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Sí, la plaga fue muy imparcial.

Toller deseó poder darse la vuelta y salir huyendo de la habitación, pero la mortal frialdad de su mente se había filtrado hasta su cuerpo, paralizando sus miembros. El tiempo se había distorsionado, los segundos se alargaron hasta convertirse en eras, y sintió que estaba destinado a pasar el resto de su vida helado en el mismo lugar, en ese umbral del pesimismo y la pura desesperanza.

—Los habitantes del pueblo debieron de traer aquí a todas sus mujeres embarazadas, esperando que estos muros las protegieran —dijo el teniente Correvalte detrás de Toller—. ¡Mire! Una de ellas iba a tener gemelos.

Toller decidió no buscar ese refinamiento del horror. Librándose de su parálisis, se dio la vuelta y salió de la sala, plenamente consciente del atento escrutinio que le dedicaron todos los miembros de su tripulación.

—Anote —dijo a Correvalte—. Diga que inspeccionamos la maquinaria de bombeo y la encontramos en buenas condiciones para volver a hacerla trabajar en breve.

—¿Eso es todo, señor?

—No he visto nada más que pueda interesar a nuestra soberana —dijo Toller en un tono casual, dirigiéndose lentamente hacia la entrada de la estación, disimulando la angustia que sentía, la necesidad urgente de comprobar que la sensatez de la luz del sol aún podía encontrarse en el mundo exterior.

Las celebraciones del Día de la Migración tomaron a Toller totalmente por sorpresa.

Había concluido su inspección y volvió al campamento base cuando faltaba menos de una hora para la noche breve, habiendo perdido toda noción del día que era. Cosa rara en él, se sentía profundamente cansado. La noticia de que era el día 226, el aniversario de los primeros aterrizajes en Overland, no había logrado animarlo, y se fue directamente a la cama después de entregar la nave al sargento Codell. Ni siquiera la noticia de que Vantara había vuelto a la base el día anterior le había sacado de su letargo, del cansancio de espíritu que lo entristecía todo.

Ahora estaba tumbado en la oscuridad de su habitación —parte de los cuarteles que habían albergado en otro tiempo a la guardia del Gran Palacio—, y se veía incapaz de dormir. Nunca había sido dado a la introspección ni al examen de conciencia, pero comprendía muy bien que el origen de aquel cansancio no era físico. Era un cansancio mental, una fatiga física inducida por un largo periodo de hacer algo que no le agradaba, de ir contra su propia naturaleza.

Antes del viaje se había imaginado a Land como un enorme osario, y la realidad se había adaptado más que de sobra a sus suposiciones, culminando en el tétrico hallazgo en la estación de bombeo de Styvee. Quizás estaba siendo demasiado indulgente consigo mismo. Quizás, como alguien nacido en una posición privilegiada, estaba apreciando por primera vez cómo era la vida para los seres corrientes, que se veían obligados a pasar sus días en una especie de esclavitud que él detestaba y que les había sido impuesta desde arriba. Toller trato de recordar que su abuelo, el otro Toller Maraquine, no habría permitido que se perturbase tan pronto su ecuanimidad. Por muchas horribles visiones y experiencias que el auténtico Toller Maraquine hubiera tenido que afrontar, se habría protegido de su embate con un escudo de firmeza e independencia. Pero… pero…

—¿Cómo voy a encontrar lugar en mi cabeza para veinte esqueletos ordenadamente alineados contra la pared, con otros veinte esqueletos enroscados en sus cunas pélvicas?

Otros veintiúno, debería de haber dicho. «¿No te diste cuenta de que una de las mujeres iba a tener gemelos? ¿Qué puedes hacer con dos pequeños enanitos, con unas frágiles varillas blancas en vez de huesos, que se hicieron compañía en la muerte en vez de en la vida?»

Una fuerte explosión de carcajadas procedente de los jardines del palacio hizo que Toller se levantara con exasperación, sudando. Los hombres y mujeres se estaban emborrachando, alcanzando un estado en el que podrían estrechar la mano a los esqueletos y dar palmaditas a los bebés no nacidos, con sus cráneos aún bifurcados. Toller pensó que la única perspectiva que tenía esa noche de dormir era administrarse una gran cantidad de alcohol.

