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Sin embargo, disponía de tiempo para calmarse. Curiosamente, el olor de la nave contribuía más que nada a su sosiego. Desde los primeros días de su vida, el olor a energía y el aroma del metal sometido a tensión habían sido sus perpetuos compañeros. En aquel momento, con la nave en órbita, esa tensión había disminuido. El olor de la energía era más añejo que nuevo. Pero el efecto resultaba similar.

Ocupó la silla que empleaba para leer. Cerró los ojos y respiró aquel complejo de olores producidos por tantas y titánicas energías. Sentado allí, notó que el miedo abandonaba su mente y su cuerpo. Recuperó el valor y la fuerza. Lesbee admitió con sensatez que su plan para apoderarse de la nave implicaba ciertos riesgos. Y lo que era peor, nadie pondría objeciones a que Browne le hubiera elegido como jefe de la misión. «Probablemente -pensó-, soy el técnico más preparado en toda la historia de esta nave.» Browne III se había hecho cargo de él cuando tenía diez años, iniciándole en la penosa carrera de conocimientos que le había conducido a dominar una tras otra las habilidades mecánicas de los diversos departamentos técnicos. Y Browne IV había proseguido la instrucción. Le enseñaron a reparar sistemas de relés. Poco a poco, fue entendiendo el objetivo de infinidad de aparatos en apariencia análogos. Llegó un día en que pudo visualizar la automatización entera. Hacia mucho tiempo que la colosal telaraña de instrumentos electrónicos empotrados se había convertido prácticamente en una prolongación de su sistema nervioso. Durante aquellos años de trabajo y estudio, el quehacer diario de aprendizaje dejaba exhausto su cuerpo. Tras cumplir con su obligación, buscaba gozar de un momento de tranquilidad, y por lo general se retiraba muy temprano a descansar.

Jamás había tenido tiempo para llegar a comprender la complicada teoría que constituía la esencia de las numerosas operaciones de la nave.

Mientras vivió su padre había intentado en numerosas ocasiones transferirle sus conocimientos. Pero era muy difícil enseñar tamañas complejidades a un muchacho fatigado y soñoliento. Lesbee sintió incluso un ligero alivio al morir su padre. El agobio desapareció. Sin embargo, se daba cuenta de que la familia Browne había logrado su mayor victoria al ir reduciendo la destreza poseída por los sucesivos descendientes del capitán original de la nave.

Encaminándose por fin a la sala de recreo, Lesbee se preguntó si acaso los Browne le habrían entrenado como preparación para una misión como la presente.

Sus ojos se dilataron. En caso afirmativo, su propia conspiración se reducía a una mera excusa. En realidad, la decisión de matarle podía haber sido tomada hacía más de una década, a años luz de distancia…

Mientras la nave exploratoria descendía hacia Alta III, Lesbee y Tellier ocuparon el doble sillón de mando y observaron en la pantalla delantera la vasta y nebulosa atmósfera del planeta.

Tellier era un hombre delgado, un intelectual, descendiente del doctor Tellier, un físico que había realizado numerosos experimentos sobre la velocidad en los primeros días del viaje. Nunca se había comprendido por qué las naves espaciales no conseguían alcanzar siquiera una buena fracción de la velocidad de la luz, y mucho menos superarla. Al morir el científico de manera insospechada, no quedó nadie con los conocimientos suficientes para desarrollar un programa de investigación.

El personal entrenado que sucedió a Tellier creyó de forma vaga que la nave había sufrido una de las paradojas implícitas en la teoría de la contracción de Lorenz-Fitzgerald. Pero fuera cual fuese la explicación, el problema jamás se resolvió.

Observando a Tellier, Lesbee se preguntó si su mejor amigo sentiría el mismo vacío interno que él. Se trataba de la primera vez que Lesbee, o cualquier otro, salía de la gran nave. «Nos dirigimos a una de esas grandes masas de tierra y agua, un planeta», pensó.

Contempló el panorama con fascinación total. La enorme esfera iba haciéndose cada vez mayor.

