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—¿Estás seguro? Quizás sería mejor que dieras instrucciones al ser de la máquina para que soltase la nave.

—Es más conveniente que de momento no me comunique con el Xa —el rostro del alienígena estaba escondido tras la visera reflectante, pero sus siguientes palabras fueron convincentes—. Recuerda que estaré contigo dentro de este bárbaro artefacto; por mi propio interés no me conviene que sufra ningún daño.

—Muy bien —dijo Toller, desenganchándose del cinturón el rollo de cuerda que ataba al alienígena y dejando el extremo libre—. Mi primitivo compañero y yo debemos dedicarnos a ciertas tareas que exigen nuestra atención ininterrumpida. Te voy a dejar aquí un rato, con la condición de que no te alejes. ¿De acuerdo?

—Prometo no moverme ni un centímetro.

Toller había hecho su petición con una cortesía burlona, sabiendo que el alienígena era incapaz de cambiar su posición, y no esperaba recibir una respuesta que parecía a la altura de su sentido del humor. Se le ocurrió, fugazmente, que ese breve diálogo podría haber tenido cierta importancia en el futuro si hubiera existido alguna perspectiva de relación normal entre las culturas dussarrana y kolkorronesa. Pero de momento, tenía asuntos más urgentes en que meditar.

La parte posterior de la embarcación era en realidad una aeronave de diseño especial, en la que la habitual barquilla cuadrada había sido reemplazada por la sección cilindrica de una astronave. Plegado en su interior estaba el globo, que permitía a la tripulación la posibilidad de llevar esta sección hasta una superficie planetaria y de volver a unirse con la nave madre mientras ésta esperaba arriba. Toller no quería usar el módulo desmontable en la próxima misión porque el descenso con globo era notorio y terriblemente lento.

—¿Qué opinas, Baten? —dijo, mientras flotaban en el frío aire—. ¿Vale la pena que intentemos deshacernos de la sección de cola? Tenemos herramientas de sobra para ello, y no me gusta la idea de cargar con un motor extra y todos esos mecanismos de control.

—La masilla de las junturas lleva ahí mucho tiempo —dijo Steenameert, con expresión de duda—. Habrá penetrado en las junturas de cuero, en la madera, las clavijas, los cordajes… Estará dura como el basalto. Incluso con herramientas, harían falta cuatro o cinco hombres para separar el módulo de la cubierta principal, y no sabemos qué estropicios podríamos hacer en la operación. Además tendríamos que acortar todas las varillas de control y reconectarlas con el motor permanente…

—Resumiendo —le interrumpió Toller—, tenemos que llevarnos la nave tal como está. ¡Muy bien! Si eres tan amable de recoger nuestros paracaídas y bolsas de descenso, yo inspeccionaré la nave, y en seguida nos pondremos en marcha.

El vuelo a Dussarra no ocasionó demasiadas sorpresas a Toller.

Prácticamente todo lo que se sabía sobre viajes que fuesen más allá del par Land- Overland provenía de las anotaciones hechas por Ilven Zavotle, que fue un miembro de la expedición histórica a Farland. Toller había estudiado resúmenes de esas notas durante su entrenamiento, y le alivió comprobar que se correspondían con la experiencia práctica. Ya tenía bastantes cosas en que ocupar sus pensamientos, sin que se produjese ninguna adversidad en la nave o en el ambiente cósmico.

El cielo circundante se volvió negro —tal como se predecía—, y poco tiempo después la nave se calentó, permitiendo a los que iban a bordo que se quitasen sus trajes aislantes. Según el ya fallecido Zavotle, el desagradable frío de la zona de ingravidez situada entre los planetas gemelos era debido a la convección atmosférica, y cuando la nave escapaba al vacío podía recibir de nuevo el generoso calor del sol. También como estaba previsto, la aparición de meteoros —una característica permanente del cielo nocturno de los dos planetas— ya no era visible. La explicación de Zavotle era que los meteoros seguían presentes, cruzando el espacio a velocidades inconcebibles, pero que sólo eran visibles en la atmósfera de un planeta. De todas formas, la posibilidad de que la nave pudiera ser destruida en un abrir y cerrar de ojos por uno de esos invisibles proyectiles rocosos no entretuvo demasiado los pensamientos de Toller.

