Выбрать главу

– Vámonos de aquí -dijo, casi rogó, con la voz temblorosa, notando que la sangre se le subía a las sienes, bajando la mirada. Pepín Godino miró su reloj de pulsera y se encogió de hombros, gozoso y exaltado, muy serio en fracciones de segundo, la cara roja y azul a la luz de los focos.

– Espera, que todavía no hemos terminado, -declaró: habían salido del sexy-bar y ahora lo llevaba por un pasillo de cabinas numeradas. En una de ellas, un hombre vestido con un mono de color naranja pasaba una fregona por el suelo y esparcía un aerosol desinfectante.

Cuando la cabina estuvo libre, Pepín Godino empujó hacia el interior a Lorencito, al mismo tiempo que le entregaba un puñado de monedas, diciéndole: “Entra ahí y me lo agradecerás eternamente”. Tardo siempre, débil de carácter, con el corazón sobresaltado, Lorencito Quesada se quedó encerrado en la cabina, frente a un espejo de cuerpo entero y a una especie de taxímetro que lo urgía en silencio con parpadeos electrónicos: Deposite monedas.

Capítulo XIV

El puñal homicida

La cabina era casi tan estrecha como el retrete de un bar. Había, frente al espejo, un taburete acolchado, y, junto al marcador o taxímetro una repisa de cristal con un rollo de papel higiénico de color rosa. Lorencito observó que el hombre de la limpieza se había olvidado del desinfectante, que atosigaba el aire ya de sí enrarecido con un olor a amoníaco y a ozonopino. Le daba vergüenza hasta de ver su cara en el espejo: pálida, un poco abotargada, con una sombra de barba en las mejillas, que habían perdido, por efecto de la luz, del cansancio o de la disipación, su sonrosado habitual. ¡Tenía la mirada turbia y los lagrimales enrojecidos, como un esclavo de la depravación! En el marcador empezó a sonar un pitido como el de los relojes digitales y el parpadeo de las letras rojas se hizo más rápido: Deposite monedas. Deposite monedas.

Todas las que Pepín Godino le había suministrado, en un rasgo sospechoso de generosidad, eran de quinientas. A ver qué pasaba, Lorencito introdujo dos en la ranura. Por un instante se apagó la luz y no vio nada más que los números rojos del marcador. Los latidos de su corazón le repercutían angustiosamente en el estómago, sentía miedo y vergüenza pero era incapaz de marcharse de allí. En el espejo surgió una fosforescencia azulada y acuática en la que se definió poco a poco la forma de otra cabina muy parecida a la que él ocupaba, con la misma moqueta y el mismo taburete, pero cerrada por un cortinaje negro. Una mano con las uñas pintadas de rojo lo entreabrió: tras ella vino, deslizándose en la claridad azul, la mujer más alta y más blanca que Lorencito Quesada había visto nunca, una mujer de rompe y rasca, exclamaría con vehemencia mucho después, cuando se atreviera a contarlo, escogiendo los términos más apasionados de su vocabulario: los labios gordezuelos, la nariz respingona, los senos turgentes, los pezones enhiestos, los muslos escultóricos, la piel como alabastro, los hombros anchos y fornidos. Llevaba unas bragas mínimas y casi transparentes de encaje y un collar con un pequeño crucifijo dorado. Se sentó en el taburete, cruzó las piernas y bostezó mirando directamente hacia Lorencito, con una expresión vacía en los ojos. “No puede verme”, pensó él con alivio, pero también con desconsuelo: si no fuera por el cristal se rozaría con ella. La mujer disimuló un segundo bostezo con la mano y tomó del suelo un cartel que puso ante los ojos de Lorencito.

1.000 ptas.: me desnudo

2.000 ptas.: me masturbo

3.000 ptas.: me masturbo con vibrador

Le faltaba el aire, le sudaban las palmas de las manos, humedeciendo el puñado de monedas, escalofríos y picores le sacudían el cuerpo. Pensó que si no se marchaba inmediatamente de allí era por no sufrir las burlas con que lo escarnecería Pepín Godino. La mujer seguía sentada frente a él, al otro lado del cristal, con la misma expresión de aburrimiento que la cajera de una tienda sin público. Se impacientaba, acercaba mucho la cara al cristal haciéndose pantalla con las dos manos para distinguir a Lorencito y él retrocedía buscando el amparo de la oscuridad. La mujer estaba diciéndole algo, pero el cristal era muy grueso y apenas se la oía, y además hablaba muy poco español.

