Lorencito se acordó de algo que había dicho Pepín Godino en sus delirios agónicos: aquella debía de ser la Torre Picasso. Las puertas, tan grandes como las de una catedral, eran de vidrio, y se abrieron automáticamente. En el vestíbulo, todo de mármoles blancos, había guardias de uniforme. También el ascensor estaba forrado de mármol. Lorencito se obstinaba sin demasiado éxito en que los ojos claros y afables de Olga no se encontraran con los suyos. Cuando el ascensor se puso en marcha tuvo la sensación angustiosa de que el estómago se le saldría por la boca: ¡en décimas de segundos el indicador electrónico señalaba el piso cuarenta!
Salieron a un pasillo donde el suelo y las paredes también eran de mármoclass="underline" todas las puertas se abrían silenciosamente delante de ellos. Mármol, acero, aluminio, cristaclass="underline" era como si todos los demás materiales hubiesen desaparecido del mundo. Cruzaron oficinas con paneles blancos y mesas blancas sobre las que parpadeaban pantallas de ordenadores. Pilotos rojos y verdes se encendían a medida que las puertas de cristal iban abriéndose y cuando se cerraban tras ellos con un roce sedoso. Artefactos vagamente parecidos a máquinas de escribir imprimían columnas de números en hojas interminables de papel sin que los manejara nadie. Lorencito fue empujado hacia el interior de una habitación donde una gran pantalla de vídeo iluminaba la oscuridad. Una mano tibia buscó la suya: era la de Olga. Los habían dejado solos. Lorencito la rechazó. En la pantalla se veía en primer plano una cara enorme, una mano aún más grande que intentaba cubrirla: era él mismo, Lorencito, que abría la boca y negaba en silencio. Era la película que le había tomado el falso turista japonés junto al Corral de la Fandanga.
La pantalla se apagó: la luz del sol fluía a rayas por una persiana que se estaba levantando automáticamente. El zumbido del motor se detuvo: la claridad aún era escasa, pero Lorencito pudo ver que la habitación era muy grande, que la pantalla estaba en el centro y que junto a ella había un hombre sentado en un sillón giratorio. Una línea de sol le iluminaba el pelo blanco y brillaba en los cristales de sus gafas. Tenía las piernas cruzadas, zapatos negros, calcetines altos: esa clase de calcetines que nunca muestran la pantorrilla por mucho que se alce el pantalón, y cuyo secreto, ha pensado siempre Lorencito, pertenece en exclusiva a los ricos. Ahora supo dónde había visto esa cara antes de cruzarse con ella en la basílica de Jesús de Medinaceli: en los noticiarios de la televisión, en las primeras páginas de los diarios financieros, en las páginas satinadas de las revistas del corazón, donde se publican continuos reportajes en color sobre su yate de veinte metros de eslora, sobre su palacete recién construido en una exclusiva urbanización de Puerta de Hierro, sobre la polémica anulación de su primer matrimonio por el tribunal de la Rota y las consiguientes nupcias con una de las modelos más cotizadas de la alta costura, una despampanante pelirroja treinta años más joven que él… ¿Hará falta estampar aquí su nombre, cuando sólo sus iniciales, JD, por las que suele aludírsele en los mentideros de la prensa, ya se han vuelto legendarias, tan universalmente conocidas como las de los automóviles Seat, como AMDG de la Compañía de Jesús, y sin duda mucho más influyentes, no sólo en el mundo de las altas finanzas, sino en el de la política, el coleccionismo de arte, el patrocinio deportivo, los medios de comunicación?
– Ya iba siendo hora de que usted y yo nos encontráramos despacio, -dijo JD, con una voz extraordinariamente suave, con las dos manos juntas y las yemas de los dedos sobre la barbilla. Hablaba con frases muy cortas, y al final de cada una guardaba un reflexivo silencio-. En la intimidad, sin prisas. En las distancias cortas se conoce a los hombres. Al menos a los hombres como usted. Singulares. Decididos. Sabiendo lo que quieren. Y cómo conseguirlo. Admítame un elogio: no hay muchos. No somos muchos. Nos reconocemos en seguida. Pero los demás no nos conocen. Nos juzgan: equivocadamente. A usted, discúlpeme, lo conceptuaban de idiota. Fácil de engañar. De eliminar. “Se le tira por el Viaducto y santas pascuas”. Decía ese cretino. Dios lo tenga a él en su Gloria. Incompetentes: problemas de encargar trabajos delicados a terceros. Como las contratas y las subcontratas. Nos entendemos. A que sí. Segunda fase: Nikimura. Antiguo operador de vídeo. El Killer de más reputación en todo el Sudeste asiático. Supernumerario en la Yakuza de Tokio. Desarmado, usted lo elimina. Limpiamente, sin ruido, sin huellas. Más difícil todavía: se desamordaza, como Houdini, salta en marcha de una furgoneta en la M-40. Contratiempos: a su paisano le pica la codicia. Eliminación, no con la misma profesionalidad que usted emplea, pero bueno. El peligro sigue siendo usted: dispuesto a todo y libre por Madrid, atando cabos. La fuerza bruta, las armas, ¿qué valen sin la inteligencia? Última, casi desesperado recurso: cherchez la