Toller se tranquilizó cuando se dio cuenta de que no serían aniquilados en unos sangrientos segundos; pero entonces comprendió el aspecto negativo de la situación. La lucha era demasiado democrática, demasiado parecida a emitir unos votos. En este tipo de combate, el contendiente con mayor superioridad numérica era el que estaba destinado a ganar.
Añorando su espada, se volvió hacia uno del grupo de alienígenas enemigos que se acercaba a él con los brazos extendidos. Toller lo tiró al suelo de un solo golpe cruzado de su puño, y entonces, con instinto asesino, dio una patada en el cuello del alienígena, al mismo tiempo que apartaba a otros dos atacantes.
La sensación de la firmeza viviente transformándose en una masa inerte le hizo saber de inmediato que el dussarrano había muerto, pero aún tuvo una confirmación más dramática en la refriega que ocurría a su alrededor. La conglomeración de alienígenas harapientos —tanto amigos como enemigos— sufrió un espasmo convulsivo, como si una poderosa fuerza invisible los hubiera desgarrado. Los distintos pares se disolvieron, y el aire se llenó con un mudo lamento de angustia. Al instante, Toller y los otros humanos se convirtieron en la única fuerza móvil y concertada en el curioso campo de batalla.
—¿Qué ha ocurrido? —gritó Jerene, guiando a Toller por entre la confusión con su rostro redondo y sus ojos claros.
—Todos los espantapájaros sufren cuando alguien de los suyos muere cerca —replicó Toller, recordando lo que Divivvidiv le había contado de la extraña reacción telepática que acompañaba a la muerte de un dussarrano—. El problema es que los que nos apoyan no se libran de su efecto. Levantémonos y obliguémosles a seguir moviéndose; de otro modo estaremos perdidos.
Los otros seis kolkorroneses respondieron en seguida, levantando a los alienígenas que llevaban ropas distintivas e instándoles a que corriesen. Tuvieron que arrastrarlos o empujarlos durante unos metros hasta que sus miembros recuperaron el ritmo motriz.
El grupo atravesó un arco, entró en un pasillo y continuó su torpe avance hacia una puerta doble en el otro extremo. Otros dussarranos, que parecían ser amigos por sus ropas verdes moteadas, esperaban allí haciendo señales para apresurarles.
—Me llamo Greturk —el alienígena que Toller empujaba alzó la vista hacia él; sus silenciosas palabras estaban cargadas de miedo y de repugnancia—. ¡Pusiste fin a una vida deliberadamente! ¡Te comportaste como un Vadavak! ¿No tienes sentimientos?
—Sí: tengo el fuerte sentimiento de que quiero salir de este lugar.
—No estoy hablando de eso…
—¡Ya lo sé! Estás hablando del reflujo —Toller empujó al alienígena con más fuerza para enfatizar sus palabras—. Será mejor que entiendas que rompería alegremente el cuello de mil dussarranos para obtener mi objetivo; así que prepárate para unos cuantos reflujos más si nos atacan de nuevo.
Sin embargo, las posibilidades de un nuevo ataque se hicieron menores cuando el grupo llegó a la puerta doble y la cruzaron escoltados por manos afanosas. Los lívidos rostros alienígenas danzaban alrededor de Toller —avanzando y retrocediendo en la confusión—, mientras éste escapaba de los confines del pasillo hacia la noche horadada por la luz artificial.
En parte la luz procedía de las fachadas de los edificios rectangulares, pero también parecía haber bloques flotantes de radiación y una profusión de rayos multicolores que arrojaban vividas líneas de color rojo y amarillo intenso. Toller no tuvo tiempo de entretenerse en meditar sobre el exótico escenario, porque un vehículo en forma de huevo —una versión mayor de la que les había transportado a Steenameert y a él a la cúpula— estaba esperando a unos pocos metros. Tuvo la impresión de que su superficie inferior apenas tocaba el suelo. La entrada circular reveló un interior débilmente iluminado, desde donde otros dussarranos hacían señas.
Toller se detuvo junto a la entrada y ayudó a pasar a su gente y a unos cuantos rescatadores al interior del vehículo. En el otro extremo del pasillo aparecieron mas alienígenas, los que, habiendo recuperado ya toda su movilidad, corrían hacia él como pájaros negros aleteando, esforzandose por inhalar el aire.
Toller ya no tenía miedo de sus perseguidores, que podían ser derribados con solo matar a uno de los suyos; pero le acosaba la convicción de que Zunnunun era demasiado astuto como para quedarse al margen durante mucho tiempo, y que en aquel mismo momento estaría reuniendo nuevas fuerzas contra él. De modo que se lanzó al interior del vehículo oval, aumentando la presión de los cuerpos, y la entrada se cerró y desapareció detras de él.
Se produjo un mareante movimiento de cuerpos, indicio de que el vehículo se estaba moviendo y flotando en el aire… Se le ocurrió entonces que no había visto ningún piloto ni nada parecido a un puesto desde donde el piloto pudiera manejarlo, y el pensamiento de que la nave dussarrana podía controlar sus propios movimientos lo sobrecogió.
Estaba tratando de ver algo a su alrededor, intentando verificar la idea, cuando se dio cuenta de que Vantara estaba bastante cerca de él entre la agobiante compresión de cuerpos humanos y alienígenas. Su rostro estaba pálido, aturdido e inmóvil, como si sólo fuera una trágica máscara; y aunque sus ojos se dirigían hacia él, Toller no estaba seguro de que le estuviese viendo. Sintiéndose extrañamente cohibido, trató de esbozar una sonrisa tranquilizadora.
—Ten valor, Vantara —le dijo en un susurro—. Te prometo que pase lo que pasare estaré a tu lado.
Se produjo un extraño momento de eternidad mientras ella escrutaba su rostro, y después, como un perfecto amanecer, le sonrió.
—Toller, mi querido Toller… Siento no haber sido…
—¡No habléis! —les interrumpió Greturk, con un urgente aviso telepático—. No penséis en lo que está ocurriendo; si no, nos seguirán fácilmente. Tratad de olvidar quiénes sois y lo que hacéis. Tratad de convenceros de que no sois más que burbujas de aire que se elevan en un enorme caldero de agua hirviendo… yendo para aquí y para allá… bailando y dando vueltas en recorridos impredecibles…
Toller asintió y cerró los ojos. Era una burbuja que se elevaba en un enorme caldero… yendo para aquí y para allá… siguiendo un recorrido peligroso e impredecible…
Se había quedado tan profundamente absorbido por la disciplina mental, la negación del razonamiento coherente, que apenas se dio cuenta de que el vehículo se había detenido. Estaba de pie, apretujado, casi sin poder moverse por la presión de los cuerpos humanos y alienígenas; y de forma súbita oscilaba ligeramente en un espacio comparativamente amplio, y los dussarranos iban desapareciendo a través de la salida circular que había aparecido en un costado del vehículo. No recibía ninguna comunicación telepática estructurada, pero su cabeza estaba llena de una prisa palpitante. El propio aire parecía trémulo, agitado por una sensación persistente de pánico.
—Debéis desembarcar rápidamente —el silencioso mensaje provenía de Greturk, el único alienígena que había quedado dentro de la nave con forma de huevo—. Hay poco tiempo que perder.
—¿Qué pasa aquí? —pregunto Jerene antes de que Toller pudiera expresar la misma pregunta.
Los labios negros de Greturk se torcieron.
—Estamos en medio de un conflicto civil, podríais llamarlo una guerra; la primera en miles de años.
—¡Una guerra civil! —dijo Toller—. ¿y por qué os preocupáis entonces por unos cuantos extranjeros como nosotros?