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Hasta los niños retrasados mentales podían ser excelentes artistas. Cuando pusieron entre las manos de Paul lápices de colores y grandes hojas de papel, se limitó a trazar tímidamente algunas rayas. Después, perdió todo interés por ellas.

El chico debería hacer algo de ejercicio como mínimo, había insistido la señora Merrit. Y el profesor había comprado un laberinto de barras, descubriendo, para su sorpresa, que Paul accedía a trepar por ellas durante media hora de vez en cuando. Sin embargo, Kadar sospechaba que tal acto se debía simplemente a la urgencia de alcanzar una posición más elevada desde el punto de vista físico. ¿Acaso el niño buscaba un equivalente a la estatura de los adultos que le rodeaban? ¿Constituía aquello la única fisura en su apatía?

Paul volvió al despacho y se acercó al taburete.

– Ven aquí, hijo -dijo el profesor, tratando de establecer una relación que siempre fracasaba.

Paul obedeció, dócil y silencioso. Kadar miró los rasgados ojos, en busca de alguna muestra de cordialidad. Sí, había lucecitas en el interior, pero no comunicaban nada comprensible para el profesor. Pasó una mano por el sedoso cabello del niño, revolviéndolo, y Paul se echó hacia atrás. Sin alarmarse, pero rechazando el acto. El profesor experimentó un repentino deseo de abrazar a su hijo, mas lo reprimió, sin saber exactamente por qué. Paul regresó al taburete, trepó a él con sus extraños y desequilibrados movimientos y se sentó de manera desmañada, bizqueando de nuevo.

Kadar recordó entonces que Eleanor mostraba a veces un aspecto similar, una expresión de profunda comunión consigo misma. Y además… Y además, también el tío Janos había tenido el mismo aspecto a menudo. El loco de Janos, que fracasaba en todo cuanto emprendía. Y pensándolo bien, ¿acaso Janos no poseía también rasgos orientales? Hacía muchísimo tiempo de aquello, en Hungría. Kadar no conseguía recordarlo. Para colmo, Janos había muerto cuando su sobrino era un niño todavía.

El profesor cogió una hoja de papel en blanco y prosiguió su búsqueda del camino que llevaba al paraíso. Cincuenta páginas de la investigación más avanzada, un nuevo campo de la matemática. Un lugar junto a Gauss, Abel y Galois…, si encontraba la ruta. Si determinada serie convergía en un número irracional, el teorema principal, con todas sus implicaciones, seria válido. Pero la confirmación seguía dándole la espalda. Basta, basta por hoy! Le ardía la cabeza. Seguiría intentándolo con la mente renovada, igual que Poincaré y las funciones de variable compleja. En eso radicaba su única esperanza. No obstante, Kadar sabía que así no resolvería nada. Sólo un enfoque nuevo, revolucionario, echaría abajo el muro de acero.

Kadar salió del despacho tambaleándose un poco, casi como Paul cuando andaba. Se preparó un martini y lo bebió a pequeños sorbos, sintiendo que parte de la tensión abandonaba sus músculos. La señora Merrit le preparó un emparedado caliente a toda prisa. La mujer se había resignado al comportamiento del profesor y prefería no intentar reformarlo.

– Digame -le preguntó Kadar-, ¿no ha intentado Paul decir nada todavía? ¿Nada en absoluto?

– No -replicó la mujer, reflejando en su mirada una inmensa compasión-. Sólo emite ruiditos con la garganta. Pero el niño comprende las cosas, estoy segura. Ya sabe que siempre hace lo que se le pide.

– Lo sé. Y me parece poco normal. Nunca una travesura. No se rebela jamás. Nada. Un vegetal… Dulce e insípido,. como un melón malogrado.

Y recordó a Eleanor, vital, despierta, animada, una belleza sin trucos ni afectación, una persona cálida y sin sentimentalismos. Ese hijo no había nacido de Eleanor y él, sino del loco Janos. Una mala pasada típica de la herencia: genes, ADN y Janos, terminando en Paul Kadar, hijo del hombre al que el American Men of Science dedicaba cinco párrafos.

