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—Pero si he visto cientos de motores amontonados en el viejo patio de armas de Kandell. Los he visto con mis propios ojos… ¡Amontonados!

—Sí, pero son las antiguas unidades de madera de brakka, que han sido reemplazadas por motores de acero.

—¡Bueno, pues en ese caso, que las des-reemplacen! —gruñó Daseene, ajustándose la cofia de perlas.

—No encajarán dentro de las nuevas estructuras —Cassyll, veterano ya de similares entrevistas con la Reina, hablaba en un tono que era la encarnación de la fría sensatez—. Haría falta un tiempo excesivo para adaptar los unos a las otras, y además se han perdido muchos de los elementos accesorios de los antiguos motores.

Daseene estrechó los ojos y se inclinó hacia delante en su silla de alto respaldo.

—A veces, Maraquine, me recuerdas a tu padre.

Cassyll sonrió a pesar del opresivo calor de la sala de audiencias.

—Le agradezco el cumplido, Majestad.

—No es un cumplido, y bien que lo sabes —dijo Daseene—. Tu padre prestó un pequeño servicio a mi marido durante la Migración, y…

—Si me permite su Majestad refrescarle un poco la memoria, salvó la vida a toda su familia —añadió Cassyll fríamente.

—No estoy segura de que fuese tan dramático como dices, pero no importa… Fue útil en una ocasión, y después se pasó el resto de su vida recordándole a mi marido el incidente y exigiéndole favores.

—A mí me honra servir a su Majestad —dijo Cassyll, allanando el terreno para la negociación—, y yo nunca osaría pedir su indulgencia a cambio.

—No, no te hace falta. Simplemente vas a la tuya y haces lo que a ti te conviene. Y ahí está la cosa. Tu padre tenía la costumbre de fingir que hacía lo que quería el rey, y en todo momento estaba haciendo lo que él quería. Tú tienes exactamente la misma costumbre, Cassyll Maraquine. A veces sospecho que eres tú, y no yo, quien gobierna este…

Daseene volvió a inclinarse hacia adelante, con una profunda mirada en sus ojos húmedos.

—No tienes muy buen aspecto, querido amigo. Tienes la cara rojísima y la frente brillante por el sudor. ¿Sufres de fiebres palúdicas?

—No, Majestad.

—Pues algo tienes. Tu aspecto no es bueno. En mi opinión, deberías consultar a un médico.

—Lo haré sin demora —dijo Cassyll.

Anhelaba el momento en que pudiera escapar del calor insoportable de la sala, pero aún no había conseguido el objetivo de su visita. Contrariamente a lo que Daseene acababa de decir, no era el amo absoluto de sus propios asuntos. Contempló el rostro frágil que tenía enfrente y se preguntó si ella estaría jugando con él. Quizás sabía perfectamente que estaba sufriendo por el excesivo calor, y esperaba a que se desmayase o a que se rindiese y le rogase un respiro.

—Bueno, ¿y por qué me estás entreteniendo tanto? —dijo—. Debes de querer alguna cosa.

—Da la casualidad, Majestad, que sí hay algo…

—¡Ah!

—No es más que un asunto rutinario dentro del área normal de mi jurisdicción… pero pensé que, aunque fuese de pasada, debía mencionárselo a su Majestad… no fuera que…

—¡Suéltalo ya, Maraquine! —Daseene alzó la mirada con exasperación—. ¿Qué es lo que pasa?

Cassyll tragó saliva, tratando de aliviarse la sequedad de la garganta.

—La barrera que ha aparecido entre Land y Overland es un asunto de gran interés científico. Bartan Drumme y yo tenemos el privilegio de servir a su Majestad como principales asesores científicos, y después de considerar seriamente todos los hechos, pensamos que debemos de acompañar a la flota que va a…

—¡Nunca! —de repente la cara de Daseene se convirtió en una máscara de alabastro sobre la que un experto artista había pintado una semejanza de la mujer que era antes—. Te quedarás aquí, donde te necesito, Maraquine. ¡Te quedarás en tierra! Y lo mismo tu querido amigo, el eterno jovenzuelo, Bartan Drumme. ¿Está claro?