Descubrió que guiar la nave era una tarea que exigía gran concentración: algo parecido a aguantar una bola en equilibrio sobre un dedo. El puesto del piloto en la plataforma superior estaba equipado con un telescopio de bajo alcance, montado paralelamente sobre el eje longitudinal de la nave. Era necesario mantener la retícula del instrumento fija en una estrella de referencia, y hacer tal cosa requería mucha atención, además de destreza para mantener el equilibrio con los propulsores laterales.

Steenameert, a pesar de su inexperiencia, pronto demostró ser mejor que Toller en esto, y encima afirmaba disfrutar de largas ensoñaciones estando a los mandos. Este arreglo resultó favorable para Toller, ya que le dio lo que más necesitaba: tiempo para asimilar lo que había ocurrido en las intensas últimas horas. Haraganeaba durante largos periodos en una hamaca de red en la plataforma superior, ora semidormido, ora observando a Steenameert y a Divivvidiv.

Este último había estado bastante asustado durante las primeras horas del vuelo, pero había ido recuperando poco a poco la calma al hacerse evidente que la nave no iba a despanzurrarse. Él también pasaba gran parte del tiempo en una hamaca de red, pero no reposando. Dussarra, había explicado, estaba sólo a doce millones de kilómetros de los planetas hermanos, y les precedía en una órbita estrechamente coincidente. Esos hechos simplificaban bastante los parámetros del vuelo, pero no obstante los cálculos pertinentes eran difíciles para alguien que no era un matemático profesional y que no contaba con la ayuda de ordenadores.

A veces, Divivvidiv, usando un lápiz que sostenía curiosamente entre sus delgados dedos grises, hacía anotaciones en un cuaderno suministrado por Toller. Daba frecuentes instrucciones a Steenameert para que accionase o apagase el motor principal, o centrase la retícula en un nuevo objetivo. De forma intermitente entraba en un estado de trance en el cual —suponía Toller— usaba la telepatía o algún sentido especial para comprobar la relación espacial de la nave con su destino. Otra suposición probable era que el alienígena quizá se estaba comunicando con otros de su especie, tendiendo una trampa para sus captores.

A todos ellos convenía que el vuelo se realizase lo más deprisa posible; sin embargo Toller se quedó atónito cuando Divivvidiv, después de estimar durante menos de una hora el funcionamiento de la nave, predijo que tardarían tres o cuatro días, sin contar con la influencia de ciertas variables. Cuando Toller trató de analizar los números, descubrió que tenía que aceptar la idea de que viajaban a una velocidad de unos 100.000 kilómetros por hora, y pronto prefirió abandonar sus cálculos. Las franjas de luz que entraban en la nave a través de las portillas parecían inmóviles; el universo de afuera, lleno de espirales y lentejuelas, estaba tan sereno e inmutable como nunca había estado… Era mejor olvidar ese mundo escalofriante de las matemáticas, e imaginarse flotando suavemente de una isla a otra a través de un vidrioso mar negro.

Uno de los rasgos que Toller compartía con su abuelo era la impaciencia: incluso unos pocos días de inactividad forzada eran suficientes para transtornarle. Había leído todo el cuaderno de Ilven Zavotle sobre el vuelo a Farland, y recordaba palabra por palabra el relato de un pasaje determinado: «Nuestro capitán ha empezado a abandonar la plataforma de mando durante largos períodos. A veces pasa horas en las secciones medias, acurrucado junto a una portilla, y parece encontrar una especie de apaciguamiento en estas meditaciones, en las que no hace otra cosa que contemplar las profundidades del universo».