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Las carrocerías de los coches reflejaban como espejos curvos los destellos de los semáforos y de los anuncios luminosos. Una multitud endomingada y jovial hormigueaba por las aceras espesándose junto a las taquillas de los cines e inundando las terrazas y los grandes salones de las cafeterías. Alucinado por el cansancio, el hambre y la soledad, por el espectáculo inagotable de las caras y las voces de la gente, sobre todo de las mujeres, que llevaban trajes ceñidos, medias oscuras y melenas al viento, Lorencito se dejaba derivar Gran Vía abajo como si un río lo empujara. Su propia identidad, su modesta persona, su vida, le parecían ahora tan irrelevantes como las de un insecto, y por momentos se sentía como si hubiera perdido para siempre el norte de su viaje a Madrid y hasta sus recuerdos de Mágina.

Pero en el autobús se había trazado un plan y estaba dispuesto a seguirlo, aprovechando la casualidad de haber llegado a la Gran Vía, donde estaba la oficina de management del fementido y desleal Pepín Godino: aun con grave riesgo de su vida, Lorencito iría a visitarlo y le cantaría las cuarenta, exigiéndole, -con amenazas si era preciso, ya nada iba a detenerlo, tampoco él tendría escrúpulos-, la devolución inmediata de la imagen del Santo Cristo de la Greña, abochornándolo, en los más duros términos, por su traición, pues de eso se trataba, de una vergonzosa traición no ya a él, Lorencito, que siempre lo distinguió con su amistad, y ni siquiera a la Semana Santa y a la fe católica, sino a la misma Mágina, a la ciudad, pequeña, pero heroica, según declaran su escudo y su himno, en la que los dos se habían criado.

La oficina de Pepín Godino, constató Lorencito en su tarjeta, estaba en el número 64 de la Gran Vía, en un edificio como de catorce pisos terminado por dos torreones con graciosas cúpulas de estilo morisco: mirar hacia lo alto lo mareó más aún que cuando mira desde muy cerca el reloj de la plaza del General Orduña y le parece que la torre se está inclinando hacia él. Pero era el hambre y no el vértigo lo que más lo mareaba. Por fortuna, en las inmediaciones había un bar de tamaño catedralicio y escaparates grandiosos que se llamaba El Museo del Jamón, y cuyos techos y paredes, decorados con admirables hileras de jamones, brillantes de grasa bajo la luz eléctrica, hacían cumplidamente honor a su nombre. El olor y la visión de las lonchas rojas y de las jarras de cerveza chorreantes de espuma embriagaron a Lorencito: se dijo una vez más que sin el estómago lleno un hombre no vale para nada. Y vigilando la calle desde la esquina de la barra, por si veía entrar o salir a Godino, se permitió un hartazgo de bocadillos de jamón y de cerveza, culminado por media ración de chorizo picante en aceite que ya entraba de lleno en el vicio de la gula y lo dejó soñoliento, algo beodo, y sudoroso, pero dispuesto animosamente a afrontar, se dijo, cualquier contingencia que se le presentara.

El despacho de Pepín Godino estaba en el piso décimo: subió en un lento ascensor con celosías y filigranas de hierro, y como iba solo no se avergonzó demasiado de emitir una disculpable flatulencia. Salió a un corredor con el suelo de mármol y puertas numeradas de cristal escarchado. Había, al fondo, una sola luz encendida. J. J. Godino, infraestructura de espectáculos, leyó en un cartel chapuceramente escrito a mano. Giró el pomo y la puerta se abrió: frente a él, tendido en un sofá de plástico verde, Pepín Godino respiraba con los ojos cerrados y la boca húmeda y abierta, con la camisa empapada de sangre.

