Una cortina daba paso a un caótico almacén muy poco iluminado. Tras una puerta entornada una voz hablaba por teléfono en tono iracundo. “Lo tenemos, vaya que si lo tenemos”, decía la voz, “pero sin la guita por delante no hay entrega inmediata del consumao…” La voz se detuvo, luego sonó un puñetazo sobre una mesa y una interjección nada propia de un establecimiento religioso: “…Y lo de San Pantaleón que ni lo piense. O se dobla la tarifa o no hay trato. A ver si se figura que las medidas de seguridad son como las de una iglesia de pueblo…”
Lorencito no pudo seguir escuchando: en alguna parte, muy cerca, gimieron los goznes de una puerta, y unos pasos empezaban a aproximarse a él. Distinguió dos voces que hablaban con acento andaluz. Quiso huir hacia la salida, pero alguien descorrió en ese mismo instante la cortina que daba a la tienda, y Lorencito, sintiéndose atrapado, se ocultó tras una hilera de sotanas y vestiduras litúrgicas. Contenía la respiración y sudaba de miedo entre los espesos paños sacerdotales, que eran, por cierto, de una excelente calidad.
Pero las voces ya se alejaban, y alguien había apagado la luz del almacén. Abandonó a tientas su refugio, previendo con terror que se iba a quedar encerrado en la tienda todo el fin de semana. Tropezó con algo, cayó al suelo, palpó un aro metálico que parecía una argolla. Tiró de ella, levantando una pesada trampilla, reconoció a tientas unos peldaños metálicos. Providencialmente, llevaba una caja de fósforos, propaganda gratuita de la cafetería donde tomó el desayuno: encendió uno y alumbrándose con él bajó la escalera. Cuando el segundo fósforo ya le quemaba los dedos vio que había llegado a un sótano con el aire enrarecido y húmedo y el techo muy bajo. A la luz del tercero descubrió con un calambrazo de pavor que no estaba solo: erguido frente a él un hombre de pelo largo y túnica penitencial lo miraba, con los brazos inmóviles en una extraña postura. Pero no era un hombre vivo: era la imagen del Santo Cristo de la Greña.
Capítulo XVII
El fósforo se apagó entre los dedos de Lorencito Quesada al mismo tiempo que sobre su cabeza se cerraba la trampilla. Quedó cercado por la oscuridad absoluta, por un silencio que él mismo calificó de sepulcral. La presencia, a su lado, del Santo Cristo de la Greña, más que confortarlo lo desasosegaba, porque aún no se le había pasado el susto de encontrarse de golpe frente a su cara lívida y melenuda. Subió a tientas los peldaños de hierro e intentó vanamente levantar la trampilla, primero con las manos, luego empujando con los hombros: estaba tan atrapado como bajo la losa de una tumba.
Lorencito propende a la claustrofobia. Las palmas carnosas de las manos empezaron a sudarle, y el temblorcillo en la punta del labio superior se volvió incontenible. No se movía, no se atrevió ni a encender otro fósforo. De un momento a otro los malhechores que utilizaban para la impunidad de sus insidias la tapadera de un comercio intachable alzarían la trampilla y muy probablemente acabarían con él igual que se remata a una liebre cogida en un cepo. Sabía demasiado, pensó: luego, recapacitando, llegó a la conclusión de que no sabía casi nada, tan sólo que en Madrid nada ni nadie es lo que parece ser, y que hay en ella más trampas y añagazas que en una película de chinos, nunca mejor dicho. ¿Lo matarían para vengar la muerte del sicario oriental, si es que estaba muerto, lo entregarían a las autoridades para sumirlo en la vergüenza y en la cárcel?
Lo raro era que tardaban mucho en llegar: sabiéndolo sin escapatoria, se complacían en la tortura psicológica. Como el devoto que enciende un cirio en una capilla para solicitar la intercesión divina Lorencito encendió un fósforo y miró muy de cerca la imagen serena y afligida del Cristo de la Greña, que más o menos era de su altura. No llevaba al hombro la cruz, y le faltaban todas las uñas de la mano derecha, una de las cuales, la del pulgar, tenía él aún guardada en su bote de lentillas. Intentó murmurar el Señor mío Jesucristo, pero de tan nervioso que estaba se le iban de la memoria las consoladoras palabras. Cuando ya sólo le quedaban tres o cuatro fósforos buscó algún interruptor por las paredes y los rincones del sótano, tropezando con muebles viejos y fardos, pero no había ninguno, aunque sí una bombilla empotrada en el techo, muy sucia y protegida por una malla de alambre. De vez en cuando se volvía descorazonado hacia el Santo Cristo de la Greña y le parecía que éste lo miraba con tristeza y resignación, como invitándolo a seguir su ejemplo de inmovilidad y no resistirse al cautiverio.
