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Su entendimiento transformó el espectáculo, como si pudiera acelerar el ritmo de los acontecimientos. El conjunto se abrió radialmente como una flor carnívora, abarcando silenciosamente su campo de visión, y supo entonces que podía estar aún a cientos de kilómetros. Incapaz de moverse o siquiera de gritar, se asió a la baranda y contempló cómo los deslumbrantes objetos se abrían aún más, corriendo hacia la periferia de su visibilidad, en un profundo silencio a pesar de las increíbles energías que se expandían.

«Estoy a salvo», se dijo Toller. «Estoy a salvo por la sencilla razón de que soy una presa demasiado pequeña para esos monstruos de fuego. Incluso las naves son demasiado pequeñas».

Pero algo nuevo estaba ocurriendo. Se estaba produciendo un cambio radical. Los caballeros de obsidiana del lejano cosmos, que habían buscado su curso a través del vacío absoluto durante millones de años, al fin habían encontrado un medio más denso, y se destruían a sí mismos contra las barreras de aire, las fortificaciones gaseosas que protegían los planetas gemelos de intrusos cósmicos.

Por muy beneficioso que fuese el encuentro para cualquier criatura viviente de la superficie de Land u Overland, era un mal augurio para los viajeros cogidos por sorpresa en el estrecho puente de aire entre los dos planetas. Los meteoros, sometidos a una tensión insoportable, empezaron a explotar, y al fragmentarse en miles de partículas divergentes sin duda se volverían más indiscriminados en la elección de sus blancos.

Toller se estremeció cuando, con un baño de luz y con un restallar amortiguado de truenos, los meteoros desintegrados llenaron momentáneamente todo el cielo. Y de repente estaban tras él. Se volvió y vio todo el fenómeno invertido, el gran disco de radiación contrayéndose mientras se alejaba hacia el espacio remoto. La principal diferencia de su aspecto radicaba en que ahora era menos corpuscular; el círculo era una zona casi uniforme de fuego turbulento. Al abandonar la periferia de la tenue atmósfera de los planetas gemelos, las feroces balas fueron privadas de su combustible y rápidamente se perdieron de vista. Un silencio de perplejidad envolvió la ciudadela de naves.

«¿Cómo hemos sobrevivido?», pensó Toller. «¿Cómo hemos podido…?»

Entonces se apercibió de unos gritos, procedentes de algún lugar no muy por encima de él. Se produjo una explosión típica de la reacción del pikon y el halvell, y supo que como mínimo una de las naves había sido menos afortunada que las otras.

—Apartémonos —grito el teniente Correvalte, que se había quedado helado en el puesto de mando.

Toller se agarró a la baranda, estirándose impacientemente hacia arriba para ver más allá de la curvatura del globo, mientras Correvalte empezaba a accionar intermitentemente uno de los propulsores laterales.

Segundos más tarde se presentó ante los ojos de Toller el inusitado espectáculo de un cuernazul flotando en el aire, iluminado sobre un fondo de estrellas diurnas. La explosión debía de haberlo arrojado fuera de la barquilla en la que era transportado. Aullaba aterrorizado, y agitaba sus patas acabadas en pezuñas mientras caía imperceptiblemente hacia Land.

Toller volvió su atención a la nave accidentada, que ahora se hizo visible. El globo había quedado reducido a una bóveda informe de bandas de tela. Los cuatro lados de la barquilla se habían desprendido de la base, y aún giraban lentamente como parte de un anillo irregular formado por figuras de hombres, cajas de municiones, rollos de cuerda y desperdicios generales. Aquí y allá entre la confusión flotante se producían destellos y chisporroteos que emitían oleadas de condensación blanca al mezclarse pequeñas cantidades de pikon y halvell que, al no estar confinadas, ardían inofensivamente sobre el fondo en tonos pastel de Overland.

