Murmurando con fastidio, se dio la vuelta, protegió los ojos del sol con la mano y atisbó hacia el pueblo. Pasó más de un minuto hasta que divisó la figura voluminosa de Gabbleronn, el sargento especialista encargado del mantenimiento de la aeronave. Gabbleronn acababa de salir de lo que habría sido alguna vez un almacén de algo, y se estaba metiendo en el bolsillo un pequeño objeto. Pareció sobresaltarse cuando Toller le llamó, y respondió a la orden con una evidente falta de entusiasmo.
—No estaba robando, señor —protesto al acercarse—. Sólo he cogido una candelera hecha de esa madera negra. No tiene ningún valor, señor; es un recuerdo para mi esposa, para cuando vuelva a Prad. Lo devolveré.
—Eso no importa —le interrumpió Toller— Quiero que se abra esta puerta. Traiga de la nave todas las herramientas que necesite. Arránquela de sus goznes si es preciso.
—¡Si, señor!
Aparentemente aliviado, Gabbleronn examino con gran atención la puerta durante un momento, luego saludó y se alejo corriendo.
Toller se sentó en los escalones de piedra y se acomodó lo mejor que pudo mientras esperaba a que el sargento volviese. El calor aumentaba a medida que el sol ascendía, y el cielo estaba tan brillante que sólo eran visibles unas pocas estrellas diurnas. Directamente encima de él, el gran disco de Overland ocupaba el centro del cielo con un aspecto fresco e impoluto, y sintió una oleada de añoranza por aquellos espacios abiertos y limpios. Todo el planeta de Land era un enorme cementerio —ruinoso, fantasmagórico, polvoriento y triste—, e incluso la presencia de Vantara en algún lugar sobre el horizonte apenas compensaba la negatividad que empezaba a imponerse en su mente. Sería diferente si pudiera disfrutar de su compañía, pero eso de estar tan cerca y sin embargo totalmente apartado de ella, era mucho peor que…
«¿Qué estoy haciendo?», pensó de repente. «¿En que clase de hombre me estoy convirtiendo? ¿Me voy a pasar la vida lamentándome, sin hacer nada? ¿Melancólico y añorante, como un pálido adolescente?»
Esas preguntas le impulsaron a levantarse, y estaba paseándose en impacientes círculos, con una mano en la empuñadura de la espada, cuando vio a Correvalte aproximarse seguido del resto de la tripulación. El teniente iba examinando sus notas mientras andaba, con aspecto atareado, eficaz y cómodo en el ambiente que le rodeaba. Toller sintió cierta envidia, acompañada de una momentánea sospecha de que Correvalte tenía la capacidad para ser un oficial mejor que él.
—El informe está casi terminado, señor, excepto la inspección de la estación de bombeo —dijo Correvalte—. ¿Ha entrado en el edificio?
—¿Cómo iba a entrar con esa maldita puerta atrancada? —le preguntó Toller—. ¿Tengo aspecto de fantasma que pueda colarse por las grietas de la madera?
Los ojos del teniente se abrieron y después se volvieron veladamente impersonales.
—Perdone, señor, no me di cuenta.
—He enviado a Gabbleronn a por algunas herramientas —le cortó Toller, ya avergonzado por su exhibición de malhumor—. Vaya a ver si necesita ayuda para traerlas. No me apetece entretenerme en este cementerio más de lo necesario.
Mientras Correvalte realizaba uno de sus ultracorrectos saludos, Toller se dio la vuelta y caminó por la orilla del río hasta llegar a un estrecho puente de madera. Desde lejos el puente le había parecido bastante sólido, pero al examinarlo de cerca vio que su estructura tenía un aspecto esponjoso de color gris blanquecino, que delataba que había sido devorado por algún insecto comedor de madera. Sacó la espada y golpeó uno de los soportes de la barandilla. Se partió ofreciendo muy poca resistencia a la hoja y cayó al río, llevándose con él una parte de la barandilla. Media docena más de golpes fue suficiente para partir las dos vigas principales del puente, enviando toda la estructura podrida al agua, entre nubes de madera molida y el zumbido de unas diminutas criaturas aladas que habían sido perturbadas en su tarea.
