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Toller asintió.

—Siento no haber ido anoche, pero era muy tarde cuando conseguí dejar bien amarrada la nave, y se presentaron ciertos problemas.

—¿Qué clase de problemas?

—Nada que pueda ensombrecer un día tan radiante como el de hoy —dijo Toller con una sonrisa—. Vamos pronto a casa. No te imaginas las ganas que tengo, después de comer durante una eternidad las raciones de a bordo, de saborear uno de esos banquetes que prepara madre para la noche breve.

—Pues parece que te sientan bien esas raciones.

—No tanto como a ti la buena comida —dijo Toller, tratando de pellizcar los excesos de humanidad de la cintura de Cassyll, al tiempo que empezaban a caminar en dirección a casa. Los dos hombres sostuvieron una charla banal y familiar, que más que una conversación deliberada, pretendía restaurar la relación después de una larga separación. Estaban ya cerca de la Casa Cuadrada, que tenía el mismo nombre que el de la residencia de Maraquine en la vieja Ro-Atabri, cuando la charla se desvió a temas más serios.

—Acabo de estar en palacio —dijo Cassyll— y tengo noticias que te interesarán: vamos a enviar una flota de veinte unidades a Land.

—Sí, entramos en una era verdaderamente maravillosa: dos planetas, pero una sola nación.

Cassyll echó un vistazo a la insignia del hombro más próximo de su hijo, el emblema amarillo y azul que revelaba que estaba capacitado para pilotar aeronaves y naves espaciales.

—Habrá mucho trabajo para ti allí…

—¿Para mí? —Toller soltó una carcajada forzada—. No, gracias, padre. Reconozco que me gustaría ver el Viejo Mundo alguna vez, pero de momento no es más que un gran cementerio, y no me atrae la perspectiva de barrer millones de esqueletos.

—Pero… ¿y el viaje? ¡La aventura! Creí que no ibas a pensártelo dos veces.

—Ya tengo bastantes cosas de qué ocuparme aquí en Overland, de momento —dijo Toller, y durante un momento la expresión sombría que Cassyll había advertido al principio volvió a su rostro.

—Algo te preocupa —dijo—. ¿Te lo vas a guardar?

—¿Tengo esa opción?

—No.

Toller sacudió la cabeza fingiendo desesperación.

—Me lo imaginaba. Ya sabrás, claro, que fui yo quien recogió al mensajero avanzado de Land. Bueno, pues en el último momento apareció otra nave en escena, injustificadamente, y trató de recoger el trofeo delante de mis narices. Naturalmente me negué a ceder…

—¡Naturalmente!

—…y se produjo una pequeña colisión. Como mi nave no sufrió ningún daño, me abstuve de realizar el registro oficial en el cuaderno; pero esta mañana me han comunicado que se ha presentado un informe del incidente contra mí. Mañana tengo que comparecer ante el comodoro del espacio Tresse.

—No tienes por qué preocuparte —dijo Cassyll, aliviado al oír que no se trataba de algo más serio—. Hablaré con Tresse este mismo postdía y le pondré al corriente de los verdaderos hechos.

—Gracias, pero creo que tengo el deber de resolver esto yo solo. Tendría que haberme cubierto las espaldas haciendo el registro en el cuaderno; sin embargo, puedo convocar a suficientes testigos como para que corroboren mis declaraciones. La verdad es que es todo bastante trivial. Una molestia insignificante…

—¡Pero una molestia que escuece!

—Es el engaño —dijo Toller, enfurecido—. Yo confié en esa mujer, padre. Confié en ella, y así me paga.

—Ajá… —Cassyll casi sonrió cuando empezó a intuir lo que había bajo la superficie de lo que había oído—. No me habías dicho que ese comandante sin principios fuese una mujer.

—¿No lo dije? —replicó Toller, con una voz ahora casual—. No tiene ninguna importancia, pero da la casualidad de que es una de las nietas de la Reina, la condesa Vantara.

—Una mujer guapa, ¿no?

—Quizás lo sea para algunos hombres… ¿Qué insinúas, padre?

