– Son viejos conocidos nuestros -informó Gutierres-. Desde hace más de un año, no dejan de enviar cartas con insultos y amenazas para todos, pero en particular para los señores Kurth y Davis.
– Necesito esas cartas -dijo Ramsey-. ¿Las conservan ustedes?
Gutierres miró a Davis, que asintió levemente con la cabeza.
– Sí, las tendrá hoy mismo.
– ¿Encontraron algo en la carta? -inquirió Davis.
– No había huellas y se imprimió en papel corriente, con la impresora más vendida en América y con un programa de escritura de lo más vulgar. Sin huellas digitales. Ninguna información relevante.
– ¿Qué han averiguado sobre la llamada telefónica de Los Hermanos por la Defensa de la Dignidad?
– Nada. El FBI tampoco tiene constancia de tal grupo. El individuo que llamó tenía acento de Nueva York y ésa es la única pista.
– ¿Y de los análisis de los restos de la oficina?
– Fue una explosión tremenda. Los cristales exteriores del edificio son a prueba de golpes fuertes y logró romper un buen número. El señor Kurth estaba entre la bomba y los cristales. -Ramsey se expresaba con lentitud, arrastrando las palabras-. Murió al instante, literalmente reventado por la fortísima onda expansiva. Cuando voló por la ventana, ya estaba muerto.
– Puede ahorrarse usted los detalles -cortó Davis-. Le he preguntado por lo que encontraron en la oficina. Supongo que toda esa gente que usted envió habrá servido para algo.
– Señor Davis -dijo Ramsey dejando de jugar con el cigarrillo, apoyándolo por el filtro en la mesa y manteniendo el otro extremo vertical con la punta de su dedo índice-, usted dirige esta compañía y yo dirijo la investigación. -Se inclinó ligeramente hacia adelante-. Aclaremos desde un principio qué hace cada cual. Nosotros investigamos y ustedes colaboran. Es su obligación y usted no quiere aparecer como una persona que obstruye la ley. Las preguntas las hago yo, y si respondo a las suyas será por pura cortesía y hasta donde yo crea que es adecuado. Tienen ustedes suficientes problemas, y será mejor que no los aumenten.
No se oyó más que el silencio. El pretoriano que escribía la minuta de la reunión se quedó con una mano levantada sobre el teclado del PC y miraba a Ramsey con la boca entreabierta de asombro. Gutierres lanzó al policía la misma mirada que un gato lanzaría a un ratón, y Andersen trataba de evitar la sonrisa. Ése no era el tono con el que la gente se dirigía al viejo.
– Señor Ramsey -repuso Davis después de unos segundos-, creo que usted no se ha hecho cargo de la situación tal como es y se la voy a explicar. -Volvió a hacer una pausa-. Gran parte del dinero con que se paga su sueldo procede de los impuestos que paga la Corporación que yo dirijo. Y lo mismo ocurre con el sueldo de su jefe y el del jefe de su jefe. Con ese teléfono puedo llamar a alguien que va interrumpir cualquier reunión que tenga para contestar de inmediato mi llamada. Ese alguien puede patear su culo de tal forma que le quede plano para el resto de su vida. Y lo hará si yo quiero que lo haga, porque logró su puto trabajo gracias al apoyo que esta Corporación le dio. Y está cagado de miedo de perder su poltrona.
Apoyándose en el respaldo de la silla, Ramsey se tomó unos momentos antes de hablar.
– ¿Le ayudo a decir lo que no ha podido decir? ¿Quería usted decir «Patear su puto negro culo», quizá? -Hizo una pausa-. ¿Está usted amenazando en público al oficial que conduce la investigación de un asesinato ocurrido en sus oficinas? Es usted muy poderoso, señor Davis, pero no ha podido evitar que asesinaran a su mejor amigo. Y no sabe quién lo ha hecho y si lo va a intentar de nuevo. Y si lo intenta no sabe si va a tener éxito también con usted.
»El poder tiene sus límites, señor Davis, y a veces una avispa puede herir a un elefante y el elefante no puede hacer nada contra ella. Y si el elefante tiene la suerte de poder alcanzar a la avispa, ello tampoco cura el dolor de la herida. Piénselo.
