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Lorencito, sin que el miedo creciente le atenuara la lujuria, se dijo que debía escapar, pero el cuerpo convulso y los ojos claros de la bailaora rubia lo tenían como paralizado, y además no cabía duda de que el portero lo había identificado y estaba dispuesto a no permitirle una retirada digna. Las palmas, los taconazos y los olés y ayes sonaban cada vez más fuerte, las seis bailaoras habían salido simultáneamente a escena y los japoneses enardecidos saltaban sobre las mesas volcando las jarras de sangría y derrumbándose luego para levantarse unos segundos después sosteniendo sus cámaras. Las caras de los artistas chorreaban sudor bajo las luces tornasoladas de los focos y el suelo tenía una vibración de terremoto, pero en medio de aquella especie de orgía folklórica los ojos de Bocarrape y el Bimbollo continuaban vigilando fríamente a Lorencito Quesada, y la guitarra se iba deslizando hacia las rodillas del anciano tocaor, que ya dormía sin reparo con la boca abierta y la cabeza caída sobre su pechera bordada.

De pronto, cuando Lorencito ya empezaba a sentir ahogos y náuseas, asediado por el calor de la sala y el entusiasmo colectivo de los japoneses, cesó el escándalo y los artistas, cogidos de la mano, todavía jadeantes, se inclinaron para recibir una salva de aplausos. Uno a uno, en fila, empezaron a bajar por una escalerilla que estaba junto a la mesa de Lorencito. Cuando la bailaora rubia pasaba a su lado se le cayó un clavel del pelo y se inclinó para recogerlo, ofreciéndole a una distancia de pocos centímetros el espectáculo turbador de su pechera palpitante. Al levantarse, sin mirarlo, le dijo al oído: “Rápido, escape por esa puerta donde pone privado. Espéreme dentro de una hora en el Café Central”.

Capítulo XII

Fugitivo en la noche

El pasillo hediondo y sombrío terminaba en un callejón. Lorencito Quesada salió corriendo y al tropezar volcó un contenedor de basura, provocando una desbandada de gatos o de ratas. Huía cuesta arriba, por calles estrechas y desiertas y plazuelas con álamos, acordándose de la expresión sanguinaria del portero, que al darse cuenta de sus intenciones había braceado en vano entre los japoneses beodos del Corral de la Fandanga queriendo alcanzarlo. Sólo bajo las luces de la calle Bailén sintió que podía respirar con alivio: había bares abiertos y grupos de gente en las aceras, y los faros de los coches deslumbraban el asfalto. ¿Nadie dormía en Madrid los viernes por la noche?

Detuvo un taxi y le preguntó al conductor por el Café Centraclass="underline" consideró que el peligro cierto y la urgencia de llegar a la cita con la bailaora rubia justificaban el gasto de una nueva carrera. Como de costumbre, apuntaría escrupulosamente el importe en su libreta, a fin de rendirle cuenta exacta a don Sebastián Guadalimar en el momento oportuno. Pero la verdad era que se había descubierto una desmedida afición a viajar en taxi por Madrid: recostarse en el asiento trasero e ir mirando las calles y las luces eran placeres que subyugaban a Lorencito Quesada, a pesar del suplicio de ir vigilando de soslayo las cifras crecientes del taxímetro. Vio la plaza de España, sumida en la oscuridad, la resplandeciente Gran Vía, donde aún estaban iluminadas las marquesinas de los cines, la plaza del Callao, la calle de la Montera, con sus aceras pobladas de mujeres escuálidas y de africanos al acecho, volvió a pasar por la Puerta del Sol, la calle Carretas y la plaza de Jacinto Benavente, ya a un paso de la plaza del Ángel, donde le dijo el taxista que estaba el Café Central. Aquella veloz travesía nocturna de Madrid al mismo tiempo le daba miedo y lo excitaba: el sentimiento del peligro era tan intenso como el de una avidez colectiva que se le contagiaba nada más que respirando el aire frío de la noche y oyendo las carcajadas y la música que fluían de los bares abiertos.

El café Central no era menos ruidoso que el Corral de la Fandanga. También se daban en él actuaciones en vivo, pero no de cante y baile flamenco, sino de una extraña música moderna, interpretada por negros, que a Lorencito, adepto sobre todo a los conciertos dominicales de la banda de Mágina y a los coros de habaneras, no tardó en ponerle la cabeza como un bombo. Lo peor de aquella música no era que le aturdiese los oídos, como cuando en los días de feria tiene que ir a la caseta municipal para hacer la crónica de los conjuntos que actúan allí: lo peor de todo era que no acababa nunca. Logró acercarse a la barra, abriéndose paso entre jóvenes serios y barbudos y muchachas de caras lánguidas que miraban hacia el escenario con los ojos en blanco y moviendo la cabeza como si dijeran sí continuamente a algo, y pidió una copa de vino quinado, explicando al camarero, a gritos, pero en vano, que le daba igual San Clemente que Santa Catalina: de ninguna de esas dos acreditadas marcas existe la menor noticia en Madrid. El camarero llevaba cola de caballo y un zarcillo diminuto en la oreja izquierda, y también miraba al escenario y agitaba afirmativamente la cabeza, sin hacer ningún caso a Lorencito, que al final se decidió por un Bènèdictine, agregándole luego, por precaución, medio vaso de agua.