femme, como diría un amigo común. Amablemente, Olga coopera. Incluso los hombres como nosotros tienen un talón de Aquiles. Veo cómo ella le mira: también ahí hizo usted un trabajo perfecto. En estos tiempos, ellas añoran a un hombre verdadero. No los encuentran en las nuevas generaciones. Silencio: no quiera hablar todavía. Faltan detalles, flecos. Punto uno: la santa imagen, que usted me entregará, dado que financié la operación y soy su legítimo dueño. Punto dos: trabajará para mí. Me han contado que se hace pasar por periodista. Tapadera perfecta. Lo quiero desde ya en mi equipo de adquisiciones. Nada de contratas, nunca más. Su primera misión, en el extranjero: la sangre de San Gennaro. A los otros les parecía imposible: para usted nada lo es. Y una idea que me da vueltas: ¿se acuerda de los quince centímetros de colon que le extirparon hace poco a Su Santidad el Papa? Se rumorea que ya andan en el mercado negro, y que obran prodigios. Pero antes de que me responda quiero que vea algo…
JD oprimió un mando a distancia: la persiana, que ocupaba toda una pared, siguió levantándose, y el sol iluminó poco a poco la habitación entera, al tiempo que en los altavoces del hilo musical sonaba muy bajo el Adeste fideles. Lorencito no daba crédito a sus ojos: la otra mitad de la habitación no era o no parecía un despacho, sino la capilla más rica, la más abarrotada de imágenes de santos, crucifijos y relicarios que él había visto nunca. JD, orgulloso de su golpe de efecto, miraba con satisfacción a Lorencito y a Olga, los animaba a aproximarse. Eligió un relicario labrado en plata y lo sostuvo reverencialmente ante ellos con las dos manos, diciéndoles:
– ¿No se habían preguntando alguna vez dónde fue a parar el brazo incorrupto de Santa Teresa después de la muerte del Caudillo?
Capítulo XXVI
Aquel hombre que poseía, y posee, una fortuna valorada por el Financial Times en dos mil millones de dólares; que cotiza las acciones de sus empresas en los mercados financieros de Wall Street, de la City de Londres, de la despiadada Bolsa de Tokio; que compra y vende solares y manzanas enteras de rascacielos como si jugara al Monopoly; que fue recibido en audiencia privada por el Papa a los pocos días de su segunda boda, en compañía de su joven esposa, vestida para la ocasión con un ondulante traje negro y una clásica mantilla española, entregándole de paso el Sumo Pontífice un mensaje secreto de nuestro monarca; que ejerce una influencia al parecer terminante en varios gobiernos sudamericanos y africanos; que es confidente, amigo y asesor de las más altas jerarquías de la nación: aquel plutócrata, supo Lorencito, con asombro, incluso con terror, porque se veía claro que tras su voz tan suave y sus maneras delicadas se ocultaba una ambición sin límites, era también un ferviente y desatado católico, un buscador y coleccionista implacable de cuantas imágenes y reliquias milagrosas podía comprar o robar, sin importarle el precio o los medios necesarios para lograr sus fines. En las cátedras de Economía y en las revistas financieras se analizan sus operaciones inmobiliarias o especulativas con la misma admiración con que puede estudiarse en una Facultad de Arquitectura el Partenón de Atenas o la basílica del Valle de los Caídos: él, con una mezcla de soberbia y piedad, atribuyó ante Lorencito Quesada todos sus éxitos a la intercesión divina y de los santos, así como al efecto multiplicado y prodigioso de su colección de reliquias.
Uno por uno les fue mostrando a Lorencito y a Olga sus tesoros, entre los cuales el brazo incorrupto de Santa Teresa ocupaba un lugar secundario. Para tocarlos se puso unos guantes blancos de seda: vieron la pluma del arcángel San Gabriel y el fragmento de la roca donde se sentó la Virgen María durante la huida hacia Egipto que se veneraron en la Capilla Real de Granada hasta que desaparecieron tras un robo nunca esclarecido; se les permitió rozar con las puntas de los dedos las tres piedras que expulsó del riñón San Alfonso María Ligorio después de un cólico nefrítico; vieron las últimas gafas graduadas del Papa Pío XII, un trozo de siete centímetros del Lignum crucis, la cuchara con la que Santa Lucía se sacó los ojos, un alzacuellos usado de San Juan Bosco, una de las treinta monedas que recibió Judas, que era un denario con la efigie del emperador Augusto, la caña de una escoba de San Martín de Porres, la reja de hierro con la que fueron torturados los mártires San Bonoso y San Maximiano, así como una urna con los huesos de ambos, un peine de carey, con algunos cabellos, del beato José María Escrivá de Balaguer, una bolsita con serrín de la carpintería de San José, un paño de la Santa Faz que al parecer es el verdadero, a diferencia del que se venera en la catedral de Jaén, una cosa seca y negruzca que a la luz de las más modernas técnicas de investigación resultaba ser el auténtico Santo Prepucio, el único, entre los muchos que se disputan la adoración de la Cristiandad, que resistía satisfactoriamente la prueba incontrovertible del carbono 14…