Logró soltarse, sin embargo, maravillándose de las facultades que el riesgo de perder la vida despierta en un hombre. Y estaba empezando a pensar que incluso con las manos libres su situación no era menos desesperada cuando la furgoneta dio un brutal acelerón, seguido por un escándalo de cláxones, y antes de que se diera cuenta fue despedido contra las portezuelas posteriores por las inapelables leyes de la inercia, y su cuerpo nada liviano, actuando como un ariete, golpeó y rompió con la fuerza de un bólido las ya maltratadas cerraduradas. Durante menos de un segundo Lorencito Quesada sintió que volaba como empujado por un vendaval, después rodó sobre una áspera gravilla que le desollaba la cara y las palmas de las manos mientras pasaban vertiginosamente a su lado relámpagos de metal, silbidos de viento y bocinazos y motores de coches.
Había caído en el arcén de una autopista, y tan sólo por unos centímetros se había librado de que lo arrollaran las ruedas tremendas de un camión. Cuando abrió los ojos, a gatas sobre la gravilla que le laceraba las palmas de las manos, ya no pudo ver la furgoneta de sus raptores. Al pasar junto a él a una velocidad de catástrofe los camiones soltaban pitidos tan poderosos como sirenas de barcos que le retumbaban en el estómago, y el viento que los seguía casi lo tiraba de espaldas hacia la cuneta. Apenas podía sostenerse en pie, y tenía el cuerpo entero tan magullado que el menor movimiento, hasta el de la respiración, le costaba suspiros quejumbrosos. Un náufrago que vuelve en sí en una playa desierta y batida por las olas no habría estado más perdido que éclass="underline" se vio en medio de un paraje de vertederos y desmontes que parecía prolongarse indefinidamente a ambos lados de la autopista, sin una casa ni un árbol, un páramo estéril y como aplastado bajo la extensión luminosa del cielo. Junto a él había un puente inmenso de hormigón sobre el que discurría otra autopista, y de cuya baranda colgaba un letrero azul con indicaciones y flechas que a Lorencito le resultaron incomprensibles: M-40 Sur.
En Madrid lo desconsolaba sentirse tan lejos de Mágina: en aquel arcén, junto a los pilares del puente y la marea del tráfico, rodeado por terraplenes y zanjas de tierra ocre en los que aún se veían las huellas colosales de las excavadoras, se sintió no ya lejos de su añorada Mágina, sino a una distancia insalvable de cualquier otro lugar habitado del mundo. Sin la menor idea de hacia dónde iba echó a andar, apartándose de la autopista, por una ladera de tierra suelta y polvorienta en la que se hundían los pies. En su cima pelada había un gran cartel publicitario con una sola frase: Bienvenidos a Madrid, capital europea de la cultura. El viento silbaba entre las armazones metálicas que lo sostenían, como en los pueblos fantasmas que aparecen con tanta frecuencia en las películas hispanoitalianas del Oeste. Desde lo alto del cerro vio muy lejos el perfil azulado de los edificios de Madrid, borroso por las columnas del humo pestilente que venían de un muladar tan vasto como una cordillera. Demasiado tarde advirtió Lorencito que aquél no era un desierto inhabitado: a sus pies se extendía una miserable población de chabolas, y sin que él se hubiera dado cuenta unas figuras tan lentas y pálidas como muertos en vida lo estaban rodeando.
Capítulo XIX
Le faltaban las fuerzas para intentar otra huida, las fuerzas y las ganas, y además estaba prácticamente cojo, y mareado, y desorientado, y hambriento, y su aspecto general no debía de ser mucho menos lastimoso que el de aquellas siluetas de hombres o de mujeres que erraban entre los montones de tierra, de escombros, de basuras humeantes, siluetas flacas y extenuadas como las que veía la noche anterior por las calles del centro de Madrid, más desarboladas ahora, a la luz cruenta del día, menos amenazantes, con pantalones vaqueros, con viejas zapatillas de deporte, con los brazos huesudos y pálidos, con las habituales bolsas de plástico llenas de desperdicios en las manos, con las cabezas bajas, arrastrando los pies, pasando a su lado sin verlo, con los ojos fijos y vidriosos, como en aquella película de los muertos vivientes, vestidos con sucios harapos, como los leprosos en el lazareto de Ben-Hur: de lejos no se distinguían los hombres de las mujeres, y cuando se acercaban no podía saberse si eran viejos o jóvenes, porque caminaban tan encorvados como ancianos, pero algunos llevaban cabellos largos, cazadoras de cuero, camisetas con dibujos psicodélicos. Se recostaban contra alguna pared en ruinas, se sentaban en círculos junto a un arroyo de aguas sucias, entre papeles de periódicos y desechos de plásticos, y Lorencito observó que prendían mecheros y calentaban con la llama exangüe una sustancia marrón sobre trozos arrugados de papel de plata, y que luego se ataban al codo una goma o una cuerda que mantenían tensa mordiéndola por un extremo y se administraban inyecciones con mano temblorosa, no sólo en los brazos, sino también en las venas descarnadas del cuello, en los muslos, junto a los tobillos.
