– Elija cualquier otra, -habían entrado en el ascensor, y sus puertas se cerraron ante las caras impotentes y furiosas de los guardaespaldas-. El brazo de Santa Teresa. La piedra que descalabró al Santo Niño Tarsicio, que tiene una mancha de su sangre…
Lorencito volvió a morirse de vértigo mientras bajaba el ascensor. Las puertas se abrieron y no había nadie ante ellas. Salieron al vestíbulo y los guardias de uniforme, a una señal de JD, depusieron sus armas y se quedaron alineados y expectantes mientras ellos pasaban. En la acera de la Castellana aguardaron unos minutos hasta que apareció un taxi libre. JD hizo ademán de quitarle a Olga la ampolla de cristaclass="underline" rápidamente ella fingió que la tiraba, y el magnate quedó paralizado como estatua de sal. Entró primero Lorencito en el taxi. Después Olga bajó la ventanilla y le enseñó por última vez la reliquia a su desesperado propietario.
– Será mejor que no nos siga nadie, -le dijo, con una sonrisa seductora-. Igual el taxi salta en un socavón o en una curva y se me rompe el frasquito.
Bajaron por la Castellana. Los modernos edificios de acero y de vidrio se alternaban con señoriales palacetes estucados en blanco. Olga guardó la ampolla y la pistola en su bolso, se echó hacia atrás en el asiento, tan tranquila que ni se volvió a vigilar por la ventanilla trasera, y todavía no le dijo nada al taxista. Sentado junto a ella, Lorencito la miraba en silencio, mudo de estupor. Reconoce ahora que un desolado pensamiento prevalecía sobre éclass="underline" “Es mucha mujer para mí”. La estrecha falda se le había subido hasta lo más alto de sus bien tornados muslos, provocando en el pusilánime Lorencito el sobresalto de un recuerdo imborrable, y en sus dedos una codicia sensual que ya no se atrevería a satisfacer: Olga consultó su reloj, con ese ademán atareado que tienen las mujeres de negocios en los anuncios de la televisión.
– Llévenos al hotel Palace, por favor, -le dijo al taxista, y luego, para sí-: Las doce. Ya habrán llegado.
– ¿Quiénes? -Lorencito reconoció en su voz el apocamiento de costumbre.
– Ya lo verás, -Olga sonrió: pero ahora lo miraba como si no lo viera, y la sonrisa de la noche anterior había desaparecido, tal vez, temía Lorencito, para siempre.
– ¿Y el Santo Cristo de la Greña? ¿Dónde lo tienes guardado?
– En el mismo sitio donde estaba, -Olga se echó a reír, pasándose una mano por el pelo-. Lo único que cambié fue la chapa con el número del almacén. Confiésamelo, -hundiendo los dedos en una crencha rubia acercó su cara a Lorencito, y por un momento lo miró como antes-: ¿A que pensabas que te había traicionado? Hombre de poca fe… Los vi llegar y me di cuenta de que no teníamos escapatoria. Hasta ver qué pasaba fingí que me ponía de su parte.
Otra pregunta se le quedó para siempre a Lorencito en lo más íntimo de su conciencia: Y anoche, ¿también fingías? Pero no la hizo por timidez, por miedo a las respuestas. El taxi giró a la derecha en la plaza de Neptuno, que para Lorencito, después de la Cibeles, es la más monumental de Madrid. Buscaba su cartera, pero Olga pagó con una rapidez desconcertante. Lo traspasaba la emoción cuando al cruzar la Carrera de San Jerónimo ella lo tomó del brazo. Estaba de repente tan triste que ni siquiera se preguntó a dónde iban. Era la variedad más arraigada de su tristeza, la de los anocheceres de octubre en El Sistema Métrico, la primera tarde que se enciende la luz eléctrica a las seis.
Sin que se diera cuenta habían llegado a la escalinata del Palace, donde montaban guardia dos porteros de librea y chistera que intimidaron profundamente a Lorencito. Pensó, con su arraigado apocamiento, que a él no lo dejarían entrar. Olga cruzó junto a ellos sin mirarlos, así que no vio la reverencia que le dedicaron. El vestíbulo manifestaba un lujo que Lorencito conceptuó de asiático. Olga se separó de él, desgarrándole el alma durante unos segundos, y fue a preguntar algo en el mostrador de recepción. Para subir las escaleras ricamente alfombradas lo tomó de la mano, aunque sin darle a ese gesto demasiada importancia, lo cual sumió a Lorencito en un trance casi luctuoso de felicidad. En un ascensor con espejos subieron a la tercera planta. Hundir los pies en aquellas alfombras era como caminar por un trigal. Techos altos, divanes de cuero, mesitas con figuras de bronce, puertas de caoba con números dorados: hasta ese momento, la idea máxima del lujo que había poseído Lorencito era la del hotel Consuelo, de Mágina, que tiene agua caliente y bidet en la mayor parte de sus habitaciones.