Avergonzado, ridículo, intimado por ella, Lorencito fue a depositar más monedas en el marcador, pero se le cayeron al suelo y tuvo que arrodillarse con dificultad y tantear en la moqueta para encontrarlas, y cuando por fin introdujo dos o tres en la ranura y la mujer pareció que revivía del tedio y se desperezaba y desplegaba lentamente sus miembros Lorencito quedó sumido en un estado muy próximo a la hipnosis, comparándola en su imaginación con una diosa griega, con una estatua de Rubens. Tan absorto estaba mirando lo que no había visto nunca en su vida que no se dio cuenta de que tenía la cara pegada al cristal ni de que la puerta de la cabina se abría sigilosamente tras él.

Sólo se volvió cuando ya era casi demasiado tarde, al oír el ruido de un pestillo, y entonces se olvidó de la mujer que ahora tenía las piernas separadas y había empezado a manejar, con los ojos cerrados, con un aire indiferente de rutina y fastidio, como una peluquera cansada, un extraño artefacto que sin duda funcionaba a pilas: detrás de Lorencito, con la cara débilmente iluminada de azul, el mismo oriental que le llevó el sobre a la pensión, el que lo persiguió por las Vistillas con una cámara de vídeo, alzaba ahora muy despacio un pérfido cris malayo.

Sin volverse del todo, como en un sueño lento y silencioso, Lorencito vio la sonrisa y los ojos rasgados del sicario japonés y el brillo del puñal. Pensó que iba a morir y que la punta tardaría mucho tiempo en clavársele, levantó la mano derecha y asió con sus dedos gruesos y blandos la muñeca nervuda que sostenía el puñal, recibió un rodillazo en el estómago, cayó al suelo doblándose y derribando el taburete y vio que al otro lado del cristal la mujer aún manejaba aquel artefacto a pilas y se relamía los labios y la barbilla húmeda, alzó la cabeza, abrió la boca queriendo respirar y notó en la garganta la presión de unos dedos que se lo impedían. Estaba sentado en el suelo, contra la pared, con un brazo retorcido a la espalda, y el japonés le tenía las piernas apresadas, le sujetaba el cuello con una mano hundiéndole en la papada las yemas de los dedos y con la otra le acercaba el puñal, murmurando cosas en su idioma, seguramente injurias o maldiciones orientales: “Va a degollarme”, pensó Lorencito, y cerró los ojos con más resignación que terror. Entonces tocó algo, lo empuñó instintivamente, en una décima de segundo comprendió que era el frasco de aerosol desinfectante. Golpeó con él la hoja del puñal que ya le estaba rozando el cuello y luego disparó un chorro de spray contra los ojos del japonés, le bañó toda la cara, se puso en pie y le dio un golpe en la nuca tan fuerte como pudo, y ya enfurecido, poseído por el instinto de supervivencia de la especie, él, que es incapaz de hacer daño a una mosca, levantó con las dos manos el taburete y lo descargó sobre la cabeza del japonés, que ya empezaba a incorporarse, y que al recibir el tercer golpe tuvo un estremecimiento como de toro apuntillado.

Pero lo más raro era que no había transcurrido ni un minuto y que apenas se había roto el silencio. En el marcador electrónico aún quedaban monedas, y la mujer, tras el cristal, pataleaba suavemente sobre el taburete, con los muslos juntos y los pies extendidos, como si nadara hacia atrás en aquella luz líquida. El japonés no se movía ni respiraba: por miedo a haberlo matado, y también a que siguiera vivo y lo atacara de nuevo, Lorencito no se inclinó a examinarlo, pero le tuvo que apartar las piernas para abrir la puerta de la cabina, y entonces le pareció que oía como un gorgoteo o un gemido.

Cuando salió al corredor la intensidad de la luz le hizo daño en los ojos. Eran más de las cuatro, pero aún merodeaban por el establecimiento unos pocos noctámbulos, y venía música del llamado sexy-bar. Ni rastro de Pepín Godino, por supuesto. Consumada la traición huido, pero era posible que apareciera algún otro secuaz del japonés. Lorencito contenía a duras penas la tentación de escapar corriendo. Dos guardas jurados de tamaño hercúleo, gafas de sol y revólver al cinto se interponían entre él y la puerta de salida y lo miraban acercarse, con los brazos en jarras. En ese mismo momento, mientras a él le faltaban menos de diez pasos para llegar a la calle, el hombre de la limpieza podía estar entrando en la cabina donde yacía el japonés. Se oiría un grito, habría una confusión de luces rojas y alarmas, uno de los guardas jurados le pondría pesadamente una mano en el hombro…