Juzgó que su habitación era acogedora, incluso íntima, y desde luego muy tranquila, lo cual es una ventaja en una ciudad tan ruidosa como Madrid. Al descorrer las cortinas para mirar por la ventana comprobó que no había ventana, si bien disponía de un lavabo espacioso y de un teléfono. Se sentó en la cama y decidió concederse una o dos horas de sueño. Apenas había cerrado los ojos cuando el timbre del teléfono lo sobresaltó. Dijo varias veces “Aló”, como parece que es costumbre en Madrid, pero no obtuvo respuesta: alguien respiraba en silencio al otro lado del hilo telefónico. Creyó oír una voz que murmuraba algo, y luego la comunicación se interrumpió, y Lorencito Quesada se quedó un rato oyendo en el auricular un pitido intermitente.
Capítulo V
Recios golpes sonaron en la puerta. Lorencito Quesada se levantó en la oscuridad sin saber dónde estaba y medio dormido todavía, soñando que se le hacía tarde para llegar a El Sistema Métrico. Al mismo tiempo el teléfono empezó a sonar. Buscando el interruptor de la luz se dio contra los barrotes de la cama un golpe que no llegó a despertarlo del todo. Las llamadas en la puerta y los timbrazos del teléfono sonaban con igual contumacia. Por fin dio la luz, abrió la puerta, vio a un hombre de rasgos orientales, corrió hacia el teléfono, que estaba sobre la mesa de noche, volcó un vaso de agua que se rompió a sus pies, dijo: “espere un momento” y volvió a la puerta, recogió un sobre que el oriental le tendía, le dijo gracias y cerró, corrió al teléfono, dándose otro golpe en los barrotes de la cama, ahora en la rodilla, levantó el auricular y escuchó el mismo silencio que unas horas antes, miró el sobre que tenía en las manos, colgó con disgusto el teléfono, aunque no con rabia, porque es un hombre de sentimientos extremadamente apacibles, se acordó del oriental y quiso salir en busca suya para preguntarle quién le enviaba el sobre, pero cuando abrió otra vez la puerta casi se dio de bruces contra él, porque aún estaba delante de ella, inescrutable, con esa fría impasibilidad de las razas asiáticas, con la mano derecha extendida en una posición que Lorencito Quesada atribuyó al principio a sus posibles habilidades como karateka, pero que resultó ser una impertinente solicitud de propina.
Le dio cien pesetas al cabo de un rato buscando en sus bolsillos. El oriental miró la moneda en la palma de su mano todavía abierta y luego miró a Lorencito con un gesto de desprecio absoluto. Volvió a cerrar: abrió suavemente de nuevo y el oriental había desaparecido. Desde el fondo del pasillo venía una música como de tambores africanos y una pestilencia de guisos exóticos. Veinte años antes, pensó, en la pensión del señor Rojo se escuchaban romanzas de zarzuela y olía dulcemente a cocido madrileño. Sólo al sentarse en la cama (porque en la habitación no había ninguna silla) recordó el sobre, que no tenía nada escrito.
Antes de abrirlo lo palpó: las llamadas de teléfono y la torva cara del mensajero oriental lo habían sumido en un principio de temor. En Madrid no es infrecuente el envío de cartas bomba. Miró el sobre al trasluz, pero la claridad que daba la bombilla era muy poca. Al tacto no parecía que contuviera nada peligroso. Con sus dedos hábiles y un poco más gruesos de lo que a él le gustaría, diestros por el manejo inveterado de las telas, fue cortando uno de los filos, procurando no rasgar lo que había dentro. Pero no era una carta, sino una hoja doblada de papel de envoltorio, recio y brillante, de color morado. Lo extrajo tan cuidadosamente como desprendería un artificiero la espoleta de una bomba. Crujía al tocarlo, y exhalaba un olor muy tenue como a incienso o a cera. Al desdoblarlo, Lorencito Quesada encontró un trozo rectangular de tela gruesa, también doblado en dos, con una pericia en la que sus ojos avezados reconocieron la mano de un auténtico profesional del comercio de tejidos. Abrió el sobre en hueco y miró y palpó meticulosamente su interior sin encontrar nada. Estaba claro que era víctima de una broma pesada. Por mucho mundo que uno tenga, en Madrid le toman el pelo sin misericordia a poco que se descuide. Alisó de nuevo el sobre, lamentando haber dejado en él sus huellas dactilares, pero carecía de unas pinzas y no había tenido la precaución de traerse sus guantes de lana. Sacudió el trozo de tela tocándolo sólo con las uñas, y cuando iba a envolverlo en el papel para guardarlo otra vez en el sobre (consideró que era vital no destruir ninguna prueba, ni las que parecieran menos importantes, pues con frecuencia son éstas las que sirven para averiguar la clave de un enigma), oyó un ruido levísimo como de algo que caía y vio una cosa pequeña y ovalada en el suelo. La recogió con la misma cautela que habría empleado para atrapar a un insecto: era una uña larga, curvada, perfecta, una uña dura y puntiaguda, tan fuerte como la de un ave rapaz. Casi la soltó al comprender a quién pertenecía. ¡Era una de las uñas del misionero mártir de Mágina, la de uno de sus pulgares, para ser exactos, una reliquia arrancada de la mano del Santo Cristo de la Greña!
