Pasó entre ellos sin mirarlos, tieso, con el estómago encogido, con la camisa de felpa empapada en sudor, con los ojos fijos en las puertas de cristales y en los discos azules con flechas blancas de dirección obligatoria que había en cada una. Le pareció un milagro que nadie le impidiera empujarlas y que resultara tan fácil llegar a la calle. Era preciso alejarse cuanto antes de allí, pero Lorencito no sabía hacia dónde. La pensión estaba relativamente cerca: ¿no sería, sin embargo, una temeridad volver a ella, no era lo más probable que sus enemigos estuvieran esperándolo para tenderle una nueva trampa? A Lorencito le flaqueaba el ánimo y le daban ganas de renunciar a todo y de sentarse a llorar en un escalón.
Bajaba por la calle Atocha cruzándose con sombras lentas y de hombros hundidos que arrastraban los pies y llevaban con dificultad viejas bolsas de plástico. En los portales de algunas tiendas dormían hombres o mujeres tirados entre cartones y harapos. Para eludir a un grupo de amenazadores melenudos que venían directamente hacia él torció a la izquierda por una calle que se llamaba de Fúcar. Medio dormido, muriéndose de tristeza y de hambre, la siguió hasta el final, donde le llamó la atención la fachada de piedra de una iglesia: su único consuelo en aquella noche amarga fue descubrir que había llegado a la basílica de Jesús de Medinaceli. Leyó en un cartel que la primera misa era a las siete y media. Se sentó en el escalón, arrebujándose en su chaqueta, dispuesto a esperar a que se abrieran las puertas y a distraer el tiempo rezando un rosario, que buena falta le hacía. Antes del segundo misterio ya estaba dormido.
Capítulo XV
Soñaba que una cuadrilla de malhechores compuesta por miembros de todas las razas humanas lo perseguían por los corredores con espejos y mujeres desnudas de El Sistema Métrico. Intentaba escapar, pero tenía los pies y las manos helados, y ni siquiera podía desprenderse de los dedos con uñas largas y curvas que le recorrían la ropa como veloces parásitos. Las voces que sonaban en el sueño acabaron de despertarlo: «¡Sinvergüenza!» «Ehjraciao, que nos quitas el pan!» «¡Azvenedizo!» «¡Ehjirol!» Lo primero que vio al abrir los ojos fue una mano mugrienta que se le deslizaba hacia el interior de la chaqueta. La golpeó como si se sacudiera un insecto y otras dos manos más rápidas y más sucias le estaban desatando los cordones de los zapatos. “Cuidado, que ya vuelve”, dijo una voz, y agregó otra: “Pues parecía que estaba de cuerpo presente”.
Al recobrar del todo el conocimiento Lorencito Quesada se encontró rodeado por un grupo de mendigos hostiles, y no tardó mucho en darse cuenta del motivo de su animadversión: al sentarse en el quicio de la puerta de Jesús de Medinaceli había usurpado inadvertidamente el puesto de mayor jerarquía y más provecho para la mendicidad, y ahora los veteranos en el escalafón de pedigüeños se disponían no sólo a robarle hasta las pestañas, sino también ahuyentarlo de allí con drásticas medidas que incluían cortes de navaja en la cara y estacazos propinados con las muletas de un tullido, el cual se cubría malamente con los restos de un hábito morado y debía de ostentar la máxima autoridad entre aquellos indigentes, porque era el que hablaba más alto y mantenía a raya, a muletazos, a los que intentaban despojar a Lorencito, sin duda con la idea de reservarse lo mejor del botín.
– Aquí se asciende por antigüedad, -le dijo-, lo mismo que en los Ministerios.
Los primeros rayos de sol ya desentumecían las piernas de Lorencito, que procuraba irse deslizando hacia el interior de la iglesia, en busca de refugio, pero un individuo con las dos piernas cortadas y un cartel sobre el pecho con una fotocopia del libro de familia le cortó el paso por detrás, esgrimiendo un tubo de plomo, y el supuesto tullido, que se movía tan ágilmente como si hubiera obtenido una curación milagrosa, le hundió en el pecho la punta de su muleta.
– Procedamos en orden, -declaró con suficiencia técnica el tullido, extendiendo una mano abierta hacia Lorencito-. Lo primero: el peluco.
