– A los hombres de empresa se nos acusa siempre de materialismo -dijo JD, aún con los guantes blancos, uniendo las dos manos junto a la barbilla, bajo el labio inferior-. Yo le puedo decir, humildemente, que todo se lo debo a mi fe. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo si pierde su alma? A la hora de tomar una decisión, el índice Dow Jones, las tablas input-output, sin la ayuda sobrenatural, son vanidad de vanidades. La descristianización, el paganismo, avanzan. Presidentes de gobiernos y hasta testas coronadas no dan un paso sin recurrir a las supersticiones de la quiromancia y el tarot. Si yo le contara… ¡Pero nada hay más eficaz que las reliquias certificadas por los rigurosos doctores de nuestra Iglesia Católica!
Lorencito no decía nada: lo miraba todo con los ojos y la boca muy abiertos, sin acordarse de que se había prometido a sí mismo no repetir más esa expresión. La mirada de Olga buscaba la suya: también se le había olvidado su voluntad de despreciarla. JD, tan ensimismado que parecía no verlos, circulaba entre sus tesoros frotándose suavemente las manos. Ahora había elegido una pequeña ampolla de cristal que tenía en su interior un líquido oscuro. La alzó ante los ojos de Lorencito y la luz del sol dio al líquido una tonalidad rojiza.
– Le concederé un privilegio, -declaró-. Mire atentamente esta sangre. Como todos los años por estas fechas, desde hace exactamente seiscientos dieciséis, se ha licuado. Pero ya no está en la capilla de Santa Cunegunda, mártir, donde recibía hasta hace poco la iletrada y bárbara adoración de multitudes ignorantes. Ahora me pertenece únicamente a mí… En todo el orbe de la cristiandad, como usted sabe, sólo hay otras dos reliquias que obren regularmente el mismo milagro. Pero la sangre de San Pantaleón y la de San Gennaro no tardarán mucho en reunirse aquí con la de Santa Cunegunda de Antioquía…
El piadoso multimillonario puso devotamente la ampolla sobre un paño blanco. Luego invitó a Lorencito y a Olga a sentarse en un mullido sofá, debajo de un cuadro con fondo de oro que según les dijo era el retrato de la Virgen María pintado del natural por San Lucas, la vera icon de la que han derivado a lo largo de dos mil años las únicas representaciones legítimas de la Reina de los Cielos. Rigurosos estudios de espectrografía, dendrología y parapsicología así lo demostraban, explicó. A continuación dio una palmada, y un sigiloso camarero filipino, que llevaba un escapulario sobre la chaquetilla blanca, les trajo en una bandeja de plata tres botellines de agua fresca de Lourdes. Lorencito, al beber, tan callado como si hubiera perdido el uso del habla, miraba de soslayo las piernas de Olga, que las tenía cruzadas, y que al cambiar de postura rozó las suyas, apartándolas en seguida, como temiendo herirlo en su recobrada castidad.
– De modo que así están las cosas, -con la cabeza inclinada y las manos junto a la barbilla, otra vez sin los guantes, JD dedicó a Lorencito una mirada escrutadora, aunque no tan fija que no se desviara hacia las rodillas de Olga-. Claras: como a mí me gusta. Como a nosotros nos gustan. La entrega de la imagen, con sus correspondientes reliquias, será el principio de nuestro acuerdo. El primer paso. Hay otra posibilidad. No le oculto que es más dolorosa. En mi equipo de seguridad cuento con un capitán de navío retirado. Argentino. Exiliado en la madre patria. Cultiva una especialidad muy valorada allí hasta hace poco tiempo. Picana. Un hilo de cobre se introduce en el glande, con perdón. Corriente eléctrica. Doloroso: también inútil. Preferible hablar antes. Consúltelo con la chica. Siempre más práctica, la mentalidad femenina.
– Usted no es un buen cristiano, -ni Lorencito se creía que quien hablaba de repente era él-. Usted es un ladrón y un sacrílego. Antes prefiero la muerte que el baldón.
Esta última frase pertenece al himno de los Luises de Mágina. Lorencito se había puesto en pie, sin que la mano de Olga pudiera retenerlo. JD permanecía inmutable, aunque las puntas de sus dedos habían subido hasta la nariz. Hizo un gesto leve con la mano, como quien saca un pañuelo. Las puertas de aluminio se abrieron y cuatro guardaespaldas entraron en silencio en la habitación. Uno de ellos, que era rubio y de piel sonrosada, se dirigió a Lorencito.
