Cabizbajo, contrito, subió al camarín, y se puso en la cola de los que iban a besar el pie de Jesús. Muy por delante de él distinguió el pelo blanco del caballero penitente, rodeado por las cuatro espaldas montañosas de sus acompañantes. Algunos fieles se daban golpes metódicos en el pecho, otros pasaban cuentas de rosario o murmuraban oraciones con los ojos entornados. Lorencito no se atrevía a levantar los ojos hacia la cara sombría y afable de Jesús. A la izquierda de la imagen estaba sentada una señora rubia que le limpiaba el pie con un paño blanco después de cada beso. Lorencito echó una moneda en el cepillo y cuando se encendió el piloto rojo le vino un recuerdo impío que se apresuró a rechazar…
Pero el hábito morado de la imagen también le trajo otro recuerdo, e inmediatamente después una intuición y una certeza: la tela que envolvía la reliquia del Santo Cristo de la Greña en aquel sobre que recibió en la pensión era tela de hábito; las últimas palabras que le dijo Matías Antequera a la bailaora rubia fueron «El universo de los hábitos». ¿Cómo no lo había comprendido antes? ¡Sin más remedio el sobre procedía de una tienda de hábitos que llevaba ese nombre, y en ella tendrían oculta la imagen del Santo Cristo de la Greña! Bajó del camarín trastornado, sin fijarse dónde ponía los pies, y como los peldaños eran tan estrechos le faltó poco para caer rodando y descalabrarse. Chocó con alguien y al pedir perdón vio que era el caballero peliblanco. Los cuatro acompañantes y el chófer se volvieron simultáneamente hacia Lorencito, rodeándolo con sus torsos hercúleos, y uno de ellos se llevó la mano hacia el costado izquierdo de su chaqueta, que parecía singularmente abultado. El caballero agitó el dedo índice y los cinco hombres se apartaron. Antes de salir de la basílica, Lorencito vio que el caballero estaba arrodillado junto a un confesionario, y que sus acompañantes, incluido el chófer, formaban un semicírculo a su alrededor, con los brazos cruzados y las piernas abiertas, esperando turno sin duda para acercarse a la confesión. En cuanto a él, Lorencito, también le urgía el sacramento, pero lo primero de todo era encontrar sin pérdida de tiempo esa misteriosa tienda llamada El Universo de los Hábitos.
Capítulo XVI
Justo enfrente de Jesús de Medinaceli había una tienda pequeña, pero muy bien surtida, de artículos religiosos, y en ella pidió razón Lorencito Quesada de El Universo de los Hábitos. Tan mala cara debieron de verle que nada más entrar un provecto mancebo de guardapolvo gris le dio un duro de limosna, y a continuación un guarda jurado, -parece que Madrid está lleno de ellos, dice Lorencito, y que son todavía más idénticos entre sí que los turistas y los sicarios orientales-, lo echó a empujones del establecimiento, notificándole de paso que si volvía a entrar le saltaría los dientes, y que las tiendas de hábitos, lo mismo en género que en confección, suelen estar en la calle de Postas.
Los mendigos de la puerta de la basílica andaban ahora tan ocupados por la creciente afluencia de fieles, pregonando desgracias, jaculatorias y peticiones de caridad, que ni siquiera repararon en él. No obstante, se alejó lo más rápido que pudo y con la cara vuelta hacia la pared, por si las moscas. En el cristal de un escaparate se vio tan desmejorado, en un estado tan lamentable de higiene y presentación, que apenas pudo reconocerse. ¡Él, que se caracterizó siempre entre los empleados de El Sistema Métrico, incluso los de categorías superiores, por su extrema, su casi legendaria pulcritud! Se imponía, si no una ducha y una muda de ropa, ya que aún recelaba de volver a la pensión, sí al menos un afeitado y una revisión general de su indumentaria.
En una barbería gratamente anticuada y económica, en cuya fachada un letrero de azulejos anunciaba la novedad del masaje eléctrico, le dejaron las mejillas tan suaves y frescas como la piel de un niño y lograron devolverle a su tupé la ondulación adecuada, que muy pocos peluqueros de hoy en día consiguen. En los lavabos de una céntrica cafetería, dotados admirablemente de jabón Palmolive, toallas de papel y secador automático, se lavó a conciencia la cara y las manos, se enjuagó la boca con un pequeño frasco de Oraldine que por precaución lleva siempre consigo y corrigió lo mejor que pudo el desorden de su ropa. Reanimado, porque la limpieza personal lo vivifica, se concedió un opíparo desayuno a base de leche con Cola-Cao (él lo prefiere al café, que le daña los nervios) y de esos sustanciosos churros a los que en Madrid llaman porras, juzgándolos no inferiores a los que daban hace años en el tristemente desaparecido café Royal de Mágina.
