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Evitando la entrada del aparcamiento general, el vehículo se dirigió a una puerta que se abría en aquel momento.

Otro par de ejecutivos aguardaba en el interior del garaje. El de mayor edad, de anchas espaldas y mirada penetrante, esperó a que la entrada exterior del aparcamiento estuviera completamente cerrada, y sólo entonces abrió la puerta del coche.

– Buenos días, señor Davis.

– Buenos días, Gus. -El viejo descendió del coche-. Veo que hoy te has adelantado.

– Cierto. Quería resolver varios asuntos antes de su llegada.

– Bien, no tengo problema en que trabajes horas extras. Dime, ¿cuándo tengo la primera reunión?

– No tiene visitas en la agenda esta mañana, señor; sólo a las cinco de la tarde la junta con los presidentes.

– Gracias, Gus. -Precedido del conductor y su acompañante, el viejo fue hacia los ascensores.

El hombre les siguió, mirando con recelo a su alrededor. Continuaba sintiendo el dolorcillo de la espalda, cual reumático que, aun luciendo el sol, sabe que se aproxima la tormenta.

Gutierres siempre examinaba con mirada crítica de jefe perfeccionista a aquellos hombres de aspecto atildado. Eran guardaespaldas, pero él sabía bien que muy pocos estaban capacitados para cumplir con las exigencias del trabajo que se les encomendaba a éstos.

Se esperaba de ellos no sólo que fueran capaces de mantener una estricta seguridad en torno a Davis, dentro y fuera de las oficinas, sino también de realizar funciones secretariales y ejecutivas. Conocían a la perfección las relaciones, tanto de trabajo como de amistad, del presidente ejecutivo, identificando a cada persona por su nombre, aspecto e historia.

Universitarios, no desentonaban en la mesa del restaurante más in de Hollywood, siendo capaces de seguir con facilidad una conversación ya fuera de negocios o relativa a los últimos chismorreos sociales.

De hecho, la mayoría de las relaciones de Davis desconocía que aquel simpático individuo que se sentaba junto a ellos en la mesa les podría partir el cuello de un manotazo. Y que no dudaría un instante en hacerlo, de intuir una amenaza por su parte hacia su jefe.

– Les presento a Gus Gutierres, del Departamento Legal -decía Davis a sus interlocutores-. Hoy nos acompañará en nuestra conversación.

A esta guardia personal los empleados de la Torre la denominaban Pretorianos en recuerdo al ejército privado de los césares. Eran independientes del servicio de protección del edificio, que trabajaba uniformado, y cuyo jefe era el responsable de seguridad de la Corporación, Nick Moore.

Los Pretorianos eran respetados físicamente y temidos profesionalmente. En ocasiones, uno de ellos pasaba a ocupar un puesto en algún departamento de la Corporación, donde a partir de entonces progresaba en su trabajo como cualquier otro ejecutivo. En esta «segunda vida corporativa» los Pretorianos eran invitados con mayor frecuencia a reuniones en el exterior del edificio y se sospechaba que formaban un «canal de información» privilegiado.

Se decía que ganaban mucho más dinero por las mismas responsabilidades y que eran ascendidos antes que los demás.

De algo valdría que el presidente ejecutivo les confiara físicamente su vida.

– Buenos días, señor Davis -saludó, dando un respingo, la empleada que ocupaba el ascensor.

– Buenos días -contestó Gutierres en nombre del grupo. Davis se limitó a saludar con la cabeza iniciando una mueca que aspiraba a ser sonrisa.

Gutierres hubiera preferido usar las tarjetas codificadas que permitían bloquear un ascensor para conducirlo directamente a la planta trigésimo segunda, y así lo hacía con las visitas importantes.

Pero Davis se negaba. Era su forma de ojear a las gentes que habitaban las oficinas y husmear el ambiente que se respiraba. Y como Gutierres consideraba que fuera del piso treinta y dos, que él controlaba, el resto del edificio de la Torre no respondía a los requerimientos mínimos para la seguridad del presidente, a cada entrada y salida de éste se veía obligado a montar toda la rutina de protección.

