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—Te expresas muy bien, joven Maraquine —dijo Kettoran, expulsando blanco vaho a través de la bufanda que protegía su cara del intenso frío de la zona de ingravidez—. ¿Has pensado en dedicarte alguna vez a la diplomacia?

—No, pero tendré que pensarlo si no logro localizar pronto esas cáscaras de madera.

—Te ayudaré; haría cualquier cosa con tal de poder desviar mi mente del hecho de que el estómago quiere subírseme a la boca.

Kettoran se frotó los ojos con la mano enguantada, comenzó a examinar el cielo y en pocos segundos, para sorpresa de Toller, dejó escapar una exclamación de satisfacción.

—¿Es eso lo que estábamos buscando? —dijo, señalando horizontalmente hacia el este, detrás de las tres naves modificadas—. Esa línea de luces púrpuras…

—¿Luces púrpuras? ¿Dónde?

Toller trató en vano de distinguir algo inusual en la parte señalada del cielo.

—¡Allí! ¡Allí! ¿Cómo no lo…? —las palabras de Kettoran se desvanecieron en un suspiro de decepción—. Demasiado tarde, ya han pasado.

Toller resopló con una mezcla de diversión y exasperación.

—Señor, en las estaciones no hay luces, ni púrpuras ni de ningún color. Tienen reflectores que brillan con un resplandor blanco constante, si se divisan desde el ángulo correcto. Quizás vio algún meteoro.

—Sé cómo son los meteoros, así que no intentes… —Kettoran se interrumpió otra vez y señaló a otra parte del espacio—. Allí está tu precioso grupo de defensa. No me digas que no es eso, porque veo una línea de manchas blancas. ¿Me equivoco, acaso? ¡No me equivoco!

—No se equivoca —reconoció Toller, enfocando los prismáticos hacia las estaciones y maravillándose de la velocidad con que la suerte había dirigido la mirada del anciano a la parte exacta del espacio—. ¡Muy bien, señor!

—¡Y eso que tú eres el piloto! Si no hubiera sido por este estómago rebelde, yo habría…

Kettoran soltó un violento estornudo, se retiró a la cabina y cerró la puerta.

Toller sonrió al oír más estornudos intercalados con maldiciones, amortiguados por la puerta. En los cinco días de ascenso a la zona de ingravidez había sentido una creciente simpatía hacia el comisionado —por su irónico malhumor—, y también respeto, por su estoicismo frente a las severas incomodidades del vuelo. La mayoría de los hombres de su edad habrían buscado algún medio de eludir la obligación que le impuso la reina Daseene; pero Kettoran había aceptado el encargo de buena gana y parecía decidido a cumplirlo como cualquier otra de las tareas rutinarias que en su larga vida había realizado en nombre de su soberana.

Toller devolvió su atención a las estaciones de defensa y se sintió aliviado al ver que formaban una línea perfectamente recta. Cuando le concedieron la cualificación de piloto de naves espaciales, solía divertirse en los ocasionales ascensos de mantenimiento a las estaciones. Entrar en las cubiertas oscuras y claustrofóbicas había sido una experiencia casi mística que le había ayudado a evocar al espíritu de su abuelo y sus tiempos heroicos; pero la futilidad de la existencia del grupo de defensa interior rápidamente había dominado sus pensamientos. Si no existiese ninguna amenaza de Farland, las estaciones serían innecesarias; si los enigmáticos farlandeses alguna vez se decidiesen a invadir, su superioridad tecnológica dejaría totalmente inservibles las estaciones. Las cascaras de madera constituían una mera defensa simbólica, que en cierto modo había tranquilizado la mente del rey Chakkell en sus últimos tiempos; para Toller su principal valor radicaba en el hecho de que mantenerlas servía de algún modo para preservar las capacidades interplanetarias de la nación.

