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– ¿Qué razón le movió a decir que el viaje de vuelta sólo precisaría de…, de menos de un año? -preguntó.

– La tremenda compresión del tiempo -se apresuró a explicar Browne-. La distancia, tal como usted indicó, es de doce años-luz. Pero con una relación de tiempo de trescientos, cuatrocientos o quinientos a uno, la cubriremos en menos de un mes. Al hablarle de ello por primera vez, me di cuenta de que las cifras le resultarían incomprensibles, dado el estado de tensión en que se hallaba. De hecho, apenas me atrevía a creerlo yo mismo.

– Dios mío! Regresar a la Tierra en un par de semanas… Escuche, le acepto como capitán. No necesitamos elecciones. El statu quo actual no plantea ningún problema para un breve período de tiempo. ¿Está de acuerdo?

– Por supuesto. Ahí pretendía llegar yo.

El rostro de Browne hacía gala de una extrema candidez.

Lesbee observó aquella máscara de inocencia y pensó desesperado: «¿Qué sucede? ¿Por qué da la impresión de no estar realmente de acuerdo? ¿Será porque no desea perder el mando con tanta rapidez?»

Sentado allí, sintiéndose desdichado, luchaba por salvar la vida de su contrincante. Trató de situarse mentalmente en la posición del capitán de una nave, intentó contemplar la perspectiva de un cambio de opinión. Era difícil imaginar esa realidad. Sin embargo, en aquel preciso instante le pareció comprenderlo todo.

– Sería una vergüenza, en cierto modo -aventuró con cautela-, regresar sin haber efectuado un aterrizaje útil en alguna parte. Con esta nueva velocidad, nos hallamos en condiciones de visitar una docena de sistemas solares y, no obstante, volver al hogar en un año.

La expresión que se pintó en el semblante de Browne por un fugaz instante reveló a Lesbee que había calado bien hondo en el pensamiento del capitán.

Una décima de segundo después, Browne sacudía vigorosamente la cabeza.

– No es momento para expediciones secundarias -dijo-. Futuras expediciones se encargarán de la exploración de nuevos sistemas solares. La gente de esta nave ya ha completado su servicio. Regresaremos directamente a la Tierra.

Su rostro se había relajado por completo. Sus ojos azules reflejaban un brillo de sinceridad.

A Lesbee no le quedaba nada más que decir. El abismo que les separaba se había hecho infranqueable. El capitán debía eliminar a su rival si quería regresar por fin a la Tierra e informar de que la misión encomendada a la Esperanza del hombre se había cumplido.

8

Lesbee se metió la pistola en el bolsillo interior de la chaqueta, procurando que su acción fuera bien visible. Luego, aparentando tomar precauciones, manejó el rayo tractor para atraer a Browne a metro y medio de distancia. Le dejó en el suelo, le liberó del rayo y, con gestos asimismo elocuentes, apartó su mano de los mandos. De ese modo, en apariencia quedaba por entero indefenso.

Completamente vulnerable.

Browne se abalanzó hacia él, al tiempo que gritaba:

– ¡Miller! ¡La prioridad es tuya!

El primer oficial Miller obedeció la orden de su capitán. Lo que ocurrió entonces sólo había sido previsto por Lesbee, el técnico que conocía a la perfección infinidad de detalles.

Durante años, había observado que, cuando se le concedía a la sala de mando inferior la prioridad sobre el puente, la nave aceleraba un tanto. En el caso contrario, la nave desaceleraba al instante de forma similar. En ambos casos, algo menos de ochocientos metros por hora.

Los dos tableros de mandos no estaban sincronizados de manera perfecta. Los técnicos solían burlarse de ese detalle, y Lesbee había leído en cierta ocasión una oscura explicación sobre la discrepancia. Se relacionaba con la imposibilidad de refinar dos metales hasta alcanzar la misma precisión de estructura interna.

