Vantara y su teniente estaban ahora cerca del cuernazul, que aun rugía y aullaba aterrorizado. Se aproximaron un poco más y estaban empezando a desenrollar la cuerda que habían traído cuando Toller utilizó su retropropulsor para llegar a detenerse cerca de ellas. Tardó un buen rato en alcanzar una distancia desde donde pudiera hablar a Vantara y, a pesar de las extrañas circunstancias, sintió una cosquilleante emoción debida a la presencia de ella. Las moléculas de su cuerpo parecían estar reaccionando a un aura invisible que la rodeaba. Aquel rostro ovalado, parcialmente ensombrecido por la capucha del traje espacial, era tan encantador como él lo recordaba: enigmático, enormemente femenino, desconcertante por su perfección.
—¿Por qué no podemos encontrarnos en lugares normales como todo el mundo? — dijo Toller.
La condesa le echó un breve vistazo, después se giró sin cambiar la expresión y habló con su teniente.
—Si le atamos las patas traseras será más fácil.
—Preferiría primero intentar calmar al animal —replicó la teniente—. Es demasiado arriesgado ponerse detrás mientras esté tan asustado.
—¡Pamplinas!
Vantara hablaba con la enérgica confianza de alguien que desde la infancia había tenido a su disposición grandes establos. Formando un lazo corredizo con la cuerda, se acercó al cuernazul en una nube de condensación. Toller estaba a punto de gritar una advertencia cuando el animal, que no había dejado de contorsionar la cabeza de un lado a otro, dio un golpe violento con ambas patas traseras. Una de sus enormes pezuñas rozó la cadera de Van-tara, alcanzando el material del traje sin llegar a tocarle el cuerpo. La fuerza del impacto la hizo girar sobre sí misma, siendo frenada en seguida por la rígida cuerda que aún sostenía. Si la pezuña del cuernazul le hubiera dado en la pelvis, la habría herido seriamente, y era obvio que ella lo había comprendido, pues su rostro estaba pálido cuando recuperó la estabilidad.
—¿Por qué tiraste de la cuerda? —preguntó a su teniente, con una voz agria de furia—. ¡Tiraste de mí! ¡Podría haberme matado!
La teniente abrió la boca y dirigió una airada mirada a Toller, considerándolo tácitamente como un testigo.
—Milady, yo no hice tal…
—No discutas, teniente.
—Dije que debíamos de calmar al animal antes de…
—No vamos a organizar aquí un tribunal de investigación —le interrumpió Vantara, formando con el aliento espirales de condensación ante su cara—. Si de repente te has convertido en una experta en el trato de animales, puedes rescatar ese malhumorado y estúpido saco de huesos. De todas formas, es de bastante mala raza.
Se volvió en el aire y se impulsó de nuevo hacia la nave. La teniente la observó alejarse, luego miró a Toller, con una inesperada sonrisa engordando sus ya rechonchas mejillas.
—La teoría es que si esa pobre criatura hubiera sido de buena raza, habría sabido que no debía de cocear a un miembro de la familia real…
Toller sintió que la frivolidad estaba fuera de lugar.
—La condesa se salvó por pelos.
—La condesa siempre provoca estas situaciones —dijo la teniente—. La razón por la que se decidió a ser ella quien recuperase el cuernazul, en vez de delegarlo a cualquier otro, fue que quería demostrar su dominio innato sobre los animales. Cree con toda su mente y todo su corazón en los mitos más preciados de la aristocracia: que sus hombres han nacido con un instinto connatural para el mando, que sus mujeres están dotadas para cualquier rama de las artes, y…
—¡Teniente! —la irritación de Toller había ido creciendo durante el discurso, y de repente no pudo contenerla más—. ¡Cómo te atreves a hablarme de esa forma acerca de un superior! ¿No te das cuenta de que podría hacerte castigar severamente?
Los ojos de la teniente se abrieron con sorpresa, luego adquirió una expresión de desengaño y resignación.