—Muy claro, Majestad.

—Soy muy consciente de que debes de estar preocupado por tu hijo, al igual que yo temo por la seguridad de mi nieta; pero hay veces en que uno debe hacer oídos sordos a las llamadas del corazón —dijo Daseene, con una voz que sorprendió a Cassyll por su energía.

—Comprendo, Majestad.

Cassyll hizo una reverencia, y se dio la vuelta para retirarse cuando Daseene alzó una mano para detenerlo.

—Y antes de que te marches, permíteme que te recuerde lo que dije antes: debes ver a un médico.

Capítulo 17

El grito de alarma de Steenameert llegó a Toller a través de las oscuras distancias del alma, de las sombrías distancias donde planetas invisibles acechaban en sus recorridos orbitales. Cada planeta era la encarnación de una nueva personalidad, una de las que él estaba destinado a ser, y poco le importaban las trivialidades de su antigua existencia. Lejana y vagamente irritado, se preguntó por qué el joven le estaba llamando. ¿Qué podía ser, en aquellos negros accesos del cosmos, tan importante como para justificar distraerle en un momento como ése, justo cuando iban a tomarse decisiones trascendentales sobre su destino?

¡Pero algo más estaba ocurriendo! Estaba iniciándose una batalla en los tenebrosos paisajes que le rodeaban. Poderosas fuerzas externas estaban concentrándose en la lente física cuya curvatura gobernaba cada aspecto de su futuro…

¡La lente se ha roto!

Liberado de su parálisis física y mental, Toller renacía en un mundo de tumultos. Docenas de figuras de dussarranos, vestidas con sus harapientas ropas negras, corrían bajo la cúpula hacia la caja de separación. Una mujer gritaba. Los alienígenas que Toller había aplastado detrás del panel estaban ahora libres, y se dirigían tambaleándose hacia su jefe. Otros alienígenas que se habían agrupado detrás de Zunnunun corrían a través de la salida hacia partes desconocidas del edificio.

Un dussarrano apareció junto a Toller y le tiró del brazo.

¡Ven con nosotros! —dijo—. ¡Somos tus amigos!

Toller se soltó de la mano de grises dedos.

—¿Amigos?

El alienígena no parecía diferente a los otros que había visto, excepto que aquel ubicuo atuendo de remiendos que colgaba sobre su cuerpo larguirucho se caracterizaba por unas figuras romboidales de color verde parduzco. Toller fue a apartar al recién llegado, y entonces, aceptando la imperiosa orientación telepática, se dio cuenta de que el alienígena pertenecía al grupo que le había hecho volver a su propia existencia sin pérdida de tiempo. La elección no era difíciclass="underline" quedarse y enfrentarse al invencible director Zunnunun, o abrazar la inesperada oferta de salvación.

—¡Baten! —Toller vio que Steenameert le contemplaba con preocupación—. ¡Tenemos que confiar en esta gente!

Steenameert asintió, al igual que las mujeres que estaban detrás de él. Todo el grupo de humanos empezó a correr en compañía de sus rescatadores, pero las vías de escape estaban bloqueadas por otros dussarranos que se colaban por las múltiples entradas de la cúpula. Las fuerzas de oposición convergieron, y el escenario se convirtió rápidamente en un caos cuando los cuerpos vestidos de negro se enzarzaron unos con otros con todo el carácter grotesco de un espontáneo combate físico.

Toller experimentó en su percepción de la escena rápidos cambios cuando vio que un combate cuerpo a cuerpo de los dussarranos consistía en lanzarse uno contra otro, entrelazar brazos y piernas con los del oponente y tirarlo al suelo. Una vez esto había ocurrido, yacían en el suelo como parejas impotentes, como insectos copulando, cada uno anulando los esfuerzos del otro por contribuir a la batalla. La ventaja, desde el punto de vista de los humanos, era que no usaban ningún arma; los alienígenas luchaban como niños furiosos, y aunque mostraban suficiente hostilidad, carecían de la capacidad para imposibilitar a un enemigo.