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– Vosotros lo habéis matado, -dijo con valentía Lorencito-. No quiso ser cómplice del robo sacrílego y acabasteis con él. Parece mentira, Pepín, que tú, siendo de Mágina…

– ¡Que no me llames Pepín, hostia! -a Pepín Godino le salió un rajado acento barriobajero y madrileño, y por unos segundos su cara fue la de un criminal. Pero rápidamente se tranquilizó, y ya parecía el Pepín bromista y dicharachero de siempre-. El tema, perdona que te lo diga, es un poco distinto. A Matías Antequera te lo has cargado tú…

La calumnia enardeció a Lorencito Quesada. Sacando fuerzas de flaqueza se arrojó como un tigre sobre el falsario Godino, pero Bocarrape, guiñando sucesivamente los dos ojos, le hincó la pistola en las mollas del costado, y Bimbollo se puso tras él y le retorció un brazo contra la espalda, inmovilizándolo.

– Como te iba diciendo, insigne Lorencito, ése es el tema, o el quin de la cuestión, -Pepín Godino se limpió de la manga una mota de polvo-. En este mundo traidor, como yo digo, nada es verdad ni es mentira, pero mañana saldrá en los periódicos, incluso Singladura, que no se entera de nada, una noticia luctuosa. Un cantante tronado y maricón y un dependiente de ínfima categoría (estarás de acuerdo conmigo, Quesada, en que no te ascienden en El Sistema Métrico desde que celebró el Caudillo los 25 Años de Paz) organizaron el robo y posterior venta en Madrid de la imagen más importante y valiosa de la Semana Santa de su pueblo, imagen no sólo de gran valor artístico, sino religioso, porque la adornan ciertas reliquias de un beato y mártir que, según se rumorea, no tardará mucho en ser canonizado, aprovechando la ocasión del Quinto Centenario del Descubrimiento de América, donde él realizó su tarea evangelizadora… ¿Me sigues, celebérrimo? Pero los dos cómplices, movidos por el importantísimo tema de la codicia, quiere decirse, por el reparto del botín, tienen una refriega. El dependiente, que es un crápula, que frecuentaba los antros más inmorales de Madrid, que no se detiene ante nada para satisfacer sus instintos (y aquí viene la prueba de la cinta de vídeo y de las huellas digitales en el cadáver de un inocente turista japonés), mata a traición a su cómplice, y luego, desesperado, acorralado, se tira desde el Viaducto, no sin dejar una confesión firmada de sus crímenes. Tema cerrado.

Sonriente, satisfecho de su discurso, Pepín Godino extrajo una cuartilla mecanografiada y una pluma Inoxcrom del interior de su chaqueta. Bocarrape guiñó un ojo y apoyó el cañón de la pistola en la sien de Lorencito.

– Pero ahora que lo pienso, -Pepín Godino se guardó la pluma-. Será mejor que firmes con tu célebre Bic. Cuestión de detalle, como dice el anuncio…

Capítulo XVIII

Cautivo y desarmado

Un esparadrapo le sellaba la boca, un cíngulo de hábito le mantenía las manos atadas a la espalda y le martirizaba las muñecas, un capuchón de penitente le cubría la cabeza, dificultándole la respiración por la nariz, otra cuerda más áspera le ataba los tobillos, y todo él era como un rudo embalaje tirado en la parte trasera de una ruinosa furgoneta que vibraba con un estrépito ensordecedor de chapas y junturas y con una pestilencia de gasolina que lo mareaba más aún pero que al menos borraba un luctuoso aroma de colonia de nardos. La cabeza encapuchada de Lorencito rebotaba contra una superficie de metal estriado, y a cada acelerón, frenazo o curva violenta todo su cuerpo rodaba chocando no sólo contra las paredes, sino con otro fardo que componía junto a él mismo lo que Bocarrape había llamado irrespetuosamente el porte, y en cuyo interior estaba, tan empaquetado como Lorencito Quesada, el cadáver insepulto de Matías Antequera.

Había firmado el papel que le presentó Pepín Godino como firmaría un condenado a muerte la notificación de su sentencia, despidiéndose de la vida por tercera o cuarta vez en menos de 24 horas, notando que en la preparación para morir, como en tantas otras cosas, también se mejora con la práctica. Sintió en la nuca un dolor muy agudo que tomó por un balazo mortal y un reblandecimiento de sus miembros que tiraba hacia abajo de él como si el suelo lo chupara, pero cuál no sería mi sorpresa, dijo luego, al despertarse no en la ultratumba, ni convertido en ánima del Purgatorio o cuerpo astral, sino en el mismo sótano donde lo abatieron y tan de carne y hueso como entonces, no sabía cuándo, con un dolor espantoso en la nuca, con un moflete tumefacto y helado sobre el suelo de cemento y oyendo muy cerca las voces terrenales de Bocarrape y el Bimbollo, que conservaban con su característico gracejo andaluz.

