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– Les presento a Jeremy Hankin, el ganador del concurso -dijo el hombre de más edad entre los tres que le habían escoltado.

Reinó el silencio durante los treinta y tantos segundos siguientes. Después, un hombre pelirrojo, que aparentaba unos treinta años y que se encontraba en la sala al llegar Hankin, tomó la palabra:

– El rostro no es muy fotogénico. Demasiado redondeado y liso. Habrá que perfilarlo un poco. Cambiar el corte de pelo ayudaría algo, supongo, pero…

– El perfil no resulta mal -interrumpió un hombre calvo sentado al otro lado de Hankin-. En cambio, el peso me preocupa. Hay que reducir esa cintura en unos diez centímetros. Quieren a un individuo flaco, el tradicional y autoritario tipo ectomórfico.

– No estoy de acuerdo con la encuesta a que usted se refiere -dijo el pelirrojo-. En cualquier caso, nos va a costar mucho trabajo. Señor Welland, ¿no podía habernos proporcionado mejor material?

Miró al hombre que había presentado a Hankin.

– No se muestre duro con Welland -objetó el hombre calvo-. La voz y el rostro no siempre concuerdan. Y con la mujer hemos estado terriblemente cerca del cien por cien.

– Cien por cien… Naríces! -estalló el pelirrojo, de mal talante.

– Le guste o no, no podíamos elegir una jovencita despampanante -objetó el hombre calvo-. Los hombres no se dejarían aconsejar por una imagen así. Ha de ser una mujer adulta, experta, tolerante, que no presente la amenaza de vínculos emotivos permanentes, buena para un fin de semana en la cama, pero todavía mejor para informar en tono confidencial sobre las tretas del sexo opuesto…

Una terrible sensación de haberse transformado en un ser inanimado, como si para aquella gente se redujera a una simple mercancía, había ido creciendo en el interior de Hankin. Por fin, recuperó el habla y se enfrentó a ellos.

– ¿Qué significa todo esto? -gruñó-. Pensé que se interesaban por mi voz, no por mi aspecto.

– ¿Cómo dice? -El pelirrojo le miró con asombro-. ¡Ah, su voz! Ya la tenemos. Nosotros…

– Un momento, Ted -intervino con calma Welland, imponiendo su autoridad-. Supongo que debería excusarme por nuestros malos modales, señor Hankin. Los olvidará, creo, cuando le muestre lo que hemos conseguido en estos últimos y sólidos ocho años. Sin pretender mostrarme demasiado sutil, diría que es usted el envoltorio, más que la mercancía.

– Yo… No lo comprendo -dijo débilmente Hankin.

De vez en cuando, había topado en su vida con alguien que le hacía sentirse disminuido. Welland reflejaba seguridad y poder consciente, y Hankin sabía ya, pese a que sólo habían transcurrido unos minutos desde su primer encuentro, que jamás sería capaz de hacerle frente y mandarle al infierno.

– Trataré de exponerlo de un modo más sencillo -convino Welland con condescendiente tranquilidad-. Conoce ya nuestras técnicas, ¿no es cierto?

– Creo que si. Empiezan por hipnotizar a sus clientes, incluyendo una orden poshipnótica que les fuerza a dormir en unas condiciones dadas: cama, oscuridad y la señal del accesorio telefónico que les facilitan. A continuación, el cliente informa de todo cuanto le ha ido mal durante el día precedente, cualquier cosa que le haya violentado o trastornado y que pudiera provocarle insomnio, preocupación o depresión. Y luego… El trance hipnótico consigue que los clientes acepten el consejo que se les ofrece para solucionar sus problemas…

– Su comprensión es perfecta -sonrió Welland-. Pero creo que hay algo que sigue confundiéndole.

– Sí, lo admito. ¿Cómo pueden personalizar tanto mediante un servicio automático? Afirman que cuentan con decenas de millares de clientes… Es imposible ofrecer una terapia individual a tantas personas.

