Fuera lo que fuese lo que debían decir, los hombres que hablaban ante el micrófono no tardaban más de un minuto en acabar. Y el joven cortés le miraba ya con expresión atenta y pensativa.
– No, no nos vamos -dijo Mary muy resuelta-. Vas a entrar ahí. Tienes una voz agradable. Siempre te lo he dicho. En realidad, creo que me casé contigo más por tu voz que por cualquier otra cosa. Sobre todo en la oscuridad. Cuando me hablas después de apagar la luz, me siento…
– ¡Mary, cállate, por favor! -musitó.
Un flujo de calor y de sangre subió a sus mejillas. Miró a su alrededor, rogando desesperado que nadie hubiera oído aquellas palabras.
– Bueno, es cierto, ¿no? -Mary dejó escapar una risita-. Y eso hace de ti un excelente candidato para este trabajo de hablar a miles de mujeres acostadas en sus camas.
– ¡Basta, por favor!
Su sonrojo se intensificó más aún. No sabía por qué, pero jamás había aceptado el honesto punto de vista (por lo menos, se suponía que lo era) de que algo que hace todo el mundo no ha de considerarse como totalmente privado. De vez en cuando, se preguntaba si Mary no hablaría de esa cuestión con sus amigas. Incluso la duda le fastidiaba y siempre apartaba esos pensamientos con un rígido dominio de sí mismo.
– De todas formas, tal vez se trate de un simple truco publicitario… -trató de convencerla-. Es más que probable que hayan elegido ya a la persona adecuada. Y cuando revelen su identidad, resultará ser el hijo del presidente.
– Quieres irte, ¿verdad? No te lo permitiré. Estoy muy orgullosa de esa voz tan bonita que tienes y creo que deberías probar.
– Pero…
– ¡Caramba, Jeremy! ¡Cualquiera pensaría que cuesta dinero participar y que sólo te quedan unos centavos en el bolsillo! Ni siquiera tendrás que hablar mucho… Lo vi por televisión. Les basta con dos o tres palabras para analizar la grabación y decidir si la voz es apropiada o no.
En aquel momento, el joven cortés se interpuso entre ellos. De ojos penetrantes y vestimenta sobria, el hombre sostenía su micrófono casi como si fuera un arma, apuntándola a la víctima que Mary había atrapado para él.
– Es mi marido -dijo Mary con voz firme-. Creo que debería participar en su concurso.
– Agradecemos la participación de cualquier persona -respondió mecánicamente el muchacho.
Hankin se recuperó con un terrible esfuerzo. El daño ya estaba hecho. La mirada fija de la muchedumbre se concentraba en su persona y no iba a agravar su sufrimiento comportándose como un imbécil. Ya que la cosa no tenía remedio, complacería al menos a Mary. Tragó saliva.
– Bueno… ¿Qué debo decir? -gruñó.
– Lo que usted desee, señor. En realidad, su nombre y dirección serán suficientes, aunque preferiríamos que nos proporcionase una muestra mayor para el análisis.
Eligió el camino más corto hacia la salvación. Se identificó y dio sus señas. Luego, se apartó del micrófono, asió a Mary de la mano y se apresuró a alejarse del lugar.
Se estremeció, volviendo bruscamente a la conciencia del presente. Estaba inmóvil, contemplando, en la línea del gráfico que tenía delante, la ascensión de la fortuna de Sueño Profundo, S.A., tras la fecha de la Gran Búsqueda. Nervioso, se volvió para comprobar que nadie le veía. Había alguien con él, una graciosa rubia platino que llevaba un grueso fajo de papeles. La mujer sonrió al mirarle.
– Es usted el señor Hankin, ¿verdad? No nos conocemos, pero, naturalmente, le he visto infinidad de veces. ¡Qué orgulloso debe de sentirse al contemplar el gráfico y ver la importancia que su voz ha tenido para Sueño Profundo!
Hizo una pausa, como si esperara que el hombre dijera algo con su famosa voz, pero Jeremy no habló. Desilusionada, la muchacha añadió:
– Deseaba decirle que le encuentro maravilloso… Yo también soy cliente de Sueño Profundo. Me hacen descuento, claro, porque trabajo aquí… La voz es lo que cuenta, estoy segura, no las cosas que usted dice. Cualquier persona medianamente sensible podría decir lo mismo. Lo que da importancia a su voz es que resulta algo así como… persuasivo. ¿Verdad que sí?
