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«Demasiado aprisa», pensó. «¡Los anclajes no soportaran la tensión!».

En el momento en que la quilla toco la hierba, a cada lado de la barquilla aparecieron nubes de humo cuando los cañones de anclaje dispararon sus ganchos contra el suelo. La nave se detuvo bruscamente, distorsionándose las cámaras de gas. Durante un momento pareció que Toller iba a equivocarse en su predicción, pero luego las dos cuerdas del lado izquierdo de la barquilla se rompieron con un chasquido. La nave giró y se inclinó, tirando del ancla posterior para arrancarla del suelo, y se habría soltado del todo de no ser porque algún miembro de la tripulación que se encontraba cerca de la única ancla restante comenzó a soltar cuerda a la máxima velocidad posible, aflojando asi la tensión. Contra toda predicción, la cuerda única logro aguantar el esfuerzo sin romperse, y en seguida se hizo imposible para Toller llevar a cabo la maniobra de aterrizaje que pretendía: la aeronave de Vantara, escorándose y bamboleándose, se encontraba justo en medio de su línea de descenso.

—¡Anulad el aterrizaje! —gritó—. ¡Arriba! ¡Arriba!

Los propulsores principales se oyeron inmediatamente y, siguiendo las instrucciones para casos de emergencia, los hombres de la tripulación que no estaban ocupados en algo concreto corrieron hacia la popa para transferir su peso y ayudar a inclinar la proa de la nave hacia arriba. A pesar de la rapidez de las maniobras correctoras, la inercia de las toneladas de gas de la envoltura —que ejercían una resistencia desde arriba— disminuyó en mucho la respuesta de la nave. Durante unos segundos espantosamente largos continuo su descenso, mientras la masa del globo de la dama navegante crecía hasta llenar la panorámica; luego el horizonte comenzó a hundirse con una lentitud desesperante.

Desde su posición en el puente, Toller divisó la figura de largos cabellos de la condesa Vantara, una visión que fue reemplazada por las curvaturas de la otra cámara de gas que se deslizaban rápidamente, tan cerca que pudo distinguir cada una de las costuras de las bandas y las cintas de carga. Contuvo el aliento, deseando que él y su aeronave se elevaran verticalmente, y empezaba a tener esperanzas de que la colisión pudiera evitarse cuando se oyó un fuerte chasquido proveniente de abajo. El sonido —profundo, vibrante, estridente— le informó de que la quilla de su nave estaba desgarrando la cámara de gas de la otra.

Miró hacia popa y vio la nave de Vantara emergiendo por debajo de la suya. Al menos dos costuras habían cedido de la envoltura de lienzo barnizado, permitiendo al gas sustentador escapar a la atmósfera. Afortunadamente, los desgarros —aunque serios— no eran lo suficientemente graves como para causar una catástrofe: la cámara elíptica de gas empezó a deformarse y a arrugarse lentamente, haciendo que la barquilla de abajo bajara suavemente hacia la tierra.

Toller ordenó que su nave reemprendiese el vuelo normal y diese otra vuelta antes de aterrizar. La maniobra les ofreció a él y a su tripulación una excelente oportunidad de observar la nave de la condesa descender hasta el extremo de su correa y, como ignominia final, ser cubierta por la desmoronada cámara de gas. En cuanto quedó claro que nadie iba a morir o siquiera resultar herido, el alivio de la tensión provocó la risa en Toller. Tomando ejemplo de él, Feer y el resto de la tripulación se le unieron, y las risas llegaron a ser casi histéricas cuando el paracaidista —cuya existencia había quedado prácticamente olvidada— apareció en escena descendiendo, hizo un aterrizaje cómicamente torpe y terminó sentado en una zona cenagosa.

—Ya no hay prisa, de modo que quiero un aterrizaje impecable —dijo Toller—. Acercaos lentamente.

De acuerdo con sus instrucciones, la nave descendió en contra de la brisa con un movimiento continuo y se posó sobre la tierra con un estremecimiento apenas perceptible. En cuanto el cañón de anclaje hubo asegurado la aeronave, Toller saltó por encima de la baranda y cayó sobre la hierba.

