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“Vienen por mí”, pensó al verlos: sobre los coches blancos y azules y los furgones celulares que rodearon instantáneamente el poblado centelleaban luces giratorias, y de las portezuelas abiertas con violencia salían policías de paisano con gafas de sol, cazadoras y revólveres que echaban a correr hacia los muertos vivientes, y también guardias de uniforme, con gorras de visera, chalecos antibalas y largos fusiles terminados en botes de humo o en dispositivos para el lanzamiento de pelotas de goma.

Las apacibles ancianas enlutadas perdieron su inmovilidad y se desgañitaban gritando: “¡Agua! ¡Agua!” Los perros sarnosos ladraban con furia unánime y los niños lanzaban sus proyectiles pestilentes contra los policías, que avanzaban en un frente curvo hacia las chabolas y se protegían levantando escudos de plástico transparente sobre sus cabezas. Los ladridos, los gritos, los disparos, el estampido de las pelotas de goma y de los botes de humo se confundían con las rumbas flamencas y con las canciones de la televisión en una algarabía que Lorencito definió después como ensordecedora, y cuya única víctima tangible parecía ser él, pues fue acertado, sucesivamente, por una boñiga, que le dio en la cara, por una pelota de goma que lo golpeó exactamente en la boca del estómago, por el zurriago negro de un guardia, por una lata machacada de cerveza cuyo contenido, caliente como orines, le bañó la nariz y los ojos.

Un policía con la visera del casco levantada sobre la cara como un morrión lo perseguía esgrimiendo sobre su cabeza una pértiga de caucho, y le habría medido las espaldas de no ser porque en su ceguera tropezó con una muchacha de pelo tieso y sienes rapadas que gateaba sobre un charco de cieno llevando hincada todavía una aguja hipodérmica en el antebrazo: mientras Lorencito escapaba, el policía reparó en ella, prorrumpió en maldiciones y no cesó de golpearla hasta que un compañero suyo, de paisano, le gritó: “¡Cuidado, idiota, que viene el juez y te va a empapelar por malos tratos!” Mujeres gordas y greñudas chillaban en las puertas de las chabolas y tiraban certeramente contra los policías los más variopintos proyectiles: macetas, santos de escayolas, platos de macarrones con tomate, guijarros que se cruzaban silbando con las pelotas de goma, ladrillos rotos, botellas de cerveza. Los muertos vivientes deambulaban impávidos entre los disparos y las humaredas, caían al suelo como muñecos de trapo cuando los golpeaban, ascendían con lentitud de quelonios por las laderas agrietadas de tierra sin abandonar nunca sus miserables bolsas de plástico.

“¡El gordo de la corbata, que se naja!”, oyó gritar Lorencito a su espalda: había escalado afanosamente un terraplén, y un par de guardias, desde abajo, apuntaban contra él sus fusiles. Los botes de humo y las pelotas de goma lo rozaron cuando echó cuerpo a tierra, y bajó rodando hasta el arcén de la autopista, donde había una parada de autobús. Las siluetas armadas y los cascos relucientes de los guardias aparecieron en lo alto del cerro al mismo tiempo que el autobús frenaba junto a él. Lorencito subió sacudiéndose la ropa, intentando en vano sonreírle con dignidad al conductor.

Capítulo XX

Asesinato en la Gran Vía

“No le dará vergüenza, a su edad”, masculló despectivamente el conductor del autobús tras la mampara blindada que lo protegía, entregándole el billete y el cambio a Lorencito a través de una ventanilla con refuerzos metálicos, como las de los bancos, sobre la que había un pequeño carteclass="underline" ¡Atención! ¡El conductor no tiene llave de la caja! Y la verdad era, pensó con aprensión nuestro afligido héroe, que cualquiera de los usuarios que ocupaban en ese momento el autobús podía ser un atracador en potencia, si no un taimado carterista, o un vándalo incendiario: eran, casi todos, muy jóvenes; largas melenas sucias les caían por los hombros y les tapaban las caras, de modo que resultaba difícil distinguirlos por el sexo, teniendo en cuenta además la uniformidad de sus indumentarias y el aterrador salvajismo de sus modales. Vestían ceñidas camisetas negras con dibujos espantosos de calaveras, monstruos y cuerpos despedazados y vísceras sangrientas, vaqueros ajustados a los tobillos y botas de baloncesto, y bramaban repitiendo una música de estridencias metálicas y gritos de agonía o de terror que brotaba de varios radiocassettes hiriendo los tímpanos con la contundencia de una aserradora y haciendo temblar los cristales del autobús.

