– Bueno, Jota Jota, -Lorencito le habló suavemente, inclinado sobre él, sin preocuparse ya de que la ropa se le manchara de sangre: tampoco Cristo tuvo miedo de tocar al leproso-. Yo no soy quién para prometerte el perdón divino, pero al menos podrás salvar tu honra… ¿Y si voy a buscar a un sacerdote, o a un médico?
Miró el teléfono, negro y anticuado, que estaba en el suelo: habían arrancado el cable. Godino se abrazó a él tiritando, por miedo a que se fuera. La uña del meñique se le hincaba a Lorencito en el cuello.
– No les he dicho nada, -le murmuró al oído-. Acuérdate de Santo Domingo Savio… ¿A que tú eres también antiguo alumno salesiano? -Y de nuevo cantaba un himno que emocionó a Lorencito, quien efectivamente guarda un recuerdo imborrable de los padres salesianos-: ¡Antes morir mil veces que pecar…! El tío sátrapa de la Torre Picasso cree que puede conseguirlo todo y engañar a todo el mundo, pero lo que es con Jota Jota Godino ha pinchado en hueso… Bien claro se lo dije a sus matones: sin toda la guita por delante Jota Jota no suelta el consumao… Pero ya ni guita ni nada, ni sangre de San Pantaleón, y si es la llave, en el fondo del mar, como dice la copla…
– ¿Qué llave? -Lorencito no entendía nada-. ¿Qué es eso del consumao, y del sátrapa?
– Que les diera la llave, -Godino respiraba ahora con una tos seca que por momentos se parecía a la risa de un tísico-. Que les dijera dónde lo había escondido y les entregara la llave. Hasta en verso se lo dije: “Jota Jota no se derrota”. ¿No sois tan listos? Pues venga, id buscando. Que si quieres arroz, Catalina… ¿No te acuerdas, Quesada? ¿No te acuerdas de cuando el Mágina subió a Tercera Regional, grupo B? Tú lo escribiste en el periódico: las gradas se caían de aplausos…
Otra vez Pepín Godino deliraba, volvía a dar vivas languidecientes a la Virgen del Gavellar, al Mágina C.F., a la sección de la Guardia Civil que escolta cada Viernes Santo, con los fusiles invertidos, al Cristo de la Expiración, se le dilataban las aletas de la nariz como si olfateara el incienso de los pebeteros del trono. Y mientras tanto no paraba de agitar ante la cara de Lorencito el dedo meñique de su mano derecha, y de felicitarse con lúgubre alegría porque sus innominados enemigos no habían encontrado cierta llave de la que seguía sin explicar nada. En uno de aquellos sobresaltos la uña prodigiosa estuvo a punto de clavársele a Lorencito en un ojo, y fue entonces cuando éste observó que la cubría una funda de plástico…
– Te has dado cuenta, ¿verdad? -exclamó Pepín Godino-. Paisano mío tenías que ser. Quítame la funda, Quesada insigne, coge el llavín, vete mañana mismo a las Galerías Piquer y llévate a Mágina el Santo Cristo de la Greña… Pero no confíes en nadie, deposítalo tú mismo en el Salvador, y rézale por mí, que voy a condenarme…
No sin escrúpulo Lorencito desprendió del meñique de Godino la uña postiza, y extrajo de ella una llave tan pequeña que apenas podía sujetarla entre los dedos. “Último piso”, murmuraba Godino, “almacén cuatro dos uno”. Pero ya le faltaba el aire, se le estaban quedando los ojos en blanco, su cara adquiría una palidez marfileña, la hemorragia encharcaba la gomaespuma del sofá. Le pedía ansiosamente perdón a Lorencito Quesada, le decía que se salvara, que se fuera cuanto antes a Mágina, le entraba el miedo a morir solo y se aferraba a las solapas de su chaqueta, le rogaba que encendiera la luz, porque no veía nada.
– No te rindas, Pepín, que no vas a morirte, -dijo Lorencito, pero acto seguido comenzó una oración.
– Por lo que más quieras, no me llames Pepín…
Pepín Godino cayó pesadamente hacia atrás, y sus dos manos siguieron asidas como garfios a las solapas de Lorencito: había muerto en paz, con los ojos cerrados.
De pie ante él, Lorencito concluyó la oración, santiguándose varias veces. Apagó la luz, cerró con cuidado la puerta de la oficina, se alejó por el pasillo guiándose por la luz del ascensor. Al llegar a la acera la animación de la Gran Vía le pareció sacrílega, indiferente a su dolor. Abrumado, sin fuerzas, se dejó caer en un banco, junto a una mujer que hablaba sola con aspavientos de epiléptica, y se tapó la cara con las manos, apoyando los codos en las rodillas desfallecidas. Una voz familiar le hizo abrir los ojos.
– Venga conmigo, -le decía la bailaora rubia, pero no estaba seguro de que no fuera un sueño-. Está muy cansado. No puede quedarse aquí. Venga conmigo.