Algunos miembros de la tripulación de Vantara estaban ya luchando desde debajo de los pliegues de la cámara de aire, pero Toller los ignoró y se encaminó hacia el paracaidista, que ya se había puesto en pie y recogía el desparramado casquete del paracaídas. Alzó la cabeza y saludó al ver a Toller aproximarse. Era un joven delgado de tez blanca que apenas parecía lo bastante mayor como para haber abandonado el hogar familiar, pero así y todo —y Toller se impresionó al pensarlo— había realizado la doble travesía del vacío que mediaba entre los dos mundos hermanos.

—Buen antedía, señor —dijo—. Soy el cabo Steenameert, señor. Traigo un mensaje urgente para su Majestad.

—Ya me lo imaginaba —dijo Toller sonriendo—. Tengo órdenes de transportarlo a Prad sin demora, pero creo que podremos aguardar un momento para que se quite ese traje espacial. No debe ser muy cómodo andar por ahí con el trasero mojado.

Steenameert le devolvió la sonrisa, agradeciendo el modo informal en que Toller había iniciado la relación.

—No ha sido uno de mis mejores aterrizajes.

—Los malos aterrizajes están a la orden del día —dijo Toller, mirando por detrás de Steenameert.

La condesa Vantara se dirigía a grandes pasos hacia él. Era una mujer alta, de pelo negro, cuya figura de altos pechos aún impresionaba más por el hecho de que caminaba airosamente erguida. Tras ella iba una mujer más baja y de constitución más robusta, con un uniforme de teniente y que intentaba afanosamente seguir el paso de su superior. Toller volvió su atención a Steenameert, avivando su admiración el pensar en la magnitud del viaje que el chico había realizado. A pesar de su juventud, Steenameert había visto cosas y participado en experiencias que Toller difícilmente podía imaginar. Le envidiaba, y al mismo tiempo sentía una profunda curiosidad sobre lo que habría descubierto en el viaje a Land, el primero desde la colonización de Overland, que había tenido lugar cincuenta años antes.

—Dígame, cabo —dijo—. ¿Cómo es el Viejo Mundo?

Steenameert le miró titubeante.

—Señor, el despacho es privado para su Majestad…

—¡Qué importa el despacho! De hombre a hombre, ¿qué ha visto allí? ¿Cómo es aquello?

En el rostro de Steenameert apareció una expresión de agradecimiento al tiempo que forcejeaba con su traje espacial, evidenciando claramente la necesidad de contar sus aventuras.

—¡Ciudades vacías! Grandes ciudades, al lado de las cuales Prad no es más que un pueblo. ¡Y todas vacías!

—¿Vacías? Pero… ¿Y los…?

—¡Señor Maraquine! —la condesa Vantara estaba aún a una docena de pasos, pero su voz fue lo suficientemente enérgica como para silenciar a Toller a media frase—. Estando pendiente su despido del Servicio por haber dañado deliberadamente una de las aeronaves de su Majestad, tomaré yo el mando de la suya. ¡Considérese arrestado!

La arrogancia y la injusticia de las palabras de Vantara interrumpieron momentáneamente la respiración de Toller, provocándole una oleada de furia tan intensa, que comprendió que por su bien debía contenerla. Adoptó una de sus más relajadas sonrisas, volviéndose lentamente hacia la condesa, y de inmediato deseó haberla conocido en otras circunstancias. Tenía uno de esos rostros que se caracterizaban por provocar en los hombres una desesperada admiración, y en las mujeres una desesperada envidia. Su cara era ovalada y de ojos grises, y tan perfecta que distinguía a su dueña de entre todas las otras mujeres que Toller había conocido en su vida.

—¿A qué viene esa sonrisa? —preguntó Vantara—. ¿No ha oído lo que he dicho?

Sin intentar excusarse, Toller dijo:

—Déjese de tonterías. ¿Necesita ayuda para reparar su nave?

Vantara dirigió una furibunda mirada a la teniente que acababa de llegar, luego desvió la vista hacia el rostro de Toller.