El humo hediondo de las basuras quemadas le irritaba los ojos, y conforme se iba acercando a las chabolas oía una confusión de gritos infantiles, músicas emitidas por enormes radiocassettes y sintonías de programas y anuncios de la televisión. Sobre los tejados de cartones y de chapas brillaba al sol un bosque metálico de antenas, algunas de ellas parabólicas, y por las calles desiguales y polvorientas, trazadas al azar o al antojo de sus pobladores cimarrones, corrían niños desnudos, de piel oscura y barriga hinchada, como en los documentales misioneros sobre el África negra. En las puertas de las chabolas permanecían sentadas, con la costura o el rosario en el regazo, gitanas viejas con refajos de luto y pañolones negros a la cabeza, algunos de ellos ceñidos por los auriculares de un walkman, y del interior venían gritos destemplados de mujeres y atronadoras voces y melodías de los mismos seriales sudamericanos a los que tan aficionada es la madre de Lorencito.
Se acordó de los arrabales de Mágina de hace treinta años, de las casuchas insalubres que había en la calle Cotrina y en la Redonda de Miradores: más de una vez, él mismo los había visitado en su juventud, cuando militaba en Caritas, en los grupos parroquiales de apostolado social a domicilio: pero entonces no había en las barriadas humildes electrodomésticos tan grandes como aparadores, ni antenas de televisión, ni relucientes automóviles de lujo aparcados inexplicablemente en las puertas de las chabolas, mezclados con los montones de desperdicios, con las carrocerías de coches abandonados o quemados, sin cristales, sin neumáticos, con las tapicerías reventadas, habitados a veces por despojos humanos que yacían entre la chatarra con los ojos turbios y los brazos amarillentos y manchados de sangre.
El miedo se le había olvidado: lo sustituía la sensación de haberse vuelto invisible. Los muertos y las muertas vivientes que surgían de los desmontes como si brotaran de la tierra se rozaban con él sin que sus ojos alucinados y brillantes lo vieran y entraban encorvándose en el interior de las chabolas, apretando billetes sudados de mil pesetas en las manos, y salían un minuto después con un paso más vivo y un aire de furtiva avidez. Lo seguían niños desnudos y perros famélicos: los perros le ladraban, los niños le gritaban insultos nada propios de sus voces infantiles o se arracimaban en torno suyo jugando a que lo asaltaban con un trozo herrumbroso de tubería o pidiéndole limosna. Luego, inopinadamente, se volvían atrás para tirarle desde lejos terrones secos o bolas de excrementos.
Había llegado al final de las chabolas: más allá, al otro lado de la autopista, se veía una línea de árboles escuálidos y una colonia en construcción de chalets adosados. Milagrosamente, su reloj digital continuaba funcionando, lo cual constituía una prueba nada desdeñable de la perfección de la industria relojera japonesa: eran las dieciocho treinta y tres, el sol empezaba a volverse rojizo en la llanura del oeste, sobre los chalets de ladrillo y los cerros estériles. Bocarrape y Bimbollo ya habrían descubierto su fuga, Pepín Godino ya estaría tramando otra manera de involucrarlo en el asesinato de Matías Antequera, con la ayuda inestimable de la confesión que tan cobardemente él había firmado. Incluso era posible que la policía lo estuviera buscando como sospechoso de la muerte del sicario oriental…
Le entró de golpe toda la pena que solía afligirlo los sábados por la tarde, arreciada por la desolación del lugar donde estaba y por el espectáculo, desconocido hasta entonces, de una miseria degradada y febril. Pensó que el Domund, en cuyas cuestaciones había participado tantas veces cuando era más joven, venciendo su timidez para apostarse en la plaza del General Orduña con una hucha de porcelana en forma de cabeza de negro o de chinito, debía celebrarse no en beneficio de las tribus paganas de África ni para remediar el hambre crónica en la India, sino con la imperiosa finalidad de darles una vida digna a nuestros compatriotas más necesitados. Imaginó el titular de un valiente artículo de denuncia que escribía para Singladura en cuanto regresara a Mágina, si es que regresaba vivo: El Tercer Mundo, entre nosotros. Y como cada vez que le viene el gusanillo de la vocación periodística se abstrae de lo que tiene alrededor, y ya no piensa sino en la emoción de ver su nombre y sus palabras en una página impresa, -es el mezquino reproche que suele hacerle el jefe de personal de El Sistema Métrico-, no oyó las sirenas que se acercaban ni vio los coches y furgones de la Policía que abandonaban la autopista con espectaculares chirridos de neumáticos y subían hacia las chabolas dando saltos sobre las zanjas y los montones de basura como lanchas motoras en un mar embravecido.