A modo de relicario provisional usó, no sin reverencia, el bote de sus lentillas. ¿Era posible que Matías Antequera hubiese llegado tan lejos en su abyección como para repetir con la venerada imagen la cruel amputación inflingida hace cuatro siglos (o infringida, o inflingida: con esas dos palabras Lorencito Quesada padece siempre dudas lacerantes) al antepasado mártir de los actuales condes de la Cueva? Pero en el fondo de su conciencia él no terminaba de aceptar la culpabilidad de Antequera: él lo había visto postrado de rodillas ante el trono de los Siete Dolores. El día en que se le impuso a la Virgen el nuevo manto sufragado únicamente a su costa, él había estado en el camerino de Matías Antequera, la noche de su última actuación en la feria de Mágina, y había observado el número de estampas piadosas que rodeaban el espejo frente al que se maquillaba, y podía jurar que entre ellas, y en posición preferente, estaba la del Santo Cristo de la Greña, por el que Antequera, como todo el mundo en la ciudad, sin distinción de ideologías ni de clases, siente una fervorosa devoción.
“Si es culpable lo desenmascararé”, pensó como si hablara en voz alta, “pero si es inocente no descansaré hasta demostrarlo”. Dobló el trozo de tela y el papel y los guardó en el sobre de modo que éste quedase igual que lo había recibido. Por miedo a que alguien se lo arrebatara, lo puso en el bolsillo derecho de su cazadora de ante y se aseguró de que la cremallera quedaba bien cerrada. Con un sobresalto se dio cuenta de que no sabía la hora que era, ni si era de día o de noche. Miró su reloj digital, regalo de un viajante de libros al que le había comprado la Gran Enciclopedia de las Ciencias Ocultas, de la que suele extraer la documentación exhaustiva que enriquece sus artículos sobre ufología en Singladura: eran las trece veintisiete, de modo que había estado durmiendo cinco horas, sin confort, desde luego, sin el cálido pijama tobillero que lo abriga en los inviernos de Mágina, tendido sobre la colcha, con toda la ropa puesta, como un bohemio, en una cama extraña.
No sólo tenía sueño atrasado: también tenía hambre. Pensó con repugnancia en los olores a frituras paganas que infectaban el aire en el pasillo de la pensión. Afortunadamente, había traído en su bolsa una fiambrera de plástico, con cierre hermético, tipo tupperware, en la que a pesar de las prisas y el aturdimiento de la partida había tenido tiempo de guardar su cena de la noche anterior, que era carne con tomate. Desconfiando de la calidad del pan que suele venderse en las grandes ciudades, donde la gente, obsesionada con guardar la línea, apenas come otra cosa que pan Bimbo, Lorencito Quesada había agregado a su equipaje una sólida mollaza de corteza rubia y miga suculenta, envuelta en un cernadero a cuadros azules, para que no cogiera pelusa de la ropa. Dispuso el cernadero sobre la mesa de noche, abrió la fiambrera y la boca se le hizo agua al ver el rojo intenso del tomate frito y las protuberancias de las tajadas de lomo, aunque le daba un poco de asco el notorio olor a calcetines que reinaba en la habitación. Pensó que un hombre desnutrido mal puede enfrentarse a los peligros de una ciudad como Madrid.
Estaba deglutiendo con dificultad la primera sopa untada en tomate cuando el teléfono volvió a sonar. Que no lo dejen comer a gusto o que le priven de nueve horas de sueño son las dos únicas razones que pueden alterar el carácter sosegado de Lorencito Quesada. “Pues el que sea se va a fastidiar”, dijo, indignado, con la boca llena. Terminó de tragar y el teléfono seguía sonando. Al cogerlo tenía los dedos manchados de tomate y aceite y el auricular se le escurría. Observó con dolor que le había caído una mancha en la solapa de la cazadora.
– Al aparato, -dijo desganadamente, imaginando que otra vez sólo escucharía el silencio.
– ¿Quesada? -dijo una voz ansiosa, que inmediatamente le pareció conocida-. ¿Lorencito Quesada?