– No se trata de terapia, a no ser en un sentido muy general. En realidad, vendemos confianza. Seguridad. Comodidad. Y… no intentamos mantenerlo en secreto. Nuestro método se ajusta al que astrólogos y similares han usado a lo largo de los siglos: ambigüedad cuidadosamente planeada. Elegimos un programa estándar para cada cliente. Ella ó él, aunque ocho de cada diez entre nuestros clientes son mujeres- seguirá recibiéndolo, sin importar el motivo de su auténtica preocupación. En la actualidad, disponemos de más de sesenta programas y estamos preparando otros. La mente de la persona que escucha, su parte consciente y su parte inconsciente al mismo tiempo, racionaliza el contenido del programa. Al día siguiente, le resta la impresión de haber recibido una excelente orientación. Pero es la mente subconsciente, no la influencia exterior, la que se encarga de solucionar cualquier dificultad.

Hankin tragó saliva para eliminar la sequedad de su garganta.

– Bien -aceptó-. Pero ¿y si su cliente es un neurótico genuino? En tal caso…

– Desde luego, nos esforzamos por enterarnos de si una futura cliente se halla bajo psicoanálisis o cualquier otro tratamiento psiquiátrico. En caso afirmativo, solicitamos la aprobación del terapeuta antes de aceptarla… Sigo refiriéndome siempre a mujeres. Ya le he explicado el motivo. Bien, en general obtenemos tal aprobación con gran entusiasmo por parte del médico, debido a que ofrecemos una asistencia única. Naturalmente, si el terapeuta lo desea, disponemos que las instrucciones específicas de éste a la paciente sustituyan al programa estándar que seleccionaríamos para ella.

Welland se las arregló para dar la impresión de que todo quedaba aclarado. Cualquier persona que tuviera más dudas debía de poseer una inteligencia inferior.

– De todos modos… -insistió Hankin, pese a sentirse tremendamente avergonzado-. No comprendo por qué, habiendo llegado ya a tanto, se han tomado tantas molestias para encontrar una voz. -Miró con irritación al pelirrojo y añadió-: Sobre todo teniendo en cuenta que ya disponen de esa voz… Supongo que la grabación que fui lo bastante necio para efectuar durante la Gran Búsqueda bastaría aunque me hubiera quedado mudo en aquel momento.

– ¡Hum! -Welland unió las puntas de los dedos y se recostó en su silla-. Temo que nos llevará algunos minutos aclarar ese punto. Lo que sucedió fue lo siguiente: muy al principio de la historia del servicio público prestado por Sueño Profundo, descubrimos que ciertos programas, en apariencia excelentes, obtenían resultados nulos. Atribuimos tal fallo a la presentación del material, no a su esencia. Nos servíamos de cualquier persona para efectuar las grabaciones, aunque sobre todo de actores y actrices sin empleo y con experiencia en declamación. Algunas de las voces seleccionadas llegaron a provocar reacciones de hostilidad subliminal en las clientes, con la consiguiente resistencia a la palabra hablada. Por tal razón, formamos un equipo bajo la dirección de Ted, Ted Mannion, aquí presente, para que se encargase de desarrollar una voz óptima. Y lo consiguieron. ¡Maravillosa! De hecho, nuestro programa estándar más reciente ya la utiliza.

– ¿U… una voz artificial? -logró preguntar Hankin.

– Claro, ¿por qué no? Disponíamos ya de toscos voders hace casi medio siglo. Simplemente, nosotros teníamos más incentivos que otros investigadores para perfeccionar el dispositivo. ¡Ah! Y cuando digo «una» voz óptima, incluyo también la destinada a los hombres. Una voz de mujer, claro está, aunque en este caso todavía lo estamos discutiendo, como ya habrá oído. Supongo, señor Hankin, que ahora querrá saber dónde encaja usted. Bien, la respuesta es muy simple. Necesitábamos contar con una base mucho más amplia de clientela (un término elegante que significa mucho más dinero) para compensar el paso de nuestros programas estándar al método de la voz artificial. Un método muy caro… Y así, se me ocurrió la idea de una búsqueda a nivel nacional del hombre y la mujer con la voz óptima. Usted resultó el elegido. Cuando analizamos su breve grabación, y pese a su evidente nerviosismo, encontramos un tipo increíblemente próximo al ideal. De hecho, de haber sido usted un actor experimentado, o alguien acostumbrado a hablar en público, incluso hubiéramos pensado en usar su voz en la realidad, lo mismo que de manera oficial.