Dando la bienvenida a esa oportuna idea, sintiendo que su cansancio interior cedía un poco, se vistió y salió de la habitación. Orientándose con dificultad por los desconocidos pasillos, llegó por fin al lado norte de los jardines, en donde estaba el centro de la fiesta.

Se había elegido esa zona porque estaba pavimentada y por tanto se había conservado mejor que las otras durante las décadas de abandono. Incluso en el patio de armas, situado detrás del palacio, las hierbas y matojos llegaban hasta la cintura. En el jardín se habían encendido pequeñas hogueras, cuyas luces eran absorbidas en parte y reflejadas suavemente por las fuentes ornamentales, estatuas y arbustos, haciendo que el lugar pareciese mucho mayor que de día.

Parejas y pequeños grupos paseaban por la penumbra centelleante, mientras otros estaban de pie junto a la larga mesa que se había dispuesto para el refrigerio. En la expedición había tres veces más hombres que mujeres, lo que significaba que las mujeres que estaban de un humor oportuno aquella noche disfrutaban de un exceso de situaciones románticas, mientras que los hombres que eran rechazados se dedicaban a comer, beber, cantar y relatar historias obscenas.

Toller encontró al comisionado Kettoran y a su secretario junto a la mesa, sirviendo comida y bebida. Los dos hombres parecían divertirse con aquella humilde tarea, demostrando al resto que a pesar de su alto rango sabían entenderse con ellos.

—Bienvenido, bienvenido, bienvenido —gritó Kettoran cuando divisó a Toller aproximándose—. Ven a beber algo con nosotros, joven Maraquine.

Toller pensó que el comisionado estaba sobreactuando un poco en su papel, quizás temeroso de que alguien no lo entendiese, pero era una debilidad inofensiva, nada objetable.

—Gracias, tomaré una gran jarra de vino tinto kailiano.

Kettoran sacudió la cabeza.

—En esta ocasión, ni vino ni cerveza. Se trata de llevar una carga útil en las naves, ¿sabes? Tendrás que contentarte con coñac.

—Pues entonces coñac.

—Te dejaré probar algo del bueno, en uno de mis mejores vasos.

El comisionado se agachó detrás de la mesa y un momento después se levantó con una copa de cristal reluciente llena hasta el borde. Estaba alargándosela a Toller Maraquine cuando la alegre expresión de su rostro cambió bruscamente para ser reemplazada por una mezcla de sorpresa y dolor. Toller tomó la copa en seguida y observó con preocupación cómo Kettoran se presionaba con ambos brazos la parte inferior de su caja torácica.

—Tyre, ¿estás bien? —preguntó ansiosamente Wotoorb—. Te dije que debías descansar más…

Kettoran inclinó la cabeza brevemente hacia su secretario, y luego guiñó un ojo a Toller.

—Este viejo idiota se piensa que va a vivir más que yo —sonrió, tras haber desaparecido aparentemente su malestar, cogió su vaso y lo alzó hacia Toller—. A tu salud, joven Maraquine.

—A la suya, señor —dijo Toller, incapaz de devolverle la sonrisa.

Kettoran examinó su rostro atentamente.

—Hijo, espero que no me consideres impertinente, pero ya no pareces el mismo joven gallo de pelea que capitaneaba la nave durante el viaje a Land. Parece que algo te ha acoquinado…

—¡Acoquinarme yo! —Toller rió con incredulidad—. No se inquiete, señor; yo no me ablando tan fácilmente. Y ahora, si me perdona…

Se dio la vuelta y se alejó de la mesa, molesto por los comentarios del comisionado. Si los efectos de su desazón podían ser detectados tan fácilmente por alguien que apenas le conocía, ¿qué posibilidades tenía de conservar el respeto de su propia tripulación? Mantener la disciplina ya era bastante difícil a veces, sin contar con que los hombres le considerasen como una planta de invernadero que podía marchitarse con el aliento frío de la primera adversidad. Bebió un poco de coñac y se paseó por el jardín cerca del perímetro, manteniéndose apartado de la zona más bulliciosa, hasta que encontró un banco de mármol desocupado. Agradecido por la soledad, se sentó.