—Nada, nada. Tal vez es que siento un poco de curiosidad por esa dama, ya que es la segunda vez que la oigo nombrar en las dos últimas horas.

Con el rabillo del ojo Cassyll vio que Toller le dirigía una mirada sorprendida, pero, incapaz de resistir la tentación de provocar a su hijo, no le dio más información. Caminó en silencio, protegiéndose la vista del sol con la mano para poder ver mejor un gran grupo de pterthas que seguía el curso de río. Las esferas casi invisibles descendían y rebotaban sobre la superficie del agua, impulsadas por una ligera brisa.

—Qué coincidencia —dijo Toller por fin—. ¿Qué te dijeron?

—¿De qué?

—De Vantara. ¿Quién te habló de ella?

—Nada menos que la Reina —dijo Cassyll, observando a su hijo atentamente—. Parece que Vantara se ha ofrecido para servir en la flota que se enviará a Land, y un indicio de la firmeza de las intenciones de la Reina respecto a esta empresa es que haya dado su permiso a la joven.

Se produjo de nuevo un largo silencio antes de que Toller hablase.

—Vantara es piloto de aeronaves. ¿Qué trabajo tendrá en el Viejo Mundo?

—Bastante, diría yo. Vamos a enviar cuatro aeronaves, cuya función será la de dar la vuelta a todo el globo y comprobar que no haya resistencia a la soberanía de la reina Daseene. A mí me parece una gran aventura, pero desde luego estarán incluidas todas las privaciones de la vida a bordo de una nave, y además las correspondientes raciones de comida.

—A mí todo eso no me importa —exclamó Toller—. ¡Quiero ir!

—¿A Land? Pero, si hace un momento…

Toller detuvo a Cassyll cogiéndole del brazo y volviéndole hacia él.

—¡Basta de comedias, padre, por favor! Quiero llevar una de las naves a Land. Te encargarás de que mi petición sea atendida, ¿verdad?

—No estoy seguro de que pueda… —dijo Cassyll, inquieto de repente ante la perspectiva de que su único hijo, que aún era un muchacho a pesar de sus pretensiones de hombría, cruzase el peligroso puente de aire fluído que unía los dos planetas.

Toller esbozó una amplia sonrisa.

—No seas tan modesto, padre mío. Estás en tantos comités, juntas, tribunales, consejos y asambleas, que a tu discreta manera desde luego, prácticamente gobiernas Kolkorron. Bueno, dime que iré a Land.

—Irás a Land —dijo Cassyll, complaciente.

Esa noche, mientras esperaba que Bartan Drumme llegase con un telescopio, Cassyll pensaba que podía reconocer la verdadera causa de sus temores por el vuelo de su hijo al Viejo Mundo. Toller y él sostenían una relación armoniosa y satisfactoria, pero no podía negarse el hecho de que el chico siempre había estado excesivamente influenciado por las historias y leyendas que se atribuían a su abuelo paterno. Aparte del increíble parecido físico, los dos tenían en común semejanzas de carácter —impaciencia, valor, idealismo y predisposición a la cólera entre otros—, pero Cassyll sospechaba que las similitudes no eran tan grandes como el joven Toller pretendía. Su abuelo había sido mucho más duro, capaz de toda crueldad si la consideraba necesaria, y caracterizado por una obstinación que le conduciría a una muerte segura antes que traicionar sus principios.

Cassyll estaba contento de que la sociedad kolkorronesa ahora fuese más benigna y segura que unas cuantas décadas atrás, y de que el mundo en general ofreciera al joven Toller menos oportunidades de meterse en situaciones en las que, simplemente por tratar de cumplir unas normas autoimpuestas, pudiera perder la vida. Pero ahora que había decidido volar al Viejo Mundo, esas posibilidades sin duda se incrementarían, y a Cassyll le pareció que el fantasma del fallecido Toller empezaba a reanimarse —estimulado por el olor de la aventura peligrosa—, preparándose para ejercer su influencia en el vulnerable joven. Y, a pesar de que estaba pensando en su propio padre, Cassyll Maraquine deseó que aquel espíritu inquieto no se moviese de su tumba, ni del pasado.