Querido, apoteósico, salvaje Lauren: he tenido que salir, pero no tardaré. ¿Serás capaz de esperarme? Te dejo preparada tu ropa. En el cuarto de baño tienes espuma y cuchillas de afeitar. No te vayas, please. O.
Postdata: Mmmmmmm…
Lorencito desayunó opíparamente: ni siquiera el café le provocaba palpitaciones esa mañana memorable. Llamó a su madre por teléfono y se las ingenió para cortar en seguida la comunicación, diciéndole que estaba en la sala de prensa del Congreso Eucarístico y que justo en ese instante pasaba por allí el Nuncio de Su Santidad, al que iba a solicitarle unas palabras. Su higiene personal y el cuidado de su ropa y de los detalles de su presentación alcanzaron perfecciones de dandismo: más de media hora dedicó a esculpirse la onda del tupé y a conseguir que la línea de sus patillas corriera exactamente a la altura de los lóbulos. En cuanto al estado de su traje, lo conceptuó sin vacilación de impecable: la doble raja de la chaqueta, tan difícil de planchar, tenía una lisura tan perfecta como la raya del pantalón, y la camisa, los calzoncillos y la camiseta parecía que hubieran sido almidonados por una experta oficiala. Se dijo que Olga, joven moderna, como de capital, desenvuelta, independiente, sensual, espontánea, era al mismo tiempo muy mujer de su casa, y que eso desmentía la opinión pesimista que impera en los círculos tradicionales de Mágina sobre las nuevas generaciones, y muy en especial sobre sus componentes de sexo femenino.
Se ajustaba la corbata silbando ante el espejo. Sólo echaba de menos su refrescante colonia Varón Dandy. En cuanto Olga volviese irían juntos a buscar la imagen del Santo Cristo de la Greña, y luego… Pero no quería pensar en el día de mañana, que además, recordó con un acceso de tristeza, era lunes, un lunes rutinario y tenebroso de Mágina en el que se levantaría a las ocho en punto para estar a las nueve a las puertas de El Sistema Métrico, esperando que abrieran, oyendo las campanadas del reloj en la plaza del General Orduña, frotándose las manos en un penoso silencio mientras sus compañeros, a los que llevaba viendo día tras día durante los últimos treinta y tantos años, comentaban los resultados del fútbol o se gastaban bromas soeces sobre los respectivos débitos conyugales del fin de semana, sin que faltase alguno que ponderando con fingida envidia la soltería de Lorencito le atribuyera costumbres de promiscuidad.
Para distraerse de la melancolía que otra vez lo estaba venciendo se puso a ordenar metódicamente en los bolsillos cada una de sus pertenencias, que la noche anterior había depositado en una repisa del cuarto de baño: el pequeño frasco de Oraldine, la cartera, en la que revisó cada uno de sus documentos y su ya menguada provisión de dinero, el bolígrafo Bic, el cuaderno de notas, el admirable cassette Sanyo, no más voluminoso que un mazo de naipes, el sobre con el retal de hábito, el bote de lentillas donde guardaba la uña del Santo Cristo… Pero también, ahora se acordaba, había guardado allí la llave que perteneció a Pepín Godino, la del almacén donde éste tenía escondida la imagen venerable.
La llave no estaba. Y si no estaba donde él la puso y de donde él en ningún momento la sacó era porque alguien se la había quitado. Y de nadie podía sospechar más que de Olga. Pero sospecha no era la palabra exacta. Las palabras justas, una vez más, como desde el principio de su estancia en Madrid, eran engaño y traición. Y esa joven, a la que un minuto antes había idolatrado, conjeturando con insensata candidez la posibilidad de proponerle un noviazgo formal, ahora se le presentaba como una mujer fría y calculadora, una loba con piel de cordero, una Eva que le había ofrecido sin que él se resistiera la fruta prohibida, aunque suculenta, de la perdición y la mentira, seduciéndolo como una aventurera sin escrúpulos.
Todo el cuerpo le temblaba en sacudidas de blandura y despecho mientras bajaba atropelladamente los cinco pisos de escaleras. Tal vez aún estaba a tiempo de evitar que la viciosa bailaora le arrebatara con sus malas artes el Santo Cristo de la Greña. “Ésa a mí no me conoce”, pensaba con rencor, “ésa no sabe todavía quién soy yo”. En la calle, frente al portal, dos hombres fornidos, con trajes oscuros, con gafas de sol y bigotes negros, con auriculares para sordos, lo miraron por encima de sus periódicos abiertos y sin ningún disimulo echaron a andar tras él, cada uno por una acera. Un coche los seguía despacio, los adelantaba, se iba aproximando a Lorencito, ya le pisaba los talones. Pero en el semáforo de una calle transversal estaba detenido un taxi y Lorencito, con premura y arrojo, abrió la puerta trasera y se lanzó a su interior diciendo en voz clara y terminante:
– Rápido. A la Ribera de Curtidores. A las Galerías Piquer.