Capítulo XXII
De la cocina venía un olor suave y penetrante a infusión. En el tocadiscos sonaba una música de piano tenue, monótona, acariciadora, como la de una de esas películas en las que dos enamorados caminan de la mano por una playa a la hora del crepúsculo. Tímidamente, Lorencito Quesada salió del cuarto de baño, -muy coqueto, pero de dimensiones tan reducidas como las de una alacena-, teniendo cuidado de que al moverse no se le abriera más de lo debido el espeso y cálido albornoz que lo cubría. Sólo ahora, ya duchado y repuesto, recién afeitado, oliendo a gel y a polvos de talco, pues es muy propenso a las escoceduras en las ingles y nada más que la higiene permanente y el talco lo alivian, se detuvo a mirar la habitación donde estaba: tenía el techo inclinado, y una ventana que daba a un paisaje nocturno de tejados y campanarios. Una escalera portátil subía hacia un altillo donde debía de estar el dormitorio, tapado por una cortina, y en las paredes había fotos enmarcadas de hombres y mujeres de raza negra, así como un cartel de tela en el que estaba impresa una poesía de un tal Benedetti. Sus pies, calzados con unas dulces pantuflas, pisaban sin ruido una alfombra blanca como de sogas entretejidas. Frente a la estufa de hierro había un sofá cubierto por una manta alpujarreña: faltaban los copos de nieve en la ventana para que el lugar se pareciese extraordinariamente al decorado de la zarzuela Bohemios.
Lorencito dudaba si sería correcto sentarse en el sofá, teniendo en cuenta la incertidumbre de si los faldones del albornoz lo taparían decorosamente una vez sentado. Prefirió quedarse de pie, escuchando el rumor de platos y cucharillas que procedía, como la música, del otro lado de una cortina de cuentas, tras la que vio, no sin una mezcla de arrobo y temor, la silueta de la bailaora rubia, atareada en la cocina con una bandeja y un servicio de té. Al menos ya sabía su nombre: Olga. Se lo dijo mientras lo traía a su casa conduciendo temerariamente un todoterreno de color rojo en el que, según le contó, llevaba todo el día dando vueltas por Madrid en busca suya. Temía por su vida: había ido a la pensión y le negaron que él se hospedara allí. A última hora se acordó del antiguo manager de Matías Antequera, y como le constaba que también era de Mágina supuso que Lorencito había podido dirigirse a él. “No creo en las corazonadas”, le dijo, con una sonrisa embriagadora, “pero desde las bases de la psicología más empírica no puede descartarse por completo la teletransmisión no verbal”.
Lorencito se mostró apasionadamente de acuerdo, envidiando en secreto la riqueza de vocabulario que manifestaba la muchacha, fruto indudable de sus estudios superiores. Le confesó, todavía en el coche, que él era un autodidacta, palabra que le gusta mucho, por sonarle a latín. Ella lo miró con ojos brillantes de dulzura tras sus gafas redondas: “No se fatigue hablando”, le dijo, “ahora lo primero es descansar. Después tendrá tiempo de contármelo todo”. Dejaron el coche en un aparcamiento subterráneo situado en una plaza grande, fea y sombría que se llamaba Vázquez de Mella. Olga vivía cerca, en un quinto piso sin ascensor de la calle Pelayo. “Es lo mejor de Madrid”, le explicó, “aquí todavía puede hacerse vida de barrio”. La llegada al quinto piso fue tan extenuadora para Lorencito como si hubiera recorrido una por una las estaciones del Calvario. Enérgicamente, mientras Lorencito se duchaba, Olga le recogió toda la ropa y la puso en la lavadora sin reparar en las manchas de sangre: él aún no le había dicho nada sobre los asesinatos de Matías Antequera y de Pepín Godino.
Se lo contó todo después, sentado junto a ella en el sofá de la manta alpujarreña, que era algo rasposa, frente a una mesa baja, con típicas taraceas moriscas, donde humeaba una tetera de plata. El té con hierbabuena, tan caliente y tan dulce, le gustó mucho a Lorencito, que no lo había probado nunca. Los pastelillos artesanales de almendra y de sésamo que ella lo animaba a comer le resultaron deliciosos, y de vez en cuando tenía que interrumpir su narración y beber un sorbo de té para que no se le apelmazaran en el cielo de la boca. Hablaba como envarado, muy derecho en el sofá, con las rodillas juntas, sin mirar casi nunca los ojos tan atentos de la muchacha, avergonzándose de sus carnosas pantorrillas blancas, sujetando en el regazo los filos del albornoz. Le costó sudores contar con la debida delicadeza su visita al sex-shop, aunque omitió toda referencia a la mujer que se introducía entre los muslos aquel aparato a pilas. Pero lo más difícil de todo fue atreverse a confesarle a Olga que Matías Antequera, por el que ella manifestaba tanta admiración como cariño, había sido asesinado.