– Yo pa mí a éste lo has dejao interfecto.

– Mira tú, pues una cosa que ya tenemos hecha.

– ¿Y el rigor muerti ése, como dice Jota Jota? Si está tieso cuando lo tiremos esta noche del Viaducto se lo conocen en la autopsia, y no cuela lo del suicidio.

– Pues yo le oigo el vagío.

– Átalo tú, que a mí me da escrúpulo.

Lorencito no se movía y procuraba respirar en silencio: que lo supusieran desmayado le concedía tal vez una modesta ventaja, pero mientras le ataban las manos y los pies y lo amordazaban haciendo chistes macabros de sus cosas sobre su próximo suicidio y hablando de sus cosas con un desahogo de transportistas chapuceros le era muy difícil contener la tentación y el instinto de la resistencia. El Bimbollo tiraba rudamente de él por la escalera metálica y Bocarrape lo sostenía por los pies maniatados, como en ese trono del Descendimiento que es de los más reputados de nuestra Semana Santa, y que en la imaginación fúnebre de Lorencito se confundía ahora con el del Santo Entierro. Jadeando y maldiciendo lo arrastraron hacia lo que debía de ser un almacén o un garaje, donde lo dejaron caer como a un saco de barro. Si no es porque el esparadrapo le sellaba la boca Lorencito habría proferido un grito de dolor.

– ¿Y el santo? -dijo Bocarrape-. ¿Habrán ido ya a entregarlo?

– Yo pa mí que lo guardan en el Rastro hasta que el tío gordo suelte la manteca.

– Como que está el mundo pa fiarse de naide.

– Y que lo digas, Bocarrape, -y Bimbollo rompió a cantar por fandangos:

Cada uno va a lo suyo,

ya no existe humanidad.

Nos tratamos con orgullo

sin pensar en la amistad.

– Pues el parque móvil a ver si lo renuevan, -dijo Bocarrape.

Las puertas de la furgoneta sonaban a latones viejos, y un poco después Lorencito tuvo ocasión de comprobar, a costa de sus quebrantados huesos, que el estado de la suspensión y de los frenos era tan achacoso como el de la carrocería. Todo temblaba y crujía en torno suyo. Rodaba de un lado a otro como un fardo mal estibado en la bodega de un buque al que sacude una tormenta. (Esta comparación marítima se le ocurrió algún tiempo después, y le gustó tanto que la anotó en seguida en su cuaderno, al objeto de usarla, Dios mediante, en la narración de su aventura). Tuvo algo de alivio cuando la furgoneta abandonó las calles desiguales y estrechas del casco viejo de Madrid y aumentó poco a poco la velocidad por lo que parecía una avenida muy larga, bien asfaltada, rugiente de motores y claxons. Oía el petardeo del tubo de escape y se ahogaba oliendo a gasolina mal quemada bajo el capuchón de penitente. Pateaba en el aire con los pies atados, caía boca abajo, lograba ponerse de rodillas y un frenazo o un acelerón lo aplastaban de nuevo contra la chapa vibrante, cuando no contra el cuerpo ya rígido de Matías Antequera.

Apocado como es, y extremadamente torpe para las dificultades manuales, ni siquiera intentaba desprenderse de sus ligaduras, suponiéndolas tan imposibles de deshacer como el famoso nudo gordiano de la mitología. De modo que fue obra de la casualidad, o de la Providencia, y no mérito ni destreza suya (él, paladinamente, así lo reconoce) que en uno de aquellos virulentos vaivenes, que lo dejó en posición de decúbito prono, se le soltara casi del todo la mano derecha, circunstancia salvadora en la que sin embargo tardó en reparar, ya que tenía el cuerpo entero abotargado y tundido y las manos tan insensibles como corcho. Los dedos apenas le respondían, pero no le costó mucho librarse del cíngulo porque se escurría fácilmente sobre la piel blanda y sudada. Respiró codiciosamente al quitarse la capucha, estuvo a punto de desmayarse otra vez cuando se arrancó de un tirón el esparadrapo, pero lo más laborioso de todo fue desatarse los pies, dado que no contaba con el auxilio de las uñas, pues tiene, y también lo reconoce, la fea costumbre de mordérselas, y sus chatos dedos, de almohadilladas falanges, carecen de la habilidad y de la fuerza precisas para desatar cualquier nudo que no sea el de los pequeños paquetes de tocinillos de cielo que compra puntualmente cada domingo, a la salida de misa, en la acreditada pastelería de don Lope.