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– ¿Uno gordo, un chino y uno que lleva una uña muy larga?

– Yo no los he visto nunca, -dijo la rubia-. Si los hubiera visto, si sospecharan de mí, no estaría viva…

– ¿Cuando desapareció?

– Estaba muy raro los últimos días, -la rubia tragó saliva, buscó con nerviosismo en su bolso, encendió un cigarrillo. Lorencito consideró que fumaba de un modo adorable-. No hablaba con nadie, ni siquiera conmigo, se encerraba en su camerino y yo lo oía rezar. El miércoles no fue al trabajo, ni ayer. Esta mañana me llamó por teléfono. Ya estaba secuestrado, pero consiguió de algún modo ponerse en contacto conmigo. Me pidió que hiciera todo lo posible por hablar con usted.

– ¿Le dijo a usted adónde lo han llevado?

– Le vendaron los ojos y lo metieron en un coche. “Dile a mi paisano por lo que más quieras que soy inocente”: no paraba de repetirme lo mismo. Se ve que tiene en usted mucha confianza.

– ¿No le dijo nada más? -Lorencito la apremiaba como un detective-. Alguna pista, alguna palabra clave…

– El universo de los hábitos, -de pronto la rubia recordó-. Eso fue lo último que me pudo decir…

Pero se había olvidado de sujetar el pomo de la puerta: en el espejo del lavabo la vieron abrirse y una figura masculina apareció en ella. Entonces la rubia se echó instantáneamente en brazos de Lorencito Quesada, lo atrajo hacia sí con los ojos cerrados y le introdujo una lengua movediza y afanosa en la boca, apretándose muy fuerte contra él, muy fuerte y a la vez con una dulce blandura. Pero en menos de un segundo todo había terminado: la figura desapareció del espejo, la golosa lengua ya no estaba en su boca, la rubia había escapado corriendo del lavabo, una mujer detenida en la puerta soltaba una exclamación al ver a Lorencito Quesada. También él se vio en el espejo: estaba echado contra la pared, con el tupé deshecho y las piernas abiertas con los faldones de la camisa fuera del pantalón, como un degenerado.

Capítulo XIII

El híper del pecado

Con las venas del cuello y de las sienes hinchadas, con los ojos vueltos, como los santos en estado de trance, el saxofonista aún seguía emitiendo un sonido de claxon cuando Lorencito Quesada bajó de los lavabos del Café Central, buscando a la bailaora rubia con un vano residuo de esperanza. Iba como transtornado, con los ojos tan vueltos como el saxofonista, acomodándose aún los faldones de la camisa, mirándose de reojo en los espejos de las columnas para ajustarse la corbata, para recuperar la onda exacta del tupé. Tan aturdido iba que no le extrañó que alguien gritara su nombre entre el barullo de la música unos segundos antes de que unos dedos de acero se le hincaran en el hígado.

– ¡Lorencito insigne! ¡Como yo digo, el mundo es un pañuelo! ¡En un Madrid, y vernos dos veces el mismo día!

Entre las caras pálidas, intelectuales y devotas, entre las barbas y las gafas, las orejas masculinas con pendientes, las mujeres lánguidas y enigmáticas que fumaban con los finos labios apenas separados, había aparecido como una victoriosa irrupción de Mágina en medio del más sofisticado cosmopolitismo la cara ancha, colorada, saludable, nutrida inmemorialmente de torreznos, tortas de candelaria y potajes de garbanzos, la cara redonda como un pan de Pepín Godino. Un acceso de recelo contuvo y casi desbarató la franca alegría de Lorencito Quesada al reconocer a nuestro paisano y mirarle de soslayo, cuando se recuperaba de su certero uppercut, la uña impoluta del meñique.

– Hombre, Pepín, qué sorpresa.

– ¡No me llames Pepín! En Madrid todo el mundo me llama Jota Jota. Veo que a ti también te ha dado por el tema del jazz…

Pepín Godino tomó a Lorencito del brazo y lo usó como ariete para abrirse camino hasta la salida. La tranquilidad y el aire fresco de la calle disiparon rápidamente los vapores del alcohol y el martirio de la música, pero no las sospechas de Lorencito ni el sabor de aquella lengua lúbrica que unos minutos antes se agitaba en su boca. Iban a dar las tres de la madrugada y en la calle había cada vez más coches y más gente. Pepín Godino, Jota Jota, lo guiaba del brazo por la angosta acera de una calle llamada de las Huertas y le hablaba a gritos para que su voz prevaleciera sobre el ruido de los motores, los cantos espirituosos de los noctámbulos y la música que salía de los bares, pero él, en vez de oírle, levitaba, acordándose de la blandura cálida del seno palpitante de la bailaora, de los muslos duros y largos que habían atenazado los suyos durante menos de un segundo en el lavabo de señoras del Café Central.

Decididamente, reflexionó, era un irresponsable: en circunstancias tan comprometedoras como las que lo envolvían esa noche en Madrid sólo pensaba que tenía sueño y que estaba caliente, más caliente que el rabo de un cazo, para decirlo en los términos soeces que emplean los mocetones rústicos de Mágina, esos de bozo sombrío y granos en la cara que no se acercan a la confesión para no declararse convictos del vicio solitario.