Hankin se encogió de hombros, asintió, sonrió y volvió a la contemplación del gráfico, esperando que, al volver la cabeza, la rubia habría desaparecido.
En efecto, se había marchado. Jeremy recorrió a toda prisa el alfombrado pasillo hasta llegar al servicio de caballeros. Prestó atención durante varios segundos, tratando de determinar si estaba o no vacío, y entró en cuanto se convenció de que no había nadie en el interior.
Se dirigió a la puerta más lejana, la cerró con llave por dentro y se sentó en la tapa del inodoro, a fin de hacer tiempo.
Cuando recibió la carta de Sueño Profundo informándole de que le habían elegido entre setecientos cincuenta mil candidatos como la voz con que se grabarían todas las cintas para el nuevo servicio de consumo de masas de la compañía, Jeremy quedó consternado. Por entonces, se sabía ya que la Gran Búsqueda, por sí sola, había duplicado la relación de clientes de la empresa, simplemente con hacer pública su existencia. Ahora, se preparaban diversos proyectos para lanzar el servicio a gran escala, entre ellos un espectacular programa de televisión, de una hora de duración, que revelaría el nombre de los afortunados ganadores a una audiencia estimada en cincuenta millones de personas.
– ¿Quieres decir que no piensas acudir? -preguntó Mary.
– ¡Claro que no! -replicó bruscamente Jeremy-. ¿Yo, delante de toda esa gente? ¿Periodistas aporreando la puerta día y noche? ¿Mujeres histéricas, excitadas por los agentes publicitarios, que se desmayen al verme aparecer? Vamos, cariño, ya sabes cómo preparan las cosas en estos tiempos…
Hubo un largo silencio antes de que Mary volviese a hablar.
– Creo que no tienes agallas -dijo.
Jeremy la miró inexpresivo.
– No tienes agallas -repitió ella-. Me casé contigo porque pensé que te guiaba… un cierto deseo de avanzar, una cierta ansia de mejorar. Te he observado día y noche durante dos años. Durante el día, te contentas con dejar que las cosas sigan su curso. No aprovechas las oportunidades cuando se presentan, no vas a buscarlas en el caso contrario. No tienes agallas. Y lo que es verdad durante el día, también lo es por la noche.
La miró a la cara como si fuera una extraña y leyó en su expresión algo todavía más consternador que el contenido de la carta de Sueño Profundo, que conservaba en la mano.
– Pero… -balbuceó-. Cuando la gente…, cuando se lleva algún tiempo de casados, ese tipo de cosas por fuerza…
Interrumpió sus vacías palabras al ver que Mary movía enérgicamente la cabeza de un lado a otro.
– Nada de «por fuerza». Lo he comprobado con algunas de mis amigas. Kitty lleva casada casi ocho años y dice que Horace sigue siendo como un adolescente.
– ¿Me estás diciendo que discutes esa clase de asuntos con una mujer como Kitty?
Temblaba tanto que hubo de apretar las manos para tratar de controlarse.
– ¡Oh, cariño! -Mary se ablandó de repente y corrió a abrazarle por la cintura. Alzó los ojos, muy abiertos, para mirarle-. Sólo quería saber si te estoy fallando en algo, lo que sea… Si hay algo que pueda hacer para animarte… Siento haber dicho esa horrible tontería de que no tienes agallas, pero pensaba… No te creía capaz de desaprovechar una oportunidad semejante.
Finalmente, temiendo perderla, Jeremy cedió.
En aquellos lejanos días, cinco años atrás, Sueño Profundo operaba en dos pisos de un viejo edificio, situado en un barrio muy floreciente. Sin embargo, incluso entonces daba la vigorosa sensación de una próspera organización en proceso de transformar aquel escenario polvoriento y miserable. Tres hombres, que habían estado absortos en su conversación, le saludaron y condujeron a una sala de reuniones, donde esperaban otros tres individuos. Le ofrecieron una silla en el extremo de la alargada mesa e irrumpieron su charla tan abruptamente como si alguien hubiera apretado un interruptor.