Tranquilizándose al comprobar que no había necesidad de desviarse del curso vertical, bajó los prismáticos y miró pensativamente hacia la más lejana de las tres naves que constituían su escalón: ésa era la comandada por Vantara. Desde el mismo antedía en que se había enterado de que la condesa iba a tomar parte en la expedición, había estado indeciso sobre cómo debería comportarse en los futuros tratos con ella. ¿Conseguiría, con un aire de indiferencia y digna reprobación, arrancar de ella una disculpa y así acercarse? ¿O sería mejor mostrarse animado y ajeno a su informe, como si se tratase de una ruidosa escaramuza, inevitable entre dos espíritus libres que chocan?

El hecho de que él —la parte ofendida— fuese el único que planease la reconciliación, le había ocasionado cierta inquietud, y aun así todas sus intrigas habían resultado inútiles. Durante los preparativos de vuelo, Vantara había logrado mantenerse apartada de él, y lo hizo con tanta elegancia que a Toller ni siquiera le quedó el consuelo de sentirse lo suficientemente importante para ser evitado.

Una hora después de que la flota hubo pasado por el plano de referencia, el grupo de estaciones de defensa se había quedado atrás hasta hacerse prácticamente invisible, debido a que la atracción gravitatoria de Land iba aumentando imperceptiblemente la velocidad de las embarcaciones. Un mensaje del luminógrafo del General Ode, comandante de la flota, fue enviado desde la nave insignia instruyendo a todos los pilotos para llevar a cabo la maniobra de inversión.

Contento de romper con la rutina a bordo, Toller se deslizó por una cuerda de seguridad hasta la parte media, donde el teniente Correvalte se encontraba al mando del motor. Correvalte, que había sido calificado recientemente como piloto, pareció aliviado cuando oyó que no iba a tener que realizar él la maniobra. Abandonó los mandos y se colocó a una cierta distancia mientras Toller iniciaba la delicada tarea. La nave tenía cuatro finos montantes de aceleración que unían la barquilla a la cinta de carga ecuatorial del globo y que daban a toda la estructura el grado de rigidez preciso para volar en la modalidad de propulsión. Aunque el globo en sí era muy ligero —apenas una frágil envoltura de lino barnizado—, el gas del interior tenía una masa de muchas toneladas, con la inercia correspondiente, y debía manipularse con sumo cuidado cuando se necesitaba hacer cualquier cambio de dirección. Un piloto demasiado impulsivo en el manejo de los propulsores laterales pronto descubriría que había atravesado la envoltura con el extremo superior de los montantes. Aunque esto no sería demasiado serio en condiciones de baja gravedad, era un daño difícil y lento de arreglar, y el causante siempre encontraría buenas razones para lamentar su error.

Después de que Toller comenzó a accionar los pequeños propulsores transversales, durante un largo rato pareció que el empuje no tenía ningún efecto; pero luego, con una perezosa lentitud, el gran disco de Overland empezó a desplazarse hacia arriba. Mientras éste aparecía por encima de la baranda de la nave, suspendido ante la tripulación en toda su magnitud, la inmensa convexión del Viejo Mundo emergió por debajo del globo y se deslizó hacia abajo. Hubo un momento durante el cual, simplemente girando la cabeza de un lado a otro, Toller pudo ver los dos planetas expuestos en toda su integridad para permitir la inspección: las dos arenas en las que los humanos habían luchado todas las batallas de la evolución y la historia.

Sobrepuestas sobre cada planeta, e iluminadas de forma similar por el costado, estaban las otras naves de la flota. Se hallaban en diferentes posiciones, con cada piloto realizando la inversión a su propia marcha, formando arcos de condensación blanca procedentes de los propulsores laterales que complementaban las agrupaciones de nubes a miles de kilómetros por debajo. Y encerrando el espectáculo, estaba el luminoso y helado panorama del universo: los círculos y espirales y rayos de radiación plateada, los campos de estrellas brillantes, predominando las azules y blancas, los silenciosos cometas y los fugaces meteoros.