– ¡Mira, mira, Quesada, qué mujerío, qué carnes!, fíjate en ésa, cómo mueve el culo, mira cómo se restriega con el tío que va con ella, y la otra, ésa, la que viene hacia aquí ¡vista a la derecha, que te la pierdes, Lorencito inconmensurable!, fíjate qué pantalón lleva, que se le nota todo, si es que van prácticamente desnudas. ¿Y sabes en qué van pensando todas? -Pepín Godino se detuvo, dándose varias palmadas en la frente con la mano derecha-. ¿Sabes lo que llevan aquí incustrado, como yo digo, en el cerebro? ¡El tema sexo…! Pero a ver, celebérrimo, con la mano en el corazón, francamente, de hombre a hombre, ¿cuánto hace que no mojas?… O dicho más finamente, ¿cuándo fue la última vez que echaste un coito?

– Hombre, Pepín, -Lorencito se puso colorado mientras intentaba bucear en las regiones más arcanas de su memoria-. Esas preguntas no se hacen.

– ¡Basta de Pepín y Pepín! Tú a mi me llamas Jota Jota o no te llevo a donde pensaba llevarte…

El gentío los expulsaba de la acera: tenían que caminar entre los coches atascados, eludiendo deportivos con las ventanillas abiertas por las que salía un estruendo de música de baile y motos rugientes sobre las que cabalgaban parejas con cascos de astronauta y trajes de cuero. En todas las esquinas había negros o árabes vendiendo tabaco de contrabando y familias enteras de coreanos o vietnamitas abrigados con anoraks que ofrecían bocadillos y latas de Coca-Cola y de cerveza. Pepín Godino guiaba a Lorencito con soltura y decisión y le daba codazos y le guiñaba un ojo cada vez que distinguía a una mujer de bandera.

– ¡No todo va a ser en la vida adoración nocturna y novenas del Santísimo! -continuó, moviendo la cabeza en todas las direcciones, alargando el cuello como un ave zancuda para seguir con la vista a las mujeres que pasaban-. Voy a llevarte a un sitio que no olvidarías nunca, Quesada, y no me lo preguntes porque no te pienso contestar… ¡Hay que espabilarse, hombre, no me pongas esa cara, que no estamos en un entierro!

“El universo de los hábitos”, pensaba Lorencito: en esas palabras de Matías Antequera estaba sin duda la clave del enigma de su cautiverio, pero por más vueltas que le daba no conseguía vislumbrar ni una raya de luz. ¿Sería un mensaje cifrado, una especie de contraseña, el nombre de algún sitio? La falta de sueño, los impulsos de la lujuria, el estrépito de la calle Huertas y la palabrería incesante de Pepín Godino no lo dejaban pensar. Vio que torcían a la derecha por una calle más despoblada y más sombría y temió estar siendo conducido a una trampa, o quién sabe si a uno de esos locales oscuros que llaman whiskerías, donde mujeres venales y desnudas sirven bebidas narcóticas a los incautos…

– ¿Falta mucho para llegar? -le preguntó tímidamente a Godino.

– ¡No te impacientes, Quesada, que ya te noto ávido de placeres carnales, como dice el párroco de la Trinidad! -Habían llegado a una calle transversal y más ancha, y Pepín Godino señaló con un ademán de descubridor hacia la acera de enfrente, donde refulgían grandes letreros de neón-. ¡Estás a punto de hollar con tus plantas piadosas el mayor sexy-shop de Europa, la catedral del vicio, la basílica de los doce pecados capitales!

– Son siete, -dijo Lorencito, mientras cruzaban la calle, que resultó ser la de Atocha.

– Eso será en provincias, que estáis más atrasados, -Pepín Godino ahora lo empujaba, abría delante de él una gran puerta de cristales que daba a lo que parecía el vestíbulo lujosamente iluminado y decorado de unos grandes almacenes. Le señaló una pared ocupada enteramente por estanterías como las de los videoclubs-. Mira qué películas, Quesada predilecto, las más fuertes del mercado en el tema porno. Pero no te pares, que se te van los ojos, y prepárate, que todo esto no es más que el aperitivo… Se impone una visual rápida al sexy-bar.

Hombres cabizbajos y de mediana edad y grupos de adolescentes de mirada turbia deambulaban por anchos corredores de paredes de mármol y suelo de linóleo, examinando las portadas de los vídeos (que Lorencito procuraba no mirar) o los extraños artículos ordenados sobre anaqueles de cristal que tenían algo de escaparates de ortopedia. Sonaba una música estridente entremezclada con jadeos febriles que se hizo más intensa cuando Pepín Godino levantó una pesada cortina negra. Lorencito lo siguió, y al principio, como iba algo atontado, sólo vio la barra de un bar ocupada únicamente por hombres que bebían y conversaban acodados en ella. Un cañón de luz roja y azul barría desde una esquina del techo la penumbra y una voz masculina gritaba en un micrófono con el mismo acento que los locutores de las tómbolas: entonces, como si lo aniquilara una aparición, Lorencito vio a una mujer que bailaba sobre la barra, sin más vestuario que unos tacones de charol y una cadena dorada alrededor del tobillo, revolviéndose el pelo negro al ritmo de la música, acariciándose las ingles con las dos manos abiertas. Los hombres bebían con las cabezas levantadas y las luces rojas y blancas del suelo proyectaban sombras de máscaras en sus rasgos inmóviles.