Capítulo XXIV
Seguido a corta distancia por el coche donde iban los hombres de los sonotones y los bigotes negros el taxi bajó raudamente por el Paseo de Recoletos, pasó en ámbar los semáforos de la explanada de Atocha, donde brillaban al sol como palacios orientales las cúpulas de cobre de la antigua estación, giró hacia las despejadas rondas de Valencia y Toledo y se detuvo por fin, con gran estrépito de frenos y levantando una polvareda, en el costado de una plaza que parecía ocupada por un campamento de tiendas beduinas o zíngaras. Después de golpearse la frente, como de costumbre, contra la mampara de plástico blindado, Lorencito le pagó rápidamente al taxista, un joven de cabeza rapada que mascaba chicle con la boca abierta y conducía como si manejara el volante no de un coche, sino de un videojuego, y sin detenerse a recoger el cambio, que era cuantioso, bajó del taxi y procuró perderse entre la pintoresca multitud de buhoneros y mirones que inundaba las calles adyacentes a la Ribera de Curtidores, arteria principal del populoso Rastro de Madrid, que tiene principio en la castiza plazuela de Cascorro y desciende con anchuras y turbiones de gran río tropical hasta su desembocadura en la Ronda de Toledo, arrastrando en sus rápidos todas las variedades posibles de artículos, compraventas y trueques, como una inundación que se lo llevara todo por delante, lo más opulento y lo más ínfimo, los aparadores de caoba, las bibliotecas ingentes, las grandiosas lámparas de araña y los retratos al óleo de las familias tronadas, los uniformes militares, las condecoraciones heroicas, los nobles aperos de labranza de los cortijos saqueados o subastados, los trajes de comunión de niños que murieron tísicos a principios de siglo, las planchas de hierro que usaron en su juventud nuestras madres, sus recordatorios de boda, los sillones de mimbre y metal pintado de blanco que había antes en las barberías, las brochas, incluso las hojas de afeitar herrumbrosas, las primeras maquinillas eléctricas, los discos de pizarra, las vírgenes de yeso, de celuloide o de plástico, los cassettes piratas de Plácido Domingo o de Matías Antequera, los palilleros de dientes, con y sin palillos, los prospectos de jarabes, las cajas de herramientas, las camisetas estampadas con la efigie del beato Escrivá de Balaguer, las rejas y los portones de casas solariegas, los somieres, las aguamaniles, los orinales de loza con un ojo pintado en el fondo, las máscaras antigás de la guerra del Golfo, los escapularios milagrosos de los requetés, los vídeos pornográficos, los ejemplares atrasados de El adalid seráfico y El querubín misionero, revistas en las que alguna vez ha colaborado Lorencito Quesada, las bocinas en forma de loto de los gramófonos, los primeros pick-ups, los radiocassettes recién robados, los almanaques de la Unión Española de Explosivos, los de Café-Bar El Rábano, comidas económicas, y los Transportes Marcelino, las máquinas con manubrio para embutir chorizos, las latas de especias marca Carmelita, los aislantes cerámicos, los conmutadores de pera, las cucharillas descabaladas de una cubertería con las iniciales JM, los cromos sueltos, en color, de Ben-Hur, de Molokai, de Mazinger-Z…
Todo lo miraba Lorencito, mareado y atónito por aquella desatada abundancia, por aquella pululación de cosas y de gente, de tenderetes sucesivos que le cerraban el paso como los callejones de un zoco musulmán y gritos de vendedores y discordias de músicas que atronaban el aire desde poderosos altavoces, y a los que de vez en cuando se unían el ritmo machacón de un órgano eléctrico y el de la trompeta de un gitano que tocaba pasodobles mientras una cabra famélica trepaba una escalera. Todo se le quedó grabado, como él dice, en su retina, en su memoria fotográfica, pero aunque se pasara horas queriendo recordarlo jamás agotaría la formidable enumeración de aquella babel de razas, de desperdicios y tesoros en medio de la cual navegaba corriente arriba por la Ribera de Curtidores, sabiéndose al mismo tiempo perseguidor y perseguido, en una mañana desapacible de finales de marzo en la que el viento agitaba los toldos y los géneros multicolores de los puestos de ropa y el sol aparecía y desaparecía entre las ramas umbrosas de los castaños de Indias, sobre una muchedumbre que estrujaba y entorpecía a Lorencito como las lianas de una selva, en un desbarajuste comparable al del pueblo de Israel cuando se reúne en Los diez mandamientos para abandonar Egipto a las órdenes de Charlton Heston.