En el cielo la estrecha franja iluminada de Overland se encontraba en el centro de la Gran Rueda, ese enorme remolino de luminosidad que dominaba el cielo nocturno durante la última parte del año. Varios cometas extendían sus estelas a través del espacio, e innumerables estrellas —algunas de ellas como faros de colores— se sumaban al esplendor, ardiendo con una permanencia fija que contrastaba con los efímeros pasos de los meteoros.
Toller se concentró en la gran copa, que debía de contener cerca de un tercio de la botella de coñac, tragando el líquido caliente a sorbos lentos y regulares. Era una noche en la que hubiera sido bueno tener compañía femenina, pero ni siquiera la idea de que Vantara podía estar sólo a una docena de metros en el fragante anochecer logró provocar alguna respuesta dentro de él. También era una noche para afrontar verdades, para desechar ilusiones, y lo cierto del asunto era que la condesa se había convertido en una enemiga desde su primer encuentro como adultos, que ahora le despreciaba y que así sería mientras él permaneciese en su memoria.
«Además», le volvió el pensamiento acechante, «¿cómo puedes siquiera pensar en cortejar a una mujer cuando te miran veintiún esqueletos en miniatura?»
Toller siguió bebiendo metódicamente hasta que la copa estuvo vacía, después revisó su estado. A pesar del cansancio aún no había conseguido aturdirse con el alcohol. En el centro de su mente persistía una conciencia perversa que le decía que necesitaría aún otra copa grande totalmente llena para escapar a la mirada increpadora de los veintiún esqueletos de bebés, y hundirse en la inconsciencia antes de que la noche profunda se tragase al planeta.
Se levantó, tan estable como un árbol bien enraizado, y estaba a punto de dirigirse hacia la mesa para beneficiarse de la generosidad de Kettoran, cuando vio a una mujer que se aproximaba a él. Era delgada y de cabello oscuro, y supo antes de ver bien su cara que era Vantara. Llevaba el uniforme completo —sin duda para distanciarse de esos oficiales que estaban dispuestos a olvidar su rango por una juerga— y Toller se preparó para una escaramuza verbal. No tuvo que esperar mucho.
—¿Qué es esto? —dijo ella, en tono desenfadado—. ¿Andas sin la espada? Claro, qué estúpida he sido al olvidarlo: no hay ningún rey que cargarse en esta pequeña reunión.
Toller asintió con la cabeza, captando la referencia a su abuelo, que en su época había sido apodado popularmente «el Regicida».
—Muy graciosa, capitana.
Se dispuso a seguir, pero ella lo detuvo colocándole una mano en el brazo.
—¿No tienes nada más que decir?
—No —Toller se desconcertó por el inesperado contacto físico—. Sólo puedo añadir que voy a rellenar mi copa.
Vantara levantó la vista hacia él, frunciendo un poco el entrecejo mientras examinaba sus facciones.
—¿Qué te ocurre?
—No entiendo la pregunta.
—¿Dónde está el gran guerrero, Toller Maraquine segundo, que es inmune a las balas? ¿Tiene la noche libre?
—Nunca se me han dado bien los acertijos, capitana —dijo Toller con dureza—. Ahora, si me perdonas, me iré a buscar otra de las soporíferas pociones del comisionado.
Vantara le cogió la mano con que sostenía la copa, agachando un poco la cabeza, y él sintió que su contacto le quemaba la piel.
—¿Coñac? Tráeme uno, por favor. Pero no de tamaño gigante.
—¿Quieres que te traiga una copa? —dijo Toller, consciente de que debía parecer algo lerdo.
—Sí, si no te importa —Vantara se sentó y se acomodó en el banco—. Te esperaré aquí.
Sintiéndose ligeramente asombrado, Toller se acercó de nuevo a la mesa de refrigerios y consiguió una nueva copa gigante repleta de coñac y otra normal para Vantara, además de los gestos e insinuaciones de Kettoran y Wotoorb.
Mientras volvía al banco, vio que un ptertha se acercó al jardín. Su forma de burbuja destelleaba, aunque apenas era visible con la difusa luz. Subía en una corriente ascendente desde una de las hogueras cuando fue advertida su presencia por un animado grupo. Armando un gran alboroto, comenzaron a tirarle ramitas y piedras. Uno de los palos dio contra el ptertha y éste súbitamente dejó de existir. Entre todos los espectadores se alzaron los vítores y aplausos.
—¿Has visto eso? —dijo Vantara, cuando Toller se aproximó a ella—. ¡Escúchalos! Están contentos porque han logrado matar algo.
—Los pterthas mataron a muchos de los nuestros en su época —replicó Toller, sin conmoverse.
«Incluyendo esos veintiún bebés no nacidos».
—De modo que apruebas que se mate por deporte.
—No, no —dijo Toller, advirtiendo que volvía el viejo antagonismo de Vantara y sintiéndose incapaz de responder a él—. No apruebo que se mate por nada, ni por deporte ni por otra razón. Ya he visto suficientes obras de carnicero para toda la vida —se sentó, entregó a Vantara su copa y dio un sorbo de la suya.
—¿Es eso lo que te pasa?
—No me pasa nada.
—Ya sé, eso es lo que te pasa. Es natural que… —Vantara se interrumpió—. Lo siento. Y también haber sido más enrevesada de lo necesario.
—¿Me has pedido esa copa únicamente para ocupar las manos?
Toller dio un trago de su coñac, reprimiendo una mueca cuando una excesiva cantidad de ardiente líquido le atravesó la garganta.
—¿Por qué estás tan decidido a emborracharte esta noche?
—¡Por el amor de…! —Toller dejó escapar un exasperado suspiro—. ¿Es esta tu forma normal de conversar? Si lo es, te estaría muy agradecido de que fueras a sentarte a otra parte.
—Perdona otra vez —Vantara le dedicó una sonrisa conciliadora y bebió de su copa—. ¿Por qué no llevas tú la conversación, Toller?
El uso informal y casi íntimo de su nombre de pila sorprendió a Toller, sumándose al misterio del cambio de actitud hacia él. La observó pensativamente y descubrió que en la penumbra su rostro era insoportablemente bello: una armonía de facciones perfectas que sólo podía haber existido en la mente de un artista inspirado.
Se le ocurrió que de repente e inesperadamente una de sus fantasías se había hecho realidad: ella, con toda su increíble femineidad estaba junto a él. Y aquella era una noche para el amor. Y había una conmovedora suavidad en su voz. Y era deber de todo ser humano experimentar toda la felicidad que fuera posible siempre que pudiera —no importaba cuántos pequeños esqueletos hubiera visto—, porque la naturaleza producía millones de seres de todas las especies por la razón precisa de que unos cuantos serían desafortunados, y si un miembro de la afortunada mayoría no saboreaba la vida al máximo sería una traición para esos otros que se habían sacrificado en su nombre.
Ahora era cosa suya el hacer el máximo esfuerzo para ganarse el objeto de sus deseos, atrayéndolo hacia él con sus cualidades de fuerza, valor, comprensión, resistencia, saber, humor y generosidad. Quizás un cumplido bien escogido sería la mejor manera de empezar.
—Vantara, pareces tan… —se interrumpió, consciente de la mirada escrutadora que no había visto en ninguno de esos esqueletos menudos, y escuchó como si no fueran suyas las palabras que salían de su boca—. ¿Qué está ocurriendo aquí? Siempre que nos hemos encontrado te has comportado como una perra arrogante y ahora, de repente, me llamas por mi nombre y el propio aire se funde con tu calidez y amabilidad. ¿Qué es lo que estás tramando?