Se trataba de algo sabido de siempre: dos objetos jamás son exactamente iguales. Sólo que en épocas pasadas la diferencia carecía de importancia. Se consideraba como una curiosidad técnica, un interesante fenómeno de la ciencia metalúrgica, un problema práctico que obligaba a maldecir a los mecánicos, aunque sin mala intención, cuando los técnicos como Lesbee les pedían que elaboraran una pieza de recambio.

Por desgracia para Browne, la nave viajaba en aquel momento a casi la velocidad de la luz.

Las fuertes manos del hombretón, estiradas hacia el más liviano cuerpo de Lesbee, tocaban ya el brazo de éste cuando se produjo la momentánea deceleración. El puente acababa de tomar el control de la nave. La repentina pérdida de velocidad fue más importante de lo que esperaba el propio Lesbee. Sin duda, para vencer la resistencia del espacio al movimiento hacia delante de la nave se precisaba más potencia motriz de la que él había pensado. Era preciso un tremendo impulso para mantener una aceleración equivalente a una gravedad.

En un segundo, la gran astronave redujo su velocidad en cerca de doscientos cuarenta kilómetros por hora.

Lesbee recibió el impacto de la deceleración en parte contra su espalda y en parte contra un costado, puesto que había girado un poco para defenderse del ataque de Browne.

El capitán, sin nada a qué asirse, salió despedido a doscientos cuarenta kilómetros por hora. Chocó contra el tablero de mandos con un golpe perfectamente audible y se quedó allí, como pegado al material. Después, una vez completado el ajuste, cuando la Esperanza del hombre volvió a desplazarse a una gravedad, el cuerpo de Browne se escurrió por el lateral del cuadro de control, hasta yacer contraído sobre la plataforma de caucho.

Su uniforme aparecía descolorido. Lesbee le miró. La sangre que brotaba de él iba empapando el suelo.

– ¿Piensas celebrar elecciones? -preguntó Tellier.

La gran nave, al mando de Lesbee, había vuelto atrás para recoger a sus amigos. La nave exploratoria, con el resto de los karnianos a bordo, fue situada en órbita en torno a Alta III y abandonada.

Los dos jóvenes estaban sentados ahora en el camarote del capitán. Al formularle la pregunta, Lesbee se recostó en su sillón y cerró los ojos. No precisaba examinar su resistencia total a la propuesta. Ya había saboreado las mieles del mando. Casi desde la muerte de Browne, observó que empezaba a pensar de la misma forma que el fallecido capitán. Entre otras cosas, aceptaba sus razonamientos sobre lo inconveniente de celebrar elecciones a bordo de una astronave. Eleesa, una de sus tres esposas, la más joven de las dos jovencisimas viudas de Browne, les sirvió vino y abandonó la estancia en silencio. Esperó a que desapareciera. Luego, soltó una tétrica carcajada.

– Mi buen amigo -dijo-, todos nos alegramos mucho de que el tiempo se comprima tanto a la velocidad de la luz. Con esta compresión de quinientas veces, cualquier exploración a que nos decidamos requerirá unos meses, unos años como mucho. Y así las cosas, no creo que debamos exponernos a una derrota electoral de la única persona que conoce los detalles sobre el nuevo método de aceleración. Hasta que determine con exactitud cuántas exploraciones vamos a llevar a cabo, mantendré en secreto nuestras posibilidades técnicas. Pero pensaba, y sigo pensando, que otra persona debería saber dónde tengo archivada esa documentación. Como es natural, he elegido al primer oficial Tellier.

– Gracias, señor -contestó el joven en tono oficial. En seguida adoptó un aire visiblemente pensativo, mientras apuraba su vaso de vino-. De todos modos, capitán, creo que te sentirías mejor si convocaras las elecciones. Estoy seguro de que las ganarías.

Lesbee se rió tolerante y denegó con la cabeza.

– Me temo que no comprendes la dinámica del gobierno. No existe un solo caso en toda la historia en que una persona en posesión del poder renunciara a él. -Y con la indiferente confianza que proporciona el poder absoluto, añadió-: No voy a ser tan presuntuoso como para oponerme a tamaño precedente.