Olga le soltó la mano para llamar con los nudillos a una puerta. La abrió un hombre envuelto en un batín de seda con bordados en oro: porque su capacidad de asombro ya estaba casi agotada Lorencito no se extrañó de ver a don Sebastián Guadalimar. Olía a whisky y a colonia y llevaba un cigarrillo justo entre las puntas de los dedos índice y corazón, como si le diera un poco de asco sostenerlo.
– Avanti -dijo el prócer-. Amigo Quesada, siempre es un placer verlo, a pesar de la precipitación del rendez-vous. Espero que nuestro pequeño affaire haya concluido satisfactoriamente. Discúlpeme que lo reciba en robe de chambre. En cuanto a usted, desconocida señorita, su llamada de anoche nos pareció a la condesa y a mí, cómo diría, un tanto shocking… Pero ya ve, hemos venido, aunque ligeros de equipaje, casi desnudos, como los hijos de la mar, que diría el humanísimo don Antonio… Disculpen que hayamos instalado nuestros lares en la habitación principal, y que los recibamos en la salita de esta mediocre suite.
– ¿Está su mujer? -preguntó Olga.
– Si se refiere a la contessa -don Sebastián se inclinó ligeramente-, en estos momentos concluye su toilette. Si me disculpan…
Iba a dejarlos solos, pero Lorencito le cortó el paso. El respeto que en otro tiempo le había inspirado don Sebastián estaba convirtiéndose en animadversión y en rencor. Aunque también reconoce que pagó con él su despecho hacia Olga.
– Un momento, señor conde, -dijo, no sin sorna-, que yo también tengo que decirle unas palabras, aunque no sean en francés.
– Mon cher -don Sebastián Guadalimar palideció: de un empujón Lorencito lo había hecho sentarse-, dejemos para más tarde ciertos detalles enojosos…
– Ahora lo veo todo claro, -dijo Lorencito: el labio superior volvía a temblarle-. Usted estaba conchabado con los ladrones. Usted tuvo la idea de enredarnos al pobre Matías Antequera, que en paz descanse, y a mí, para que nos tomaran por culpables del robo. Si no, ¿por qué sabían que yo paraba en la pensión del señor Rojo?
– No se sulfure, mon ami -don Sebastián encendió otro cigarrillo-. Puedo explicárselo todo… Usted es víctima de un malentendu…
– Ya da lo mismo, no se cansen, -intervino Olga-. Usted, señor conde, y su señora, engañaron a este pobre hombre, pero el caso es que la venta que proyectaban se ha frustrado, y que la imagen la tengo yo.
– ¿Y a qué espera para devolvérnosla? -en la puerta de la salita había aparecido la condesa de la Cueva: no hay por qué describir su famoso pelo negro y ensortijado, su audaz y suculento escote, su espléndida madurez, su altivo porte de aristócrata.
– A que usted me reconozca como única heredera de su título y de su fortuna, -absorto en la belleza de Olga, Lorencito no podía creer lo que estaba escuchando-. A que usted acepte públicamente y por escrito que soy su hija…
– Pero, Concha, -exclamó, tan asombrado como Lorencito, don Sebastián Guadalimar-. Tú me juraste que tu primer marido también era impotente…
– Y no te mentí -la condesa, trémula, desfallecida, se apoyó en la pared-. El padre de esta chica es el difunto Matías Antequera.
– Pero yo creía, -articuló con dificultad Lorencito-, que Matías era… homosexual perdido…
– Y eso qué importa, -don Sebastián tenía hundida la cabeza y se mesaba los cabellos blancos-. Usted no conoce a esta mujer. Es capaz de tirarse al Doncel de Sigüenza.
Capítulo XXVIII
Apuntaba el amanecer del Jueves Santo en la plaza Vázquez de Molina. Faltaban unos minutos para que sonaran en el reloj del Salvador las campanadas de las siete, pero las majestuosas puertas herradas ya empezaban a abrirse, y un devoto rumor de oraciones y emocionados suspiros sobrevolaba como una brisa matinal a la madrugadora multitud congregada en los balcones y en las aceras de la plaza, en medio de la cual se había formado la doble fila de los penitentes del Santo Cristo de la Greña, con sus túnicas violeta, sus pies descalzos y sus capirotes de raso negro, a los que en Mágina llamamos capiruchos. Muy pronto, justo cuando el trono empezara a salir y sonaran solemnemente las siete campanadas, el primer rayo de sol descendería sobre el bajo relieve renacentista de la Transfiguración que orna la portada de la iglesia. Pero las velas moradas aún ardían en el interior de las tulipas de los penitentes, otorgando a sus caras tapadas una claridad espectral, y el olor de la cera y del humo se confundía en el frío aire matinal con el que brotaba de los incensarios de plata.