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Abajo, en el valle, también a la derecha, se distinguían las fogatas de los franceses que, mandados por el senescal de Carcasona, sitiaban la Cabeza del Dragón o la Sinagoga de Satanás, como ellos llamaban a su querida aldea de Montsegur. Allí estaban el arzobispo de Carcasona con sus temidos inquisidores y el obispo Durand, reputado como el mejor experto en máquinas de asalto que existía. Bien que probaba su fama, lanzando a sus cabezas bolas de fuego que prendían hasta en la roca y hundiendo paredes y murallas con las grandes piedras de sus catapultas.

Por la noche Durand detenía sus máquinas y dejaba que la naturaleza aplicara un arma más temible: el frío y la falta de leña.

Al fondo, en la muralla este, se distinguía el gran resplandor de la hoguera que los sitiadores habían encendido bajo el peñón rocoso sobre el que se levantaba, aún fuerte, una de las torres de defensa. Era peor que las máquinas de guerra del obispo.

– ¡Aquí os quemaréis todos, herejes! -gritaba la soldadesca.

Sin embargo, ahora el mayor deseo de los sitiados era acercarse al resplandor de aquel fuego para aliviar el dolor lacerante del viento frío.

Pero sería un suicidio. Poco le duraría el placer del calor a quien asomara la cabeza por el muro este de la fortificación; los hábiles arqueros franceses, emboscados en la oscuridad de la noche, ensartarían al infeliz, como a una paloma, en sólo unos instantes.

Karen bajó por la escalera poco a poco, tanteando los escalones con sus pies enfundados en gruesas botas de cuero y piel. El suelo resbalaba con el hielo, y a su derecha estaba el negro vacío sin barandilla que protegiese.

Cuando logró alcanzar las losas de la calleja, avanzó hacia la plazoleta de casas apiñadas. El resplandor débil del único fuego que ardía dentro del pueblo salía de la casa que cobijaba a los heridos, enfermos y niños. Cruzó la plaza hacia el extremo opuesto con paso resuelto pero cauteloso; la tenue luz del caserón y de las estrellas guiaba sus pasos.

De repente se detuvo sobresaltada. En el centro de la plazuela, insinuada por el resplandor del caserón, había una figura, de pie, inmóvil en medio de su camino.

Sintió un vuelco en su corazón y el miedo le apretó el estómago. Un contorno blanco, casi luminoso, le daba un aire de ultratumba. ¿Será un aparecido? ¡Buen Dios! ¡Habían muerto tantos!

Permaneció quieta, con el vientre encogido, oyendo los murmullos del caserón y sintiendo el viento. Notó la ansiedad crecer en su interior al ver aquello avanzando hacia ella. Su corazón saltaba aterrorizado ante la presencia desconocida y trató de huir, pero no pudo. ¡Sus piernas no se movieron, no le obedecían! Angustiada, quería gritar.

Entonces era cuando despertaba. Deseaba continuar y terminar con aquello, pero despertaba.

Miró a Jaime, que dormía feliz a su lado, y acariciando su ensortijado pelo negro, que ya delataba alguna cana primeriza, y como si de una canción de cuna se tratase, le recitó:

– Quieres saber, querido Jaime, quieres saber, pero lo que aún no sabes es ¡cuánto te va a doler!

22

– ¿Cómo lo pasaste anoche? -preguntó él.

Ella se lo quedó mirando, con una chispa alegre y maliciosa en los ojos, mientras vaciaba el contenido de la boca.

El frío del exterior y los cristales empañados daban sensación de intimidad a aquel restaurancito especializado en desayunos de carretera, cerca de Bakersfield. Era uno de esos lugares cutres, pero llenos de sabor, donde camioneros, policías y vendedores en ruta terminan tomando café juntos.

Ambos estaban hambrientos y pidieron unos grandes zumos de naranja, un par de huevos fritos con jamón y beicon, acompañados de patatas half browns, tostadas con mantequilla y mermelada. La pequeña y gastada mesa de formica estaba abarrotada de platos.