Se aproximaban a gran velocidad, describiendo una curva prolongada y angular, dispuestos a alejarse en cuanto alguno de los cinturones de radiación naturales sobrepasara sus sistemas de protección. Sin embargo, al irse registrando los niveles de radiación, los contadores mostraron que los mecanismos de la nave respondían adecuada y automáticamente.

De repente, un timbre de alarma rompió el silencio.

Al mismo tiempo, las pantallas se centraron en un punto de luz que se movía a gran velocidad, muy por debajo de la nave. La luz avanzaba como una flecha hacia ellos.

¡Un misil!

Lesbee contuvo la respiración.

Pero el reluciente proyectil cambió de rumbo, dio una vuelta completa, tomó posición a varios kilómetros de distancia y empezó a descender siguiendo a la nave.

El primer pensamiento de Lesbee fue: «Jamás nos dejarán aterrizar». Y le invadió una intensa frustración.

Otra señal lanzó su zumbido desde el tablero de mandos.

– Nos están sondeando -dijo Tellier con voz tensa.

Un instante después de pronunciar estas palabras, la nave pareció temblar e inmovilizarse. Se trataba del inconfundible contacto de un rayo tractor. Su campo de fuerza aferró a la nave, la arrastró, la retuvo.

La ciencia de los habitantes de Alta III estaba revelándose ya como algo formidable.

Bajo los pies de Lesbee, la nave reinició su movimiento.

Todos los tripulantes se acercaron, observando cómo el punto luminoso se resolvía en un objeto que aumentaba cada vez más de tamaño. Lo tenían muy cerca. Era mayor que su nave.

Se produjo un choque de metales. La nave tembló de popa a proa.

– Están ajustando su compuerta a la nuestra -advirtió Tellier, aun antes de que cesara la vibración.

Detrás de Lesbee, sus compañeros iniciaron la serie de bromas peculiares de la persona que se siente amenazada. Una burda comedia que de repente alcanzó el suficiente grado de humor para abrirse paso a través del miedo de Lesbee, que se encontró riendo contra su voluntad.

A continuación, libre de ansiedad por un momento y consciente de que Browne vigilaba la escena y de que no había otra alternativa, dio la orden:

– Abrid la compuerta. Que los extraños nos capturen, tal como se nos ha ordenado.

2

Pocos minutos después de que se abriera la compuerta exterior, la nave extraterrestre realizó idéntica maniobra. Dispositivos impermeabilizados tomaron contacto con la nave exploratoria, aislando ambas entradas del vacío espacial.

El aire siseó en el pasillo que formaban entre las dos naves las compuertas neumáticas. Se abrió una puerta interior en el vehículo alienígena.

Lesbee contuvo de nuevo la respiración.

Hubo un movimiento en el pasillo. Un ser extraño apareció ante los terrestres, avanzando sin vacilación alguna, y golpeó el vidrio de la compuerta con algo sujeto en la punta de uno de sus cuatro brazos correosos. El recién llegado tenía cuatro patas y cuatro brazos, sobresaliendo de un cuerpo alargado y delgado, que se mantenía en posición erecta. Prácticamente no poseía cuello alguno, aunque las numerosas arrugas de la piel entre el tronco y la cabeza indicaban que gozaba de una gran flexibilidad.

En tanto que Lesbee se fijaba en los detalles de su aspecto, el extraño ser volvió un poco la cabeza, y sus dos grandes e inexpresivos ojos se concentraron en el receptor oculto en la pared que fotografiaba la escena, topándose así con los ojos de Lesbee.

Lesbee parpadeó y luego desvió la mirada. Tragó saliva y movió la cabeza en dirección a Tellier.

– ¡Abrid! -ordenó.

En el instante en que se abría la puerta interior de la nave terrestre, aparecieron sucesivamente en el pasillo otras seis criaturas de cuatro patas, avanzando con la misma seguridad que la primera. Los siete seres cruzaron la abierta puerta de la nave. Y conforme iban entrando, sus pensamientos penetraron en el acto en la mente de Lesbee…