– No es posible, -dijo ella, consternada-. No me lo puedo creer.
– He visto su cadáver con mis propios ojos.
Olga ocultó la cara entre las manos y rompió a llorar amargamente. Sollozos espasmódicos le agitaban el pecho, según pudo apreciar desde una turbadora cercanía Lorencito mientras inclianaba la mirada, con expresión de pesar, hacia el pico del escote. Olga se echó sobre él, abatiendo la cabeza rubia justo en su regazo. Lorencito, a quien el llanto se le contagia en seguida, tenía un nudo en la garganta, y notaba que a él también las lágrimas empezaban a humedecerle los ojos. Pudorosamente depositó una mano en los hombros de Olga, diciendo a duras penas algunas palabras de consuelo, y como el llanto de la muchacha arreciaba se atrevió a pasarle las yemas de los dedos por la melena lisa, dorada y reluciente en la luz de la lámpara con pantalla de mimbre que había en un rincón, dando a la escena ese ambiente íntimo que él compararía luego, con inconsolable nostalgia, al de los anuncios televisivos de una conocida marca de café instantáneo.
El calor de la ducha se sumaba en su organismo apaciguado al de las tazas de té y a la temperatura palpitante del cuerpo femenino cobijado en el suyo. A despecho de su sincera aflicción, o alimentado por ella, Lorencito sentía una envolvente dulzura que era aún más poderosa porque no recordaba haberla conocido nunca. Sin darse cuenta las caricias en el pelo rubio y sedoso que le rozaba los muslos y se los desbordaba iban extendiéndose hacia la frente y el cuello de Olga, y los ancestrales apetitos de la especie, que ignoran, cuando se desatan, los frenos de la moralidad y de la conveniencia, reanimaban en él ciertas particularidades fisiológicas largo tiempo dormidas sobre las que en ese momento habría preferido correr, pensaba angustiosamente, un tupido velo: más tupido, en cualquier caso, o más holgado, que los faldones del albornoz, ya de por sí escaso para cubrir en circunstancias normales las amplitudes de su anatomía. Entonces Olga se incorporó bruscamente, y él temió, no sin motivo, que le recriminara su lujuria.
– Lo vengaremos, -dijo ella, con gran alivio de Lorencito Quesada-. Usted y yo juntos. La cárcel es poco castigo para esa gentuza…
– Pero yo no puedo ir a la Policía, -Lorencito aprovechó para subirse tanto como pudo los faldones, sujetándolos con las dos manos, cuyas palmas ya empezaban a sudarle-. Aquí donde me ve soy sospechoso de dos asesinatos, incluso de tres, si encuentran en el cadáver de Pepín Godino mis huellas digitales.
– No hablo de la policía, -Olga se había quitado las gafas y sus ojos bellos y miopes miraban a Lorencito con una fijeza nada tranquilizadora-. En Madrid es muy fácil conseguir una pistola. Ahora mismo, ahí abajo, en la plaza de Chueca… Ojo por ojo.
– Venga, mujer, serénese, -Lorencito volvió a pasarle una mano por el hombro-. Tan pecado es la venganza como el asesinato. Tengo la llave del almacén, y usted sabrá decirme dónde están esas Galerías Piquer donde guardó Pepín Godino la imagen. La mejor venganza será devolver a Mágina el Santo Cristo de la Greña y restituirle su buen nombre a Matías Antequera.
Tiempo después aún repetía Lorencito palabra por palabra aquella exhortación, asombrándose de su propia elocuencia. Se recuerda de pie, digno y sobrio a pesar del albornoz y las pantuflas, recibiendo noblemente en sus brazos a la muchacha, que era un poco más alta que él y le apoyaba la cabeza en el hombro al estrecharlo, mojándole otra vez la cara con sus lágrimas, introduciendo uno de sus muslos, con disculpable aturdimiento, entre los faldones del albornoz, mientras el cinturón, ya flojo, amenazaba con soltarse.
– Eso está en el Rastro, -Olga irguió la cabeza, se apartó el pelo de la cara, se limpió las lágrimas, mirando tan cerca a Lorencito que él veía su propia cara en las pupilas dilatadas-. En la Ribera de Curtidores. Vámonos ahora mismo.
– Mañana, -dijo él, reteniéndola-. Ahora los dos estamos muy cansados, y ya sé por experiencia lo peligroso que es salir de noche en Madrid.
– Pero no irá a dejarme sola, ¿verdad? -la voz de Olga tenía un quiebro suplicante.
– No se preocupe, -Lorencito, para sorpresa suya, se crecía-. Váyase tranquilamente a dormir. Yo velaré toda la noche en el sofá.
– Pero está muy cansado, -susurró ella, pasando sus largos dedos por la solapa del albornoz-. Debería verse las ojeras…
– No importa, -Lorencito retrocedía hacia una distancia prudencial, pero ella volvía a atraerlo suavemente-. Tengo costumbre de velar. Ya sabe, por la Adoración Nocturna…
– Venga conmigo, -Olga caminaba hacia atrás, en dirección a la escalera del dormitorio, sin desprenderse de él-. Si duermo sola esta noche me moriré de miedo.