Bebía a tragos muy cortos, porque el licor, incluso aguado, se le sube rápidamente a la cabeza, y vigilaba la puerta, pero ni la muchacha rubia aparecía ni cesaba la música de aquellos negros frenéticos. Durante casi media hora uno de ellos estuvo golpeando a solas y sin descanso ni piedad los platillos y los tambores de una batería, y cuando dejó de tocar y le aplaudieron y ya parecía que todo iba a acabarse se adelantó otro que soplaba un saxofón con la cara encendida, pero Lorencito dejó muy pronto de escucharlo: en la puerta de cristales había aparecido la bailaora rubia, que avanzó entre la gente como sin rozarse con nadie, sola y alta, vestida de negro, buscándolo.

No dio muestras de haberlo visto cuando él agitó la mano desde lejos para llamarle la atención. Pasó junto a él, con un gesto le indicó que la siguiera. La vio desaparecer tras una cortina que conducía a los lavabos, y sólo entonces fue tras ella. Estaba claro que por razones poderosas prefería que no los vieran juntos… Debió emplear denodadamente las rodillas y los codos para abrirse camino entre la apelmazada multitud que seguía aguantando a pie firme los pitidos y los bocinazos del saxofón sin dar señales de fatiga. ¿No los asfixiaban los vapores del alcohol y el humo denso del tabaco, no enloquecían con el ruido? Al menos en las escaleras que subían a los lavabos el aire casi era respirable y se atenuaba la música. Había muchos peldaños, y a Lorencito le palpitaba el corazón. Le palpitó mucho más fuerte cuando llegó arriba y vio a la rubia asomada a la puerta del lavabo de señoras, al fondo de un salón con el techo muy bajo, iluminado por tubos fluorescentes.

– Vamos, entre, que lo van a ver, -dijo la rubia, asiéndolo del brazo.

– Me da no sé qué… -Lorencito dudaba: en aquel reducto femenino se moría de vergüenza. Pero la rubia tiró de él, miró un instante hacia afuera y luego cerró. No parecía la misma que en el Corral de la Fandanga: ahora iba sin maquillar y llevaba el pelo liso, un vestido flojo y largo, unas gafas redondas con montura de alambre, y en lugar de tacones unos zapatos negros, de suela gruesa y plana, todo lo cual le daba un severo aspecto como de apostolado seglar, muy parecido al de las chicas de Mágina que asisten a los retiros espirituales para jóvenes. Con la nuca apoyada en la puerta miró un instante al vacío mientras seguía la vibración débil de la música.

– Me fascina el jazz, -dijo-. Me fascina absolutamente. ¿A usted no? Me gustan sus ambientes oscuros y cargados de humo. ¿Sabe lo que más me gustaría en la vida? Ser negra, negra como Billie y como Ella. Cantar borracha en un club a las cinco de la madrugada…

– Pero usted también es artista, -apuntó Lorencito, queriendo tímidamente halagarla.

– No llame arte a eso que yo hago por ganarme la vida, -la rubia suspiró, mirándolo a los ojos-. Es una mixtificación acultural, el típico discurso vacío, no una asunción válida de las propias raíces. Aunque le extrañe, soy licenciada en Psicología y Antropología.

Lorencito no entendía nada, pero la mirada de la chica, el color de sus ojos, las formas turgentes de su cuerpo bajo aquel vestido penitencial, su olor reciente a gel de baño, le producían un efecto como de ansiosa beatitud, acentuado por la proximidad en aquel espacio tan angosto. Que por edad la rubia pudiera ser su hija no lo amedrentaba menos que el descubrimiento de que tenía estudios superiores. Unos pasos muy cerca de la puerta los inmovilizaron a los dos: alguien intentaba abrir, veían girar el pomo y se miraban en silencio.

– No hay tiempo que perder, -dijo la rubia, cuando los pasos se alejaron-. Pueden habernos seguido. Pueden llegar en cualquier momento.

– ¿Quienes? -Lorencito volvía a tener miedo-. ¿El Bocarrape y el Bimbollo?

– Los otros, -la rubia se mordió los labios sin pintar-. Los más peligrosos. Los que raptaron al pobre Matías Antequera.