre Mark-. Dios no precisa de milagros para demostrar su existencia.

– ¡Pero nosotros si que necesitamos un milagro! -gritó Itin, y pese a no ser humano, su voz reflejó un ansia extrema-. Aquí hemos leído el relato de milagros menores: panes, peces, vino, serpientes… Y muchos de ellos fueron realizados por motivos de menor importancia. Ahora, le basta con hacer… un milagro y nos ganará a todos nosotros. El prodigio de un mundo totalmente nuevo adorándole al pie de su trono, tal como tú nos dijiste, padre Mark. Y nos explicaste la importancia de eso. Lo hemos discutido y hemos llegado a la conclusión de que sólo hay un milagro que nos sirva.

El aburrimiento y el interés más bien distraído que le inspiraba la interminable pugna teológica abandonaron a Gath en una décima de segundo. De haber meditado un poco, habría descubierto mucho antes cómo iba a terminar la discusión. Un ligero giro de su cabeza le permitió ver la ilustración de la página de la Biblia que mostraba Itin. Y supo por adelantado qué imagen iba a presenciar. Se levantó lentamente de su silla, como si se desperezara, y se volvió hacia el sacerdote.

– ¡Prepárese! -susurró-. Salga por la parte de atrás y diríjase a la nave. Yo me ocuparé de ellos. No creo que me hagan ningún daño.

– ¿De qué me habla? -preguntó el padre Mark, parpadeando en un gesto de sorpresa.

– ¡Váyase de aquí, imbécil! -musitó Gath-. ¿Qué milagro piensa que tienen en la cabeza? ¿Qué milagro se supone que convirtió el mundo al cristianismo?

– ¡No! No puede ser. ¡Es imposible!

– ¡Muévase! -gritó Gath.

Agarró al misionero y le empujó hacia la pared trasera. El padre Mark se tambaleó y retrocedió. Gath se abalanzó hacia él… Demasiado tarde. Los anfibios eran de pequeño tamaño, pero numerosos. Gath se revolvió, y su puño alcanzó a Itin, empujándolo hacia la muchedumbre. Los demás se echaron encima del comerciante, que pugnaba por abrirse paso hacia el cura. Gath peleó desesperadamente… Fue como si luchara contra las olas. Los peludos y selváticos cuerpos se agolparon a su alrededor. Se debatió hasta que le ataron, y aun entonces continuó resistiéndose. Por último, los golpes que recibió en la cabeza le obligaron a desistir. Le arrastraron hasta el exterior y quedó tendido en el suelo, bajo la lluvia, incapaz de hacer otra cosa que no fuera maldecir y observar.

Los weskerianos eran maravillosos artesanos, por supuesto, y lo reprodujeron todo hasta el menor detalle, siguiendo la ilustración de la Biblia: la cruz, firmemente plantada en la cumbre de la pequeña colina, los relucientes clavos metálicos, el martillo… Desnudaron al padre Mark y le vistieron con un taparrabos de pliegues cuidadosamente dispuestos. Le sacaron de la iglesia. Estuvo a punto de desmayarse a la vista de la cruz. Luego, alzó la cabeza, resuelto a morir como había vivido, apoyándose en su fe.

Pero le resultó muy duro de soportar. Ni siquiera Gath, simple observador, logró aguantarlo. Una cosa es hablar de la crucifixión y contemplar los cuerpos, elegantemente tallados, a la difusa luz de la plegaria. Y otra, muy distinta, ver a un hombre desnudo, con las cuerdas cortando su carne, colgado de unos maderos. Y presenciar cómo se coloca el clavo de afilada punta contra la delicada piel de la palma de una mano, cómo se levanta el martillo con la fría deliberación necesaria para un preciso golpe de artesano. Y por último, oír el confuso sonido del metal que penetra en la carne.

Y escuchar los chillidos.

Pocas personas nacen para ser mártires, y el padre Mark no era una de ellas. Los primeros golpes hicieron sangrar sus labios, salvajemente mordidos por los dientes. Después, abrió la boca y echó la cabeza hacia atrás. El espantoso y gutural horror de sus gritos se mezcló con el susurro de la lluvia y se reflejó silenciosamente en la masa de weskerianos que contemplaban la escena. Cualquier emoción abría sus bocas. Ésta afectó a todo su cuerpo. Hilera tras hilera de fauces abiertas reflejaron la agonía del crucificado misionero.