Por prudencia, Lorencito ocupó un asiento vacío absteniéndose de mirar a sus indeseables compañeros de viaje y procuró fijar su atención en la carretera y en los arrabales de Madrid que se deslizaban al atardecer tras la ventanilla. Palpaba sigilosamente su cartera, se preguntaba de cuánto dinero disponía aún, cuándo fue la última vez que había comido: hacía una eternidad, esa misma mañana, antes de que se desencadenaran los acontecimientos que habían estado a punto de acabar no ya con su búsqueda del Santo Cristo de la Greña, sino su zarandeada vida… A su espalda, muy cerca de él, en el asiento posterior, oyó un ruido espantoso, seguido por una vaharada de hedor a cerveza que le humedeció el cogote. No quiso volverse: uno de aquellos bárbaros le había lanzado un eructo tan resonante como un trueno, y los demás rompieron a reír y debieron de animarse con el ejemplo, porque al eructo, como al primer estallido de una tormenta, le sucedieron otros, cada vez más brutales, así como un trompeteo de ventosidades y regurgitaciones que casi amortiguaban el estrépito de los radiocassettes. Lorencito ha sido siempre partidario de la espontaneidad de los jóvenes, que no tiene que estar reñida con la buena educación, pero las libertades que aquéllos se tomaban ya estaban empezando a parecerle excesivas: observó, de soslayo, que el autobús se había dividido en dos bandos, y que después de la competición de los eructos, en la que participaban por igual los jóvenes de ambos sexos, se estableció otra de escupitajos a chorro de cerveza, bebida por la que todos manifestaban una preferencia unánime, pues la ingerían con entusiasmo en botellas de litro que una vez agotadas rompían contra los asientos, sin que el conductor del autobús, encastillado tras su blindaje, pareciera darse cuenta de nada.

Ante el peligro, también Lorencito, como el avestruz, escondía la cabeza debajo del ala. ¿Aquellos bárbaros, hastiados de los eructos y las ventosidades, ahora habían emprendido un concurso, por llamarlo de algún modo, de expectoraciones, para el que no debía de faltarles materia prima, porque fumaban como carreteros, a pesar de los carteles de prohibido fumar que había por todas partes, aunque también es cierto que a causa de la densidad del humo apenas resultaban visibles! “No hay autoridad!”, pensó sombríamente, acordándose de la caída del Imperio romano, de la que tenía noticia por una película de Sofía Loren, en la que bárbaros desaseados y greñudos se embriagaban de cerveza y adoraban a divinidades monstruosas, “se han perdido la educación, el respeto”. Los vaticinios lúgubres que expresaban sus cofrades más ancianos en las reuniones de la Adoración Nocturna, que solían terminar en añoranzas melancólicas de la paz de Franco y de la liturgia en latín, ahora le parecían exactos, incluso menos apocalípticos que la realidad.

Una expectoración (o, para decirlo en términos que él jamás osará escribir: un lapo) había pasado velozmente junto a su nariz, estampándose, amarillenta y cremosa, en el cristal de su ventanilla. Consideró que aquella era la gota que colmaba el vaso de su paciencia: sin preguntarle al conductor dónde estaban, decidió bajarse en la próxima parada, y al abandonar su asiento, con la mirada en el suelo, que era un charco de cerveza derramada, colillas y orines, no dejó de observar que una pareja, de sexo indefinible por la longitud de sus melenas, se abrazaban con espasmos de cópula al otro lado del pasillo, emitiendo jadeos que los demás bárbaros coreaban con palmadas de simios y ruidos de deglución.

Limpiándose de la solapa un certero chorro de saliva Lorencito bajó del autobús. Le pareció mentira encontrarse otra vez relativamente sano y salvo en el centro mismo de Madrid, en la famosa plaza de Callao, que reconoció en seguida por la silueta admirable del Palacio de la Prensa y de las delgadas torres de ladrillo de Galerías Preciados. Andaba hecho una lástima, cojeando, con todo el cuerpo dolorido y la ropa sucia y en desorden, con sus sólidos zapatos de suela de tocino manchados de excrementos y de barro, pero ya contaba con la seguridad de que en Madrid nadie se vuelve para mirarlo a uno por muy desastroso o extravagante que vaya, y si se comparaba con no pocos transeúntes de los que pedían limosna o cosechaban desperdicios su aspecto aún seguía siendo casi respetable. Recién llegada la noche del sábado, Madrid resplandecía como un ascua luminosa en la oscuridad: brillaban los escaparates de las tiendas y de las modernas cafeterías con terrazas, los anuncios azules y rojos sobre los edificios, las marquesinas de los cines con vestíbulos de espejos y carteles de películas que alcanzaban una altura de varios pisos. Alrededor de la fachada de una sala de fiestas se encendían y se apagaban como bengalas hileras de bombillas, y la imponente silueta de cartón de una mulata vestida con sucintos atavíos tropicales se erguía soberbiamente contra el cielo azul oscuro y liso.