Lorencito, para fortuna suya, no llegó a comprender el significado de esa palabra, perteneciente sin duda a lo más bajo del argot delictivo, porque cuando más perdido se creía los mendigos se apartaron de él y fueron a distribuirse rápidamente por las escalinas de la iglesia, como escolares díscolos en un aula donde acaba de entrar el maestro. El tullido torció el pie derecho y todo su cuerpo quedó pendiendo de las muletas, el de las piernas cortadas guardó el tubo de plomo y sacó un rosario que empezó a desgranar piadosamente, el que había intentado robar la cartera y los zapatos de Lorencito se puso unas gafas de ciego y prorrumpió en jaculatorias: frente a la iglesia se había detenido un largo automóvil negro con cristales ahumados, y poco después un chófer con gorra de plato y traje azul marino le abría la portezuela de atrás a un caballero muy alto, de figura imponente, barbilla cuadrada, pelo blanco y expresión decidida y severa. El caballero se santiguó, se abotonó la chaqueta, se estiró los puños de la camisa, donde refulgían unos gemelos dorados, miró con altivez a la populosa concurrencia de piltrafas humanas y le hizo una seña al chófer antes de subir con un par de saltos vigorosos la escalinata de la iglesia y desaparecer en su interior, acompañado por cuatro hombres de espaldas fornidas, gafas de sol, bigotes negros y pequeños sonotones en las orejas que habían salido al mismo tiempo que él de otro coche estacionado tras el suyo. El chófer esparció a voleo varios puñados de monedas y Lorencito aprovechó para huir de la contienda subsiguiente entre los mendigos, que se revolcaban por las losas los unos sobre los otros, mordiéndose, pisoteándose, profiriendo espantosas blasfemias.
Con recogimiento ejemplar entró en la basílica. La penumbra, el murmullo de los rezos, la belleza de las imágenes que ornan sus capillas, la devoción de los fieles que avanzaban arrodillados por la nave lateral en dirección al camarín de Jesús de Medinaceli, actuaron como un bálsamo para su espíritu tan necesitado de edificación y consuelo. Al fondo, muy alta sobre el ábside, como gravitando por encima de las pasiones y las miserias humanas, iluminada por varias hileras superpuestas de cirios, estaba la venerada imagen, que se parece un poco al nuestro Cristo de la Greña, sobre todo porque también tiene una espesa mata de pelo natural. La visión sobrecogió a Lorencito: tan lejos y tan alto, con su tez tan oscura bajo la sombra del pelo, a la luz de los cirios, Jesús de Medinaceli parecía mirarlo precisamente a él, con reprobación y tristeza, por sus recientes y culpables desvíos.
Temía no ser digno de subir al camarín y de besar el pie bruñido y gastado por los labios de generaciones de devotos. Se acordó del centurión del Evangelio: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”. Por la nave lateral, junto a las capillas y los confesonarios, avanzaban oscilando fieles de rodillas. A Lorencito lo admiró comprobar que eran de todas las edades, de todas las clases sociales. Jóvenes con zapatillas, cazadoras y vaqueros, humildes amas de casa, damas de la alta sociedad. Madrid, pensó, no sólo era la Babilonia, la Sodoma y Gomorra en las que él se había extraviado durante todo un día y una noche. La juventud no sólo se entregaba a la droga y a la promiscuidad: hay una mayoría sana de jóvenes creyentes, pero ésos, decidió escribir en cuanto volviera a Mágina, no son noticia ni salen en la prensa.
El caballero de pelo blanco y los cuatro hombres con bigotes negros y gafas de sol iban de rodillas delante de él, formando un grupo compacto. Adelantaban por la izquierda a los fieles más lentos, colisionando con algunos, y el caballero miraba de vez en cuando un reloj de pulsera dorado. A Lorencito su cara, a pesar de las gafas, le resultó conocida. ¿La había visto en algún periódico, en la televisión? El chófer también iba de rodillas junto a su patrón, aunque se le veía menos costumbre de ejercitar aquella penitencia. Cuando llegaron al principio de la escalera que sube al camarín los seis hombres se pusieron al mismo tiempo en pie y el chófer sacó un pequeño cepillo de lomo plateado, hizo una reverencia y le limpió las rodilleras del pantalón a su jefe. Lorencito ya no los siguió: se detuvo a poner una vela en una capilla, pero descubrió que ese anticuado procedimiento de culto ya no se usa en las iglesias de Madrid; ahora, en vez de encender una vela, se oprime un botón después de introducir la limosna en el cepillo, y entonces se ilumina un piloto rojo en un moderno panel, lo cual es sin duda más práctico, porque aparte de suprimir todo peligro de incendio evita la posibilidad de que se enciendan velas sin previa aportación de óbolo.