– Vení conmigo, pibe, -le dijo-, que recién te preparé el electrodo. Vas a tostarte doradito como asado criollo. Le garanto al patrón que con jarabe de voltio vos lo tumbás cantando al gordo Pavarotti.
Ni la cara afable ni el típico acento porteño del guardaespaldas tranquilizaron a nuestro corresponsal, para quien sus palabras fueron tan incomprensibles como las letras de los tangos, aunque no por eso menos amenazadoras. Cuatro sicarios berroqueños se le aproximaban en círculo, ajustándose, con sincronizados ademanes, aros metálicos en los nudillos, mientras el impasible plutócrata, balanceándose con las piernas cruzadas en su sillón giratorio, se olía pensativamente las puntas de los dedos y bisbiseaba un Padrenuestro, que a Lorencito le sonó como un responso anticipado. Notaba, sin embargo, la novedad sorprendente de que no le sudaban las palmas de las manos ni le temblaba el labio superior: iba a ser torturado, tal vez asesinado, y no tenía miedo. Se volvió hacia Olga y no la vio en el sofá: pensó melancólicamente que en aquellos momentos finales de su vida le perdonaba todo el mal que le había hecho. El capitán de navío argentino lo tomó del brazo, diciéndole, “venga, che, apurate”, y él sintió que sus pies se afirmaban obstinadamente sobre el suelo: para moverlo tendrían que arrastrarlo. Entonces la voz de Olga sonó a sus espaldas.
– Suéltelo, -dijo-. Apártense todos de la puerta. Él y yo saldremos ahora y ninguno de ustedes va a detenernos.
Todos se volvieron, incluso el implacable multimillonario, cuya serenidad se descompuso con un gesto de estupor y de alarma. En la mano izquierda Olga esgrimía su pistola. En la derecha, entre el pulgar y el índice, agitaba como una ampolla medicinal la reliquia de Santa Cunegunda mártir.
– Déme eso inmediatamente, -el magnate extendía hacia ella una mano temblorosa-. Démelo. Ahora. Es muy frágil. Extremadamente.
– No se acerque, -tampoco Olga levantó la voz, pero sí el cañón de la pistola-. Sería muy fácil que se me cayera. Imagínese, se rompería en este suelo de mármol, y adiós sangre licuada de Santa Cunegunda. Lauren, ponte a mi lado. Estos señores tan amables van a dejarnos salir hasta la calle, sin un mal modo ni una mala palabra, no vaya a caérseme este frasco de cristal tan delicado.
Capítulo XXVII
Olga manejaba la pistola con la misma desenvoltura y elegancia que un lápiz de labios. Que Lorencito no comprendiera los móviles de su voluble comportamiento no era un obstáculo, sino más bien, como él asegura, un acicate, para que el ya enfebrecido amor de nuestro paisano se convirtiera en idolatría. ¿Por qué lo salvaba ahora, si un poco antes lo había entregado alevosamente a sus enemigos? Cuando Lorencito estuvo junto a ella, Olga reclamó al estupefacto JD, más pálido que la mascarilla mortuoria del padre Damián, apóstol de los leprosos, que formaba parte de su colección.
– Y usted, tan caballero siempre, -dijo Olga-, seguro que tiene la fineza de acompañarnos a la calle, y de quedarse con nosotros hasta que paremos un taxi…
– Quietos todos, -ordenó JD a los guardaespaldas, que ya hacían amagos de atacar a Olga-. Obedecedla. Por lo que más quiera, señorita, no agite más la Santa Sangre…
Un mechón blanco le caía sobre la frente, y parecía haber envejecido varios años. Miraba la ampolla de cristal con ojos de fanatismo y de súplica. Olga le entregó la pistola a Lorencito, y él, que en su vida había tenido en sus manos un arma, se las arregló como pudo para encañonar al magnate, rogando con fervor al Santo Cristo de la Greña que no se le presentara el compromiso de hacer fuego.
– Les pagaré lo que sea, -murmuraba JD-. Lo que me pidan…
– Andando, -dijo Olga, con menos consideración que si empujara a un pordiosero-. Si todo va bien no tardará mucho en recuperar su reliquia.