—No…, tú también. ¡Otro que también cae!
—¿De qué estás hablando?
—Todos los hombres que la conocen… —la teniente se interrumpió, sacudiendo la cabeza—. Pensaba que después del asunto del informe sobre el choque… ¿Sabes que la bella condesa Vantara hizo todo lo que pudo para intentar privarte de tu mando?
—¿Sabes que debes usar un tratamiento deferente cuando te diriges a un oficial superior?
Toller era vagamente consciente de que había algo de ridículo en sus maneras, sobre todo teniendo en cuenta que los dos estaban suspendidos en el azul vacío de entre los discos turbulentos de los planetas; pero era incapaz de escuchar pasivamente mientras Vantara era criticada de forma tan ácida.
—Lo siento, señor —el rostro de la teniente había perdido toda expresión, y su voz era neutral—. ¿Quiere que me ocupe del cuernazul?
—¿Cómo te llamas, por cierto?
—Jerene Pertree, señor.
Toller se sintió ahora pomposo, pero no veía otro camino para salir del lío en el que se había metido.
—En esta expedición no faltan personas expertas en tratar con animales. ¿Estás segura de que no saldrás volando?
—Me crié en una granja, señor.
Jerene abrió la válvula de su unidad propulsora durante un corto tramo, lo suficiente como para producir el empuje que la llevase hasta la cabeza del cuernazul. Los ojos saltones del animal giraron en círculo cuando ella se acercó, y alrededor de la boca se concentraron unos filamentos de baba. Toller sintió una punzada de inquietud —esas enormes mandíbulas podían fácilmente desgarrar la carne humana bajo el más grueso de los trajes—, pero Jerene estaba emitiendo unos suaves sonidos que parecieron producir un efecto inmediato en el cuernazul. Deslizó un brazo alrededor del cuello y comenzó a acariciar la frente del animal con la mano libre. Éste se rindió a las caricias, volviéndose visiblemente dócil, y en pocos segundos la teniente pudo bajarle los párpados sobre aquellos ojos fijos de color ámbar. Jerene hizo un gesto hacia Toller, indicándole que se acercase con la cuerda.
Éste se impulsó hasta allí, ató los pies traseros del animal, desenrolló un poco más de cuerda y repitió el proceso con las patas delanteras. No estaba acostumbrado a ese tipo de trabajo, y todo el rato estuvo temiendo una violenta respuesta del animal cautivo; sin embargo éste le permitió terminar la operación sin ningún percance.
Para entonces el caos de arriba ya estaba controlado. La nave destruida había sido abandonada. La superficie de Overland estaba casi totalmente oculta por las estelas de condensación que los hombres de otras naves rociaban por sus escapes al intentar salvar las provisiones. Se gritaban unos a otros, y parecían casi animados al comprender que el daño había sido mínimo para la flota, comparado con lo que podía haber ocurrido. A Toller se le ocurrió que la expedición había tenido suerte en otro aspecto: si el encuentro con el grupo de meteoros no hubiera sucedido tan cerca de la zona de ingravidez, la recuperación habría sido mucho más difícil, si no imposible. Todos los objetos caían hacia Land, pero la velocidad de descenso era tan lenta que a estas alturas podía despreciarse.
También ascendían autoimpulsados unos hombres provenientes de las cuatro naves del primer escalón, entre los que se hallaba el comodoro espacial Sholdde, oficial jefe ejecutivo de la expedición. Sholdde era un duro y lacónico cincuentón, muy apreciado por la Reina gracias al entusiasmo con que asumía las tareas difíciles. El hecho de que hubiera perdido una nave, aunque no pudiera achacársele ninguna culpa, le iba a poner irritable y difícil de tratar durante el resto del vuelo.
—¡Maraquine! —gritó a Toller—. ¿Qué te crees que estás haciendo ahí? Vuelve a tu nave y mira a ver cuántas provisiones puedes aceptar a bordo. No deberías estar perdiendo el tiempo por un miserable saco de pulgas.