– Inspector -intervino Andersen-, no malinterprete la expresión del señor Davis; es lenguaje común en nuestro negocio. La Corporación colabora totalmente en la investigación.
– Gracias por tu ayuda, Andrew -cortó Davis-, pero no la necesito. Espero que trabaje usted tan bien como habla, Ramsey. Y respeto lo que ha dicho. Vamos a colaborar con usted, pero atrape a esos cabrones de Los Defensores de América pronto. Entonces tendrá más que mi respeto: mi agradecimiento personal. Y esto vale mucho en esta ciudad y en este país. Espero que maneje en todo momento el asunto con la mayor confidencialidad, en especial ante la prensa. Y no me falle, porque, si lo hace, entonces yo personalmente patearé su puto negro culo y haré que cincuenta más hagan lo mismo.
– Va usted muy aprisa -continuó Ramsey ignorando la amenaza de Davis-. Es muy posible que Los Defensores de América o Los Hermanos por la Defensa de la Dignidad sean una simple cobertura de algún otro grupo o interés. Dígame, ¿quién se beneficia con la muerte de Kurth? ¿Competidores? ¿Alguien que quería su puesto en la Corporación? ¿Enemigos personales? Estoy seguro de que manejar un estudio cinematográfico no es trabajo de hermanitas de la caridad. ¿Enemigos políticos? El señor Kurth tenía gran poder político. ¿A quién molestaba?
– ¿Así que cree que Los Defensores de América son una tapadera? -murmuró Davis, pensativo.
– Mire, Ramsey -terció Gutierres-, llevamos años recibiendo amenazas de individuos y de grupos. Predicadores de iglesia nos han llamado el Anticristo y han promovido el boicot a nuestras producciones televisivas. Esa gente es real. Existe de verdad y muchos son capaces de matar.
– Sí, existen. Claro que hay muchos extremistas y locos. Sin embargo ¡qué bonita excusa! -repuso Ramsey.
– Ramsey -dijo Davis-, será una tarea muy difícil buscar enemigos y resentidos. Steve Kurth tuvo que pisar muchos pies y decir muchos noes en su trabajo. También yo. Esa búsqueda hará la investigación eterna.
– El análisis de los motivos puede dar algunas pistas -replicó Ramsey-, pero también los medios con que se valieron los asesinos. El señor Kurth era judío, como usted, ¿no es cierto?
– Sí, es cierto. ¿Y qué importa eso en la investigación?
– No lo sé aún. Puede importar tanto para la investigación como el hecho de que yo sea negro -repuso Ramsey con tranquilidad- o, al contrario, puede tener una importancia fundamental. ¿No es cierto que el señor Kurth no escondía su postura en el conflicto judío-palestino? ¿Y que era favorable a encontrar la paz a cambio de ceder territorios a los palestinos? ¿Y que usted también lo es? ¿Y que eso contraría a grupos muy poderosos que influyen directamente en el gobierno del estado de Israel? ¿No es cierto que han recibido cartas y llamadas amenazantes a causa de reportajes televisivos que proponían abiertamente la paz a cambio de concesiones? ¿Y que dichos grupos les consideran a ustedes traidores? ¿Y que algún rabino extremista les lanzó su maldición y condena? Ustedes tienen un gran poder para influir en el ciudadano americano y convencerle de quiénes son los buenos o los malos en el conflicto, y la opinión del ciudadano de la calle influye mucho más en la política del gobierno que la presión de los grupos financieros. Y la política del gobierno de Estados Unidos es fundamental para Israel. Luego eliminarles a ustedes puede tener un alto interés político.
– Creo que es usted el que tiene prejuicios racistas -le reprochó Davis-, y me temo que ve demasiadas películas de espías.
– Señor Davis, ha costado bastante poder identificar el explosivo usado pero, con la ayuda de algún amigo que trabaja en laboratorios especializados del FBI, lo logré. Es un explosivo raro. ¿Adivina cuál?
– Naturalmente que no. ¿Cómo diablos voy a saberlo?
– Se llama RDX. Un solo gramo es tan potente como un kilogramo de dinamita; pudo entrar en cualquier cosa sin ser detectado. El mecanismo detonador debía de ser también muy pequeño y, por lo tanto, de alta tecnología. ¿Sabe usted quién usa ese explosivo?