Los miembros de la tripulación de los otros tres globos ya se lanzaban por los costados de sus naves para empezar los trabajos de rescate. Toller examinó las forcejeantes figuras humanas que formaban parte del caos central, y sintió un gran alivio cuando llegó a la conclusión de que ninguno de ellos estaba muerto. Supuso que la barquilla habría recibido un golpe indirecto de alguno de los diminutos fragmentos de meteoro y que se habría volcado, provocando de este modo que los cristales verdes y púrpuras se mezclasen y se inflamasen, posiblemente dentro de los tanques del motor.

—¿Estamos siendo atacados? ¿Vamos a morir? —las palabras temblorosas provenían del comisionado Kettoran, cuyo rostro, pálido y alargado, apareció por la puerta de la cabina.

Toller se disponía a explicar lo que había ocurrido cuando advirtió un movimiento en la baranda de la nave de Vantara. La dama navegante se encontraba en un costado, acompañada de la figura menor y menos llamativa de la teniente. Incluso a esta distancia, la sola visión de la princesa fue suficiente para turbar a Toller. Vio que Vantara y su oficial parecían estar fijando su atención en el aún resistente cuernazul. El animal había perdido todo el impulso proporcionado por la explosión y estaba, aparentemente, en una posición fija a medio camino entre la nave de Vantara y la de Toller.

Él sabía, sin embargo, que la permanencia de la relación espacial era una ilusión. El cuernazul y las naves estaban sometidos a la gravedad de Land, y todos caían hacia la superficie que se hallaba miles de kilómetros más abajo. Una diferencia de suma importancia era que las naves tenían un cierto grado de frenada gracias a los globos de aire caliente, mientras que el cuernazul caía libremente. Cerca de la zona de ingravidez la diferencia de velocidades era difícil de detectar, pero no obstante existía, y en virtud de las leyes físicas se incrementaría cada vez más. A menos de que se llevase a cabo alguna acción para evitarlo, el cuernazul, un valioso animal, estaría condenado a una fatal caída de más de un día y una noche, la misma sobre la que todos habían tenido pesadillas.

Vantara y la teniente —cuyo nombre había olvidado Toller— tenían las manos ocupadas, y en pocos segundos se dio cuenta en qué. Saltaron por encima de la baranda con la agilidad que proporciona la ingravidez, y Toller vio que llevaban las mochilas personales de vuelo. Estas unidades, alimentadas por gas mezcla, eran un lejano recuerdo de los antiguos sistemas neumáticos inventados precipitadamente en la época de la guerra interplanetaria. A pesar de su avanzado diseño, resultaban bastante traicioneras para un operador inexperto.

La evidencia de este hecho se produjo inmediatamente cuando Vantara, al no lograr mantener la fuerza propulsora de acuerdo con su centro de gravedad, dio un lento vuelco y tuvo que ser ayudada y estabilizada por su compañera. Toller comprendió en seguida que las dos mujeres, obviamente intentando recuperar el cuernazul, podían ponerse en peligro ellas mismas. El asustado animal seguía coceando con sus pezuñas, y un golpe de éstas sería más que suficiente para aplastar un cráneo humano.

—Nos libramos por poco —gritó por encima del hombro a Kettoran mientras cogía una unidad de vuelo de un soporte cercano—. ¡Pregúntaselo a Correvalte!

Saltó por encima de la baranda y se impulsó en el aire soleado con la unidad aún en la mano. Los planetas hermanos, con todos sus intrincados detalles, llenaban el cielo a cada lado, y el espacio intermedio estaba ocupado por filas de naves bulbosas y espirales de humo y condensación a través de las cuales podían verse figuras humanoides en miniatura afanándose en enigmáticas tareas. Las estrellas diurnas y los cometas y nebulosas más brillantes completaban eficazmente todo un complejo de fenómenos visuales.

Toller, que dominaba el manejo de las unidades de vuelo, se ajustó la mochila alrededor del torso mientras se desplazaba. Se orientó hacia el cuernazul y se propulsó con una larga descarga que le llevó directamente hacia él. El terrible frío de la zona media, acrecentado por la corriente, le mordió los ojos y la boca.