Preguntando, suele decir él, se llega a Roma. En la cafetería, que estaba en la bella plaza de Santa Ana, a un costado del Teatro Español, le explicaron que la calle Postas no quedaba lejos, de modo que decidió ir andando, en parte por ahorrarse el importe de un taxi, y también por aclarar sus ideas durante la caminata. Era una mañana fresca, de una luz rubia y húmeda con tornasoles azulados, una mañana tranquila y solitaria de sábado, y Lorencito no tardó mucho en encontrarse en la plaza Mayor, que viene a ser, según cuenta, el corazón del viejo Madrid. Lo admiró su amplitud y la regularidad al mismo tiempo majestuosa y castiza de sus edificios y soportales, y al compararla mentalmente con nuestra plaza del General Orduña, o de Andalucía, esta última (a despecho de su acendrado patriotismo local, del que hay constancia fidedigna en casi treinta años de artículos para Singladura) le pareció pequeña y algo mezquina, una plaza de pueblo. Constató, sin embargo, con mirada de experto, que los establecimientos comerciales de Madrid, al menos los de aquella zona, eran mucho más rancios que los de Mágina, lo cual no dejó de sorprenderlo, devolviéndole una parte de su maltrecho orgullo: ¡tiendas con mostradores de madera y columnas de hierro, escaparates con postigos de cuarterones, letreros no de neón, como los de El Sistema Métrico, sino pintados sobre el cristal con caligrafía decimonónica, maniquíes de hace cuarenta años, rústicos comercios de boinas, de alpargatas, de efectos militares, incluso cordelerías lóbregas! Mágina, pensó, será una ciudad provinciana, de acuerdo, pero su comercio es más moderno y dinámico que el de Madrid, no en vano se ha convertido en los últimos años en la capital económica de la comarca, incluso de toda la provincia… El cartel de una anacrónica sombrerería llamada Casa Yustas lo indignó: “Exportación de gorras a provincias”. ¿Se imaginaba esta gente que en los pueblos aún llevamos boinas caladas hasta las cejas, que andamos en burro y nos alimentamos de ajos y torreznos?
Pero ya estaba en la calle de Postas, que partía de uno de los arcos de la plaza Mayor. En la acera de la izquierda, a continuación de una tienda de lanas, vio, no sin estremecerse, los escaparates de El Universo de los Hábitos, casi tan amplios como los de El Sistema Métrico. Sin duda se trataba de un comercio importante, de un verdadero emporio en el ramo de la sastrería eclesiástica y los objetos de liturgia y de culto, que surtía por igual las demandas más tradicionales y las más recientes tendencias en la imaginería, el vestuario y la decoración religiosa. Había un maniquí de cuerpo entero con hábito de dominico y otro vestido audazmente de clergyman. Se superponían cortes de tela para las túnicas de innumerables cofradías, cada uno con una primorosa etiqueta escrita a mano, y en las vitrinas de cristal se mostraban objetos de culto de los más diversos y variopintos estilos, desde copones y sagrarios ricamente labrados a báculos de forma aerodinámica y crucifijos fluorescentes. En cuanto a las imágenes, Lorencito no había visto semejante abundancia y variedad de artículos ni en los departamentos mejor abastecidos de los almacenes Simago, que tuvo ocasión de visitar una vez en la capital de nuestra provincia. Cristos y Vírgenes de todas las formas y tamaños, Niños Jesús de todas las razas, apropiados para la introducción del culto en los países más remotos, santos que gozan actualmente de popularidad, como San Pancracio, Santa Gema y Santa Rita, y otros de veneración minoritaria o que casi ya no se encuentran en las iglesias ni en las hornacinas de las casas particulares, como Santa Clara, protectora de la televisión, San Francisco de Sales, de quien Lorencito es muy devoto por ser patrono de los periodistas católicos, Santa María Magdalena, abogada de las mujeres perdidas, San Doroteo de Capadocia, cuya oración alivia el dolor de hemorroides con una eficacia superior a la de los más avanzados analgésicos…
“Pero pasemos a la acción”, se dijo Lorencito, para darse ánimos, porque no las tenía todas consigo. ¿Qué nuevos sobresaltos lo aguardaban tras el umbral de El Universo de los Hábitos? En el interior se oía una suave melodía de corte moderno: voces juveniles cantaban la nueva letra del Padrenuestro con la música de Los sonidos del silencio, detalle que a Lorencito le agradó. En ese momento un empleado le mostraba a una mujer con aire inequívoco de monja el funcionamiento de una maqueta luminosa de la basílica de Compostela: se oprimía un botón, brillaban luces intermitentes, sonaba una música de órgano, se abrían las puertas y aparecía en ellas la imagen del Apóstol. En un rapto de audacia, aprovechando que ni el empleado ni la monja habían reparado en su presencia, Lorencito se deslizó en dirección a la trastienda, entre anaqueles atestados de racimos de rosarios y figuras de santos. Un sexto sentido, quizá su olfato periodístico, contó después, le decía algo.