Capítulo XXI

La confesión de un réprobo

Para describir el estado de aquella diminuta oficina Lorencito Quesada vaciló después entre los adjetivos dantesco y kafkiano, que ni siquiera unidos expresarían a su juicio la virulencia del desastre en medio del cual agonizaba lentamente Pepín Godino, desangrándose por una herida de arma blanca que le interesaba el paquete intestinal, según pudo colegir Lorencito por la manera en que nuestro paisano se sujetaba el bajo vientre emitiendo ayes lastimeros y palabras febriles. Una mesa metálica de color gris, tipo Roneo, estaba volcada en el suelo, y el cristal que antes la cubría era una catástrofe de esquirlas mezcladas con el contenido caótico de los cajones, en el que abundaban hojas de archivador desgarradas, fichas de cartón con fotografías de artistas, rotuladores pisoteados y revistas eróticas gastadas del uso. El papel de las paredes también había sido arrancado como por garras furibundas de fieras. Sólo quedaba la mitad de un cartel promocional de Matías Antequera, en el que Lorencito leyó el celebrado eslogan del artista -Soy de Mágina- y otro, casi entero, aunque manchado de sangre, que anunciaba el espectáculo musical Sin bragas y a lo loco, que hizo época en el Ideal Cinema de nuestra ciudad una o dos temporadas después de la muerte de Franco, con gran escándalo de las autoridades eclesiásticas.

Hasta el linóleo del suelo había sido levantado, y una navaja tan aguda como la que hirió a Godino había destripado el sofá donde éste yacía, esparciendo alrededor del moribundo un amasijo de gomaespuma amarilla y empapada de sangre. El mendaz secretario del Hogar de Mágina en Madrid boqueaba delirante, y aunque al oír que alguien se acercaba había abierto de par en par los ojos, Lorencito no estaba seguro de que lo hubiera reconocido.

– Viva Mágina, -decía-. Viva Mágina y su Patrona. Viva la Virgen del Gavellar. Viva la quinta del sesenta y cuatro…

– Pepín, -Lorencito le levantó de la cabeza, que ya le colgaba al filo del sofá, y se la acomodó en el respaldo-. Soy yo, Quesada, el de El Sistema Métrico, el de la calle Lagarto.

Godino negaba con ademanes aterrorizados y violentos, como si sufriera una pesadilla. Sus dos manos ensangrentadas apresaron los mofletes de Lorencito. Había empezado a cantar con una voz muy ronca, interrumpida por ahogos y borbotones de babas y de sangre:

– Mágina, noble ciudad

te puedes llamar hermosa

por tu bonita estación

y tu explanada espaciosa.

– ¡El de Singladura! -insistió Lorencito, desesperando ya de que Godino lo reconociera antes de morir-. ¡El vicesecretario de la Adoración Nocturna!

– Viva la muy noble, la muy heroica y leal ciudad de Mágina… Viva la Semana Santa… Viva Mágina católica…

– ¡Viva! -Lorencito no pudo menos que secundarlo en sus exclamaciones desmayadas, por un reflejo involuntario de patriotismo. En un rincón de la oficina había un pequeño lavabo: mojó en agua fría su pañuelo y se lo pasó a Godino por la cara, limpiándole la sangre. La boca ávida del agonizante agradeció las gotas de lo que Lorencito suele llamar, cuando le hace falta un sinónimo de agua, el preciado líquido: Godino pareció revivir, incluso recuperó la lucidez durante unos segundos.

– Quesada entrañable, -y atrajo por el cuello a Lorencito, hasta humillarle la cara sobre su pecho palpitante-. Me muero, me muero sin confesión, sin recibir los sacramentos ni la bendición de su Santidad… Confiésame tú, que seguro que puedes.

– ¡Pecador de mí! -exclamó Lorencito-. Si no vas a morirte, Pepín, si todavía has de ver muchos jueves santos.

Pepín Godino se irguió en el sofá, miró a Lorencito con pupilas de loco, soltó una carcajada demoníaca antes de desplomarse de nuevo:

– Tres jueves hay en el año

que relucen más que el soclass="underline"

Jueves Santo, Corpus Christi

y el día de la Ascensión.

– Dime quién te ha atacado, Pepín, -Lorencito lo sacudía queriendo reanimarlo, porque la mirada se le iba y entre la raya de los párpados sólo se le veía el blanco de los ojos.

– ¡No me llames Pepín! -con furia súbita Godino abrió los ojos-. Me han matado, me han engañado, pero no han conseguido que se lo diga…