Escuchar pasos y ruido de cerrojos fue casi un alivio. Pensó, mirando la imagen venerada a la luz de su último fósforo, la corona de espinas que rodeaba su melena y le hería la frente: “Ya vienen los sayones”, pero ni siquiera este pensamiento lo fortaleció. Al encenderse la luz eléctrica se cubrió la cara con las manos para protegerse los ojos doloridos. Volvió a abrirlos y ya estaban frente a él, apuntándolo con sendas pistolas, los dos flamencos alevosos, los llamados Bocarrape y Bimbollo, que ahora, en vez de fajas al cinto, botines con elástico y camisas bordadas, vestían trajes oscuros, con anchos brazaletes de luto, lo cual les daba un aire todavía más siniestro, y hacía que el Bimbollo pareciera aún más grande y Bocarrape más pequeño.
– Este señor nos estaba ya mamoneando más de la cuenta, -dijo Bimbollo, con su lóbrega voz como de bodega gaditana.
– Otro listo, -asintió Bocarrape, guiñando un ojo, tal vez el sano, porque el otro lo tenía enrojecido y húmedo-. Como el pobre Matías, que en paz descanse.
– No zemo naide -creyó entender Lorencito que decía Bimbollo, hundiendo en el pecho la roja papada, como en un gesto de aflicción: él y Bocarrape se persignaron.
– ¿Ha muerto Matías Antequera? -dijo, conmocionado-. ¿Lo han matado ustedes?
– Muerto y matao, -aclaró Bocarrape, como quien confirma tristemente un diagnóstico fatal.
– Por chota y por julai, -dijo Bimbollo, pero la cara de ignorancia que puso Lorencito debió de sugerirle la necesidad de una explicación-. Ozéaze: por maricona y por chivato.
– No le faltes al difunto, Bimbollo, -Bocarrape torció toda la cara al guiñar el otro ojo-. Que todavía lo tenemos en la capilla ardiente.
Algo en el gesto y en el tono de voz de Bocarrape indujo a Lorencito a volverse hacia la pared: en el suelo vio un fardo con el que había tropezado cuando buscaba el interruptor, y recordó que al caer sobre él había notado una sensación de blandura y un olor especial que sólo ahora identificaba: la colonia de nardos que solía usar Matías Antequera. Y el fardo era un saco de dormir con cierre relámpago, atado con varias vueltas de una cuerda de hábito…
Lorencito miró las pistolas de Bocarrape y del Bimbollo, temiendo que si se movía escupieran plomo contra él. Bocarrape alzó la suya, como autorizándolo a examinar el cadáver. Bajó unos centímetros la cremallera, y él, que después de escribir tantas crónicas de sucesos no ha visto nunca de cerca la cara de un muerto, se quedó casi tan pálido y tan rígido como el difunto Matías Antequera al reconocer sin la menor duda sus facciones, desfiguradas por la muerte, pero sobre todo por la ausencia del peluquín y del caracolillo. Su cráneo pelado tenía forma de calabaza, sus ojos abiertos estaban fijos en el techo, y aún conservaba el rímel en las pestañas y la larga línea de las cejas falsas un poco más arriba de las verdaderas, completamente depiladas.
– Sensible pérdida para la canción española, -dijo una tercera voz-. Y más todavía para nuestra Mágina querida…
– Pepín, -murmuró Lorencito con más desengaño que animadversión. Se había persignado antes de subir del todo la cremallera. Se acordó de que Julio César decía unas palabras en latín cuando lo iban a matar, pero no acertó a repetirlas. Pepín Godino estaba al pie de la escalera de hierro, entre Bimbollo y Bocarrape, sonriente, desarmado, hurgándose el interior de la oreja izquierda con la uña del meñique.
– Y dale con Pepín, -se limpió discretamente el cerumen en un pañuelo con sus iniciales enlazadas que guardó después, doblándolo con mimo, en el bolsillo superior de su chaqueta-. Me estoy cansando de decirte que me llames Jota Jota. Al malogrado Matías le pasaba lo mismo que a ti. Lástima que no podamos leer en Singladura el estupendo artículo necrológico que tú escribirías sobre éclass="underline" Desde estas páginas expresamos nuestro más sentido pésame a la afligida madre del artista, y nos unimos al dolor de Mágina y de la gran familia de la canción española… No es por asustarte, entrañable Quesada, pero el tema supervivencia lo tienes crudo.