A pesar del aspecto basto del local, para Jaime aquél era el lugar más cercano al paraíso en el que había estado desde hacía muchos años. Unos tazones de café humeante de penetrante aroma completaban la escena. Y por encima de todo, ella. Karen. Tan hermosa. Allí, frente a él, al otro lado de la mesita, con su atrayente personalidad, que llenaba el casi desierto restaurante.

Jaime se sentía feliz, intensamente feliz. Le costaba trabajo convencerse de su suerte, de que aquello era real. Había conseguido a esa mujer de aspecto inalcanzable, y para su mayor felicidad el sexo había sido excelente. Al menos para él.

– No estuvo nada mal -respondió Karen, ya con la boca vacía-. No debes preocuparte, pasaste bien el examen. ¿Cómo le fue a don Jaime? -preguntó alcanzando su café y tomando un sorbo.

– A don Jaime, excelente. Pero su tarjeta de crédito está seriamente dañada.

El eco de la risa de Karen resonó dentro del tazón de café.

– Bueno, te invito yo al desayuno. No quiero que por mi culpa te pongan en la lista de los sin crédito.

– Gracias por preocuparte de mis finanzas.

– Espero que me invites a más cenas y para eso necesitas tu tarjeta de crédito en buen estado.

– Siempre tendré un buen crédito para ti, si hay un final de noche como el de ayer para mí.

Karen soltó una risita.

– Viciosillo -sentenció-. Tú invítame; luego el destino y la suerte dirán.

– Esperaba un compromiso más firme.

– ¿De un abogado? ¡Debes de estar bromeando!

Ahora fue él el que soltó una carcajada. Ambos siguieron comiendo.

«Tendría que haber aprendido más de la vida», pensó Jaime. «Con un divorcio a cuestas y varias relaciones sentimentales antes y después, no debiera estar enamorándome así.» Se sentía como un colegial y más enamorado que la primera vez que amó. Éste debería de ser un mal que, como el sarampión, pasara con la edad, pero ahora, con casi cuarenta años, estaba como loco por esa coqueta que él intuía sumamente peligrosa. Y la sensación de peligro lo enloquecía más.

Pero algo sí había aprendido con los años: una felicidad plena como la que ahora sentía era un regalo de Dios infrecuente, y era pecado desaprovecharla. En aquella mañana él era intensamente feliz, y sabía que debería luchar mucho ere el futuro para conseguir más instantes como aquél.

Pero ahora, y hoy, eran momentos únicos. Miró cómo el primer rayo de sol traspasaba los entelados cristales. Olió el tocino y el café. Se extasiaba con el sonido de la voz de aquella mujer. Su sonrisa, la sonrisa de Karen, era mejor aún que el sol en la fría mañana. Y buscando espacio en la abarrotada mesita, capturó su mano y ella aceptó la caricia. Y al contacto de las manos se unió el de las miradas. Jaime sintió que las puertas del cielo se abrían y que una oleada de esa plena, infrecuente, embriagadora felicidad los envolvía.

Cruzaron Bakersfield y tomaron la 178 hacia Sierra Nevada. Al poco, a la izquierda de la carretera apareció el río Kern; luego los carteles anunciando la entrada del Bosque Nacional de los Secuoyas.

Siguieron un tiempo el curso del río, paralelo a la carretera, y Karen indicó a Jaime una zona de aparcamiento donde ya había un buen número de coches.

– Vamos, hay que andar un poco.

Se pusieron los chaquetones y guantes, y se sumergieron en la fresca mañana. Karen tomó un sendero ancho entre los altos árboles y avanzó como quien conoce bien el camino; Jaime, cogido de su mano, sentía el vértigo de la altura de los gigantes. Los rayos del sol y los ruidosos pajarillos jugaban allá arriba, a cincuenta metros de sus cabezas.

En un recodo tiró de ella hasta detrás de uno de los enormes troncos. Karen se dejó llevar y, abrazados, se besaron sobre el suelo del gran bosque. Lo que apenas hacía catorce horas era una fantasía resultaba ahora fácil. Pero él quería más.

– Vamos, Jaime, llegamos tarde -le cortó ella-. Y no nos van a esperar.

Jadeantes, soltando vapor por la boca al aire cristalino de la sierra y alegres, reanudaron el camino a paso rápido.