En la planta cero, Davis reconoció, entre los que entraban, a un empleado veterano.

– Buenos días, Paul.

– Buenos días, señor Davis.

– ¿Cómo está la familia? Tenías dos hijas en la universidad, ¿cierto?

– Sí, señor. Ya hace tiempo que terminaron.

– ¿Qué hacen ahora?

– Una trabaja en finanzas en Save-on y la otra en una compañía de seguros.

– ¿Se han casado?

– La mayor sí.

– ¡Bien! Pronto, abuelo.

– Sí, señor, seguramente.

– Cambiaste de departamento hace unos años, ¿verdad?

– Sí, ahora estoy en márketing televisivo.

– Es lo que tenía entendido. ¿Qué rating en Nielsen calculas que Nuestro hombre en Miami va a alcanzar este viernes?

Gutierres pudo ver cómo el empleado se tensaba ante la pregunta.

– Bueno… está sufriendo una fuerte competencia de la nueva serie policíaca que se emite en la misma franja horaria, pero… creo que seremos capaces de mantener al menos un rating de un 8, 5/16.

– Eso estaría bien. Y…

– Esta es mi planta, señor Davis. Un placer haberle saludado. ¡Que tenga un buen día! -El alivio del hombre, cuando salió de allí, era evidente.

– Hasta luego, Paul.

Los empleados odiaban y temían esos interrogatorios. Si la respuesta no era la correcta, o Davis detectaba algo preocupante, en media hora un alud de preguntas y solicitudes de informes caerían como avalancha, aumentando de piso en piso, desde la planta superior, en la que Davis habitaba, hasta la del infeliz protagonista. No existía forma posible de escapar.

Con sus muchos años a cuestas, Davis gozaba de una mente despejada que detectaba cualquier anomalía y de una sorprendente memoria tanto para las cifras como para los pequeños detalles. Y no consentía explicaciones insuficientes.

4

– Desaconsejo la compra. Creo que es un error. -Karen Jansen hablaba con firmeza, enfatizando sus palabras, pero sabía que acababa de meterse en la boca del lobo.

Desde la sala de reuniones del piso trigésimo primero se distinguía aquella mañana el océano Pacífico con gran claridad. Colinas, vegetación y distintas construcciones desdibujaban la línea de la costa, pero un preciso horizonte separaba los azules de cielo y mar contrastando con los verdes y ocres de la tierra. Pero a nadie le importaba el paisaje en lo más mínimo.

El verdadero espectáculo, el drama, tenía lugar por encima de la mesa de caoba cubierta de dossiers, vasos de papel y tazas de café.

– Las leyes europeas -continuó Karen después de una pausa en la que sólo el siseo del aire acondicionado se dejaba oír- son restrictivas en cuanto al control de empresas de comunicación por parte de…

– Tonterías -interrumpió con rudeza Charles White-. Los abogados estáis para aconsejar cómo hacer lo que la ley no te deja hacer y hacerlo legalmente. -El hombre se levantó de la silla imponiendo su metro noventa de estatura y más de cien kilos de peso a los presentes-. Para eso os pagamos. -Y mirando fijamente con ojos inexpresivos y pálidos a Karen, añadió arrastrando las palabras-: Claro que estoy hablando de los buenos abogados.

El combate era desigual, no sólo por peso físico, sino por el poder que cada uno poseía en la Corporación. White ostentaba una de las presidencias -Asuntos Corporativos y Auditoría- más poderosas, y Karen era sólo una abogado, cuyo jefe era un vicepresidente que a su vez recibía órdenes del presidente de Asuntos Legales.

Karen le miró a los ojos. Años antes habría contenido lágrimas de rabia por el tono del individuo y la ofensa de aquel insulto público e intencionado, pero ahora sólo hizo lo que pocos hacían: mantuvo la mirada de White, aunque no pudo evitar morderse los labios. ¿Se habría manchado los dientes de carmín?