Pero quien ya estaba muriéndose de miedo era Lorencito Quesada.
Capítulo XXIII
Es inútil rogarle que cuente con detalle lo que sucedió después: su caballerosa discreción, acrisolada en el ejercicio del secreto profesional, que es el primer mandamiento del periodismo, en este punto se vuelve inconmovible. En su cara llena, habitualmente muy seria, sobre todo desde que volvió de Madrid, se le dibuja una sonrisa, y su mirada, a un tiempo risueña y melancólica, se pierde en el infinito, o en el fondo de la copa de vino quinado que sigue tomando con puntualidad cada noche a las nueve. Desde entonces, las canciones más tontas que escucha en la radio le ponen en el pecho una congoja de felicidad, como la de un muchacho de dieciséis años. Sólo cuenta que se durmió muy tarde, que Olga no quería apagar la luz, a causa del miedo, que al cabo de un rato de compartir el angosto dormitorio en el altillo ya se tuteaban, que ella empezó a llamarle Lauren, que durmió como un tronco, -aunque esa comparación le parecía vulgar-, más de ocho horas, y que al despertarse recordaba haber tenido vívidos sueños en color y sentía en los miembros una paz balsámica y una ligereza como de recobrada juventud, así como un orgullo muy semejante a la vanidad que al parecer se iba cimentando en el repaso maravillado de algunas evidencias numéricas.
Al despertar, la cama grande y baja, el suelo de madera, el techo tan inclinado sobre él, le dieron la confortadora sensación de encontrarse en el escenario de un cuento. Observó que aquella había sido la primera noche de su vida que dormía sin pijama, y eso le hizo acordarse de su madre y de que llevaba casi dos días sin hablar con ella por teléfono. Pensar en llamarla delante de Olga lo avergonzó: pero Olga, advirtió entonces, con tardanza excesiva, porque sólo en ese momento despertó del todo, no estaba en la cama. Quedaba en las sábanas su olor y la huella caliente de su cuerpo, pero su ropa había desaparecido del suelo, igual que su reloj, sus gafas y sus pulseras de la mesa de noche, que era un cesto de mimbre.
Pensó, para no alarmarse: “Estará abajo, haciendo el desayuno”. ¿No había en el aire un perceptible olor a café? Al sentarse en la cama se dio un golpe contra el techo inclinado. Ya se imaginaba bajando la escalera envuelto en su albornoz, silbando algo camino de la ducha, mientras en la cocina ella preparaba unas ricas tostadas, de la parte de arriba del pan, que son las más sabrosas, y batía para él una taza de Cola-Cao bien espeso, con la leche caliente, como a él le gusta, tan caliente que le dan sudores cuando empieza a beberla. Se puso el albornoz, que estaba tirado en un rincón, se calzó las pantuflas. Pensó llamarla en voz alta y decidida, pero a pesar de toda la confianza íntima atesorada a lo largo de la noche no se atrevía. Una molesta inquietud lo sobresaltaba, como el miedo que tiene uno a despertarse en medio de un sueño demasiado feliz: que Olga se hubiera ido, que lo hubiera engañado. Al fin y al cabo, ¿de qué se conocían? ¿No tenía constancia él, gracias a la lectura de algunos libros, de la amargura y el vacío que son secuelas de los amores superficiales de una noche?
Olga no estaba en la habitación del sofá. De la mesa morisca habían desaparecido el servicio de té y la bandeja de dulces, y el cenicero, obra de la alfarería portuguesa, estaba limpio de colillas. Lorencito apartó con mano trémula la cortina de cuentas y detrás de ella tampoco estaba Olga. La cocina, tan estrecha como el cuarto de baño, empotrada en un rincón de la pared, había sido recogida muy poco tiempo antes, pues aún olía a detergente y los platos goteaban en el escurridor. En aquella segunda habitación se terminaba la buhardilla: había muebles antiguos, una alfombra rústica, cientos de libros y objetos de cerámica en las estanterías. Comparar aquella biblioteca con la suya, tan escuálida a pesar de la Gran Enciclopedia de las Ciencias Ocultas, le produjo a Lorencito un vivo complejo de inferioridad cultural que acentuó su abatimiento. Miró con tristeza la mañana nublada por un balcón desde el que se veía el campanario y el jardín de un monasterio. Ideas lúgubres se apoderaban de él sin que el recuerdo de la dicha, -y del acto, según dice con pudoroso tecnicismo-, bastase para reanimarlo. Un traje y una camisa de hombre, perfectamente planchados y doblados sobre el respaldo de una silla, llamaron su atención. Fue entonces como si hubiese estado ciego y recobrara por milagro la vista: el traje y la camisa eran los suyos, y también la camiseta y los calzoncillos de felpa que estaban al lado, y los calcetines limpios, y los zapatones negros que relucían de betún, y la nota que había sobre la mesa, junto al termo de café con leche y el plato de pastelillos, estaba dirigida a éclass="underline"