Dejó el emparedado casi sin probarlo y volvió al despacho. «No trabajaré -se dijo-. Bueno, quizás eche un vistazo a las ecuaciones. Debo permitir que mi mente se refresque, nada conseguiré si continúo aguijoneándola.» En las profundidades de su cerebro sonó un débil timbre de alarma. ¿Y si el teorema era falso? ¿Qué pasaría entonces? Cincuenta hojas de garabatos absurdos, una estructura magnífica desprovista de cimientos.

Entró en su despacho y se dirigió a la mesa. La hoja superior yacía allí, burlándose de él… ¡Un momento! ¿Qué significaba aquello? La última ecuación estaba tachada, y sobre ella había una larga hilera de signos escritos a lápiz. Casi parecían símbolos matemáticos, aunque… ¡Santo Dios!, sí que eran símbolos matemáticos, sólo que escritos al revés!

Asombrado, invirtió la hoja. Por un instante, los trazos siguieron careciendo de significado. De pronto, sintió que su corazón se contraía como un puño al cerrarlo. Un nuevo proceso integral. Enérgico, elegante y sorprendentemente original. Disolvería el duro meollo del problema, lo mismo que un rayo que fulmina un roble.

Levantó los ojos, reflejando en ellos su frenesí. Paul le miró cara a cara. El delgado cuello del niño se movía, al tiempo que sus labios.

– Así… Ha de ser así. Si no…, queda muy feo -murmuró.

Su voz fue un balbuceo raro, agudo, como si tuviera que arrancar las palabras de un diafragma nunca antes utilizado.

Kadar, todavía confuso, miró por segunda vez los trazos a lápiz. Estaban invertidos porque, desde su taburete, Paul veía siempre así los símbolos. Y naturalmente, su validez no dependía de la forma en que estuvieran escritos.

Cabía en lo posible que un ignorante escribiera una sencilla frase enunciativa, siempre que hubiera oído alguna vez las palabras. Con suerte, hasta redactaría una oración compuesta perfecta desde el punto de vista gramatical. Pero ¿qué posibilidades tendría de escribir algo tan poético como esto: «los vientos huracanados doblegan los maravillosos brotes de mayo»?

Kadar miró a Paul una vez más. El niño no necesitaba cuadernos ni lápices de colores porque su mente veía todos los conceptos con una claridad total e inmediata. Sentado en el taburete, sólo con eso, había asimilado una educación matemática completa a través del trabajo de Kadar. Antes, Paul se había dedicado a observar a la señora Merrit, sin encontrar nada en su trabajo que estimulara su intelecto. En cuanto a su mutismo, no había duda de que, igual que su modo de caminar, se reducía a un problema físico y relativamente desprovisto de importancia para una mente como la suya.

El profesor se sintió sumergido por una gran ola de alegría, mitigada sin embargo al instante por la pena. Porque Paul era un monstruo, aunque un monstruo superior. Se hallaba probablemente por encima, o más allá, del amor en el sentido humano. Pero sus mentes podían comunicarse, y tal vez ésa fuera la mejor comunicación que existía.

Bueno es hablar, pero mejor es callar

John Brunner

de Amazing Stories, abril de 1965

Puesto que he incluido en este volumen un relato de un autor americano publicado por una revista británica, me parece adecuado presentar un relato de un escritor británico aparecido por primera vez en una revista americana. Y se trata precisamente de un autor cuya prolífica producción ha estado dirigida, en conjunto, al mercado americano.

John Kilian Houston Brunner nació en Preston Crowmarsh, Oxfordshire, el lunes 24 de septiembre de 1934. Devoto de la ciencia ficción desde los seis años, Brunner comenzó a escribir su primera novela a los diez. Jamás la concluyó, pero así se inició la cadena de acontecimientos que le llevaría a publicar su primera novela a los diecisiete años -cuando todavía era estudiante-, en el floreciente campo del libro de bolsillo británico, además de vender algunos cuentos a revistas americanas, siendo el primero de ellos Thou Good and Faithful (Tú, bueno y leal) (Astounding, marzo de 1953).