El príncipe Oído, el único descendiente que quedaba de Daseene, estaba en la cincuentena, y toda su vida había estado contrariado por la negativa de la Reina a abdicar. Y a medida que la debilidad de su madre prometía abrirle camino, su frustración aumentaba al saberse heredero de un reino cuya riqueza real y potencial eran casi un misterio absoluto.
Aunque Toller no lo sabía, Oído había convencido a Daseene para postergar la circunnavegación de Land hasta que se hubiera llevado a cabo un examen detallado de Kolkorron. Esa era la razón por la que, en vez de desplazarse junto a la nave de Vantara en una fascinante vuelta al planeta, Toller se veía enredado en una serie de escalas aéreas de un pueblo desierto a otro. Llevaba en Land casi veinte días, y en todo ese tiempo no había visto a Vantara, que estaba ocupada en tareas similares por otra región del país.
Al igual que la ciudad de Ro-Atabri le había impresionado por su gran tamaño, Kolkorron le sobrecogía por su multiplicidad de centros —grandes, medianos y pequeños—, que en otra época habían sido necesarios para albergar a su población. Habiendo vivido toda su vida en Overland, donde era posible volar durante horas sin ver una sola casa, Toller se sintió agobiado, oprimido por la gran interferencia del hombre en el paisaje natural. Había empezado a visualizar el antiguo reino como una enorme colmena hirviente en la que cada individuo contaría muy poco. Incluso el saber que allí había nacido su abuelo le sirvió de poco para contrarrestar sus sentimientos negativos hacia la campiña sometida e invadida de Kolkorron.
Contempló malhumorado el grupo de casas y grandes edificios que integraban Styvee, que parecían inclinarse con los movimientos de la aeronave. Los antiguos mapas y periódicos que habían encontrado en Ro-Atabri mostraban que su importancia principal derivaba del hecho de que la villa contenía una estación de bombeo, que había sido vital para la irrigación de una zona considerable de la tierra de labranza situada al norte del río local y del sistema de canales. Era necesario que Toller inspeccionase la estación e informase de sus condiciones.
Sin dejar de vigilar a Steenameert y su manejo de la aeronave, Toller consultó su lista y confirmó que después de haber reconocido Styvee sólo le quedarían tres localidades por examinar. Si no se producía ninguna complicación, podría volver al campamento base en la capital antes de la noche breve del día siguiente. Vantara probablemente también habría vuelto para entonces a Ro-Atabri. Ese pensamiento le ayudó a desechar algunos de sus presentimientos sobre la misión que realizaba, y comenzó a silbar al propio tiempo que sacaba su espada de un cajón. La magnífica arma de acero, que había pertenecido a su abuelo, era demasiado voluminosa para pasearla por los estrechos confines de la nave, pero nunca se aventuraba a salir sin llevarla atada a un costado. Esto aumentaba su sensación de parentesco con el otro Toller Maraquine, aquél cuyas proezas nunca tendría la posibilidad de emular.
Un minuto más tarde, gracias a las cortas descargas de los propulsores secundarios, el fondo de la barquilla hizo contacto con la tierra, y el cañón de cuatro anclas disparó sus ganchos hacia la hierba. Los hombres saltaron inmediatamente por el lateral de la barquilla portando cuerdas con las que asegurar doblemente la nave contra la posibilidad de torbellinos calientes, que solían recorrer las inmediaciones del ecuador.
—Motores parados, señor —dijo Steenameert, buscando con la mirada a Toller mientras cerraba la válvula del depósito neumático que alimentaba de cristales al propulsor—. ¿Qué tal ha sido el aterrizaje?
—Pasable, pasable —Toller usó un tono de voz que demostraba que estaba más complacido con la actuación del cabo de lo que afirmaban sus palabras—. Pero no te quedes ahí todo el día esperando felicitaciones. ¡Afuera tú también!
Como ya le había ocurrido otras veces, en su breve paseo por los alrededores del pueblo Toller se sintió extrañamente cohibido, como si unos observadores ocultos estuvieran acechando cada paso que daba. Sabía cuan absurda era esa idea, y sin embargo era incapaz de olvidar que él y sus hombres serían un blanco fácil si unos defensores con rifles apareciesen en las ventanas de los pisos superiores. Su inquietud, decidió, provenía de la idea de que estaba haciendo algo que no tenía ningún derecho a hacer, que el último lugar de descanso de tanta gente no debía perturbarse…
Una retahila de maldiciones procedente de alguien situado unos metros a su izquierda le hizo mirar en esa dirección. El hombre esquivó cuidadosamente algo que Toller no pudo ver debido a la alta hierba.
—¿Qué era eso, Renko? —dijo, sabiendo en el fondo la respuesta que le daría.
—Un par de esqueletos, señor… —la amarilla camisa del uniforme de Renko mostraba manchas en varios sitios por el sudor; cojeaba visiblemente—. Casi me caigo encima de ellos, y por poco me rompo el tobillo.
—Si no se le cura pronto, anotaré el incidente en su hoja de servicios —dijo Toller secamente—. Se enfrentó a dos esqueletos; resultaron vencedores ellos.
El comentario desencadenó las risas de los otros hombres y la cojera de Renko desapareció rápidamente.
Al llegar al pueblo el grupo se desplegó según el procedimiento habitual, entrando los hombres en las casas e informando de su estado al teniente Correvalte, que realizaba numerosas anotaciones en el cuaderno de informes. Toller aprovechó la oportunidad para buscar un relativo aislamiento, paseándose solo por las estrechas callejuelas y las ruinas de los jardines. El abandonado estado de los edificios le convenció de que Styvee no había sido ocupado por los Hombres Nuevos; que desde hacía medio siglo las familias humanas no habían revivido con su presencia las derruidas estructuras de piedra.
En el exterior no había esqueletos visibles, pero eso no era extraño según la experiencia de Toller. En la fase última y más virulenta de la plaga de los pterthas, las víctimas habían sobrevivido sólo dos horas después de la infección; sin embargo algún instinto parecía haberles empujado a buscar lugares de reclusión en donde morir. Era como si algún sentimiento innato de propiedad hubiera sido ultrajado por la idea de ensuciar sus propias comunidades con cadáveres descompuestos. Unos cuantos habían conseguido llegar hasta sitios pintorescos o que ofreciesen una buena perspectiva, pero en general los ciudadanos del viejo Kolkorron habían elegido morir en el retiro de sus casas, muy a menudo en la cama.
Toller había perdido la cuenta de las veces que había visto patéticas escenas familiares consistentes en esqueletos masculinos y femeninos unidos en un último abrazo, muy a menudo con estructuras óseas menores yaciendo entre ellos. La visión de tantos recordatorios de la futilidad de la existencia había impregnado su espíritu de una honda melancolía que a veces superaba a su entusiasmo natural. Ahora, sin ningún pudor, trataba de no entrar en las silenciosas viviendas siempre que podía evitarlo.
Su paseo por la villa le condujo a un gran edificio sin ventanas que había sido construido a la vera del río. Parte de él se adentraba en el agua. Identificando la estructura como la estación de bombeo —la cual era el principal elemento de interés en la zona—, la rodeó hasta llegar a una gran puerta de la pared norte. La puerta había sido construida con una madera de veta fina reforzada con tiras de brakka, y parecía intacta después de cincuenta años de abandono. Estaba cerrada y, como Toller había adivinado, apenas vibró cuando lanzó contra ella su considerable peso.