—Ya habéis comido bastante —dijo Toller, dirigiéndose imaginariamente a las multitudes de insectos y larvas que aún debían de quedar dentro de los maderos—. Ahora, a beber un poco.
Esa escasa actividad física, por muy ligera que hubiera sido, le ayudó a relajar las tensiones de su mente, y se sintió de mejor humor cuando desanduvo sus pasos hacia el pueblo. Llegó a la estación de bombeo justo cuando Gabbleronn y dos de sus ayudantes lograban abrir la puerta con la ayuda de una larga palanca.
—Buen trabajo —dijo Toller—. Ahora veamos qué maravillas de la ingeniería se encuentran en el interior.
Antes de llegar a Land ya sabía por sus estudios de historia que en el planeta no había metales, y que la madera de brakka se había empleado en cosas para las que, en Overland, el diseñador actual habría elegido hierro, acero o algún otro metal apropiado. Las maquinarias con engranajes y otros componentes de tensión hechos de madera negra, le parecieron aparatosos y pintorescos, reliquias de una era primitiva.
Pasó adelante por un corto pasillo, hasta una gran cámara abovedada que contenía una enorme maquinaria de bombeo. Las ventanas del techo tenían una costra de mugre, pero aún se filtraba la suficiente luz a través de ellas como para mostrar que la maquinaria, aunque cubierta de polvo, estaba completa y en buen estado. Las partes no hechas de brakka —vigas y puntales— eran de la misma madera de veta pequeña que la puerta de la estación, un material que evidentemente resistía a los insectos o no era del gusto de ellos. Toller examinó una de las vigas con la uña del pulgar y le impresionó su dureza aún después de cincuenta años de abandono.
—Creo que se le llama madera de rafter, señor —dijo Steenameert, acercándose a él—. Ya ve por qué era preferida por los constructores.
—¿Cómo sabes su nombre?
Steenameert se sonrojó.
—He leído descripciones muchas veces en…
—¡Oh, no!
La voz era del teniente Correvalte, que estaba recorriendo el perímetro de la cámara, abriendo las puertas de las salas laterales. Se apartó de una puerta, sacudiendo la cabeza, y Toller supo en seguida que habría presenciado algo desagradable. «Esto, se dijo, es lo que esperaba desde que entramos en el pueblo. Sabía que algo malo nos aguardaba, y no me apetece nada tener que verlo».
Sabía también que no podía eludir el inspeccionar personalmente el hallazgo, si no quería que se corriese la voz entre los tripulantes de que se estaba volviendo blando. Lo máximo que podía hacer era retrasar el tétrico momento. Se inclinó sobre la palanca y el retén de control y apartó con la mano el polvo que lo cubría, fingiendo tener un interés especial en el diseño, mientras observaba a sus hombres. La reacción de Correvalte había excitado su curiosidad y, por turnos, iban entrando en la habitación. Nadie se quedaba más de unos segundos y, aunque eran hombres endurecidos por su profesión, todos parecían preocupados y pensativos cuando volvían a la cámara principal.
«Tengo una cita en esa habitación», pensó Toller, «y no sería correcto demorarla más».
Se enderezó, llevándose la mano inconscientemente a la empuñadura de la espada, y se dirigió hacia la puerta que le esperaba. La habitación del otro lado le pareció la celda de una prisión. Estaba desprovista de muebles y tristemente iluminada por un tragaluz roto en el techo inclinado. Alineados junto a las paredes, en posición sentada, había unos veinte esqueletos. Los restos de vestidos y faldas, así como la presencia de collares y pulseras de cerámica, informaron a Toller de que habían pertenecido a mujeres.
«No es tan terrible», pensó. «Es ley de vida, de muerte, que la plaga fuese imparcial. Atacó a las mujeres al igual que a los hombres, y desde que llegué a este aciago planeta he visto muchos, muchos…»
Su mente se detuvo, congelada, al captar un hecho que no había percibido a primera vista. Enroscado dentro de la depresión pélvica de cada esqueleto había otro: una estructura menuda de frágiles huesos que era todo lo que quedaba